Galileo enseña un telescopio al Dux de Venecia.  Detalle de una obra de G. Bertini

Galileo enseña un telescopio al Dux de Venecia. Detalle de una obra de G. Bertini

ENTRE DOS AGUAS

El gran dilema de la ciencia y la religión: ¿se atraen los polos opuestos?

La convivencia entre razón y fe ha marcado intelectualmente el desarrollo y conocimiento de dos mundos que han conseguido conciliar numerosos investigadores.

20 octubre, 2023 02:31

Se cumplen ocho años desde que inicié esta andadura en El Cultural. He tratado en mis artículos multitud de cuestiones, siempre relacionadas con la ciencia, pero nunca me he ocupado de un tema que, estoy seguro, interesa y preocupa a muchos, el de las relaciones entre ciencia y religión. Una ausencia en el fondo más notoria porque en otros lugares y ocasiones he dejado clara cuál es mi opinión. Y aunque no es mi intención centrar este artículo en ese tema, sí que voy a expresar mi creencia de manera explícita y breve.

Se puede resumir en: “Polvo de estrella soy, y polvo cósmico seré”. Me identifico con lo que escribió en su Historia natural Plinio el Viejo (c. 23-79): “Después de la sepultura, muchas y varias cosas de duda y confusión se dicen de las almas, pero todas, pasado el postrer día de la vida, tienen lo mismo que tenían antes del primero, ni hay después de la muerte más sentido alguno en el cuerpo ni en el alma que le había antes de nacer. Pero nuestra vanidad se extiende a lo venidero, y al tiempo de la muerte ella se miente a sí misma, prometiéndose la vida".

Con respecto a las religiones que prometen la continuidad de la vida después de la muerte, las considero restos atávicos del mismo pasado que otorgaba carácter divino a reyes, reforzadas por algo muy humano y comprensible: el temor a la nada y, en particular, al extrañamiento de los seres queridos. Por esto, precisamente, es necesario sentir alguna forma de empatía con ellas… siempre y cuando se respete la separación de poderes: el político y el, existente, religioso. Y no olvido los contenidos morales que albergan algunas religiones, en algunos apartados admirables. Y si estos se han traicionado, como en tantos otros ámbitos –por ejemplo, en el de las ideologías políticas– esto no es motivo para descalificarlas. Pero tampoco los creyentes deben pensar que la moral, la ética o la compasión son atributos que solo les pertenecen a ellos.

La historia nos muestra que han existido y existen científicos muy notables que han sido o son creyentes, agnósticos o ateos

Dicho todo esto, la historia de la ciencia nos muestra que han existido y existen científicos muy notables que han sido o son creyentes, agnósticos o, simplemente, ateos. Entre estos últimos es bien conocido el biólogo evolucionista Richard Dawkins, un auténtico publicista del ateísmo, sobre el que ha publicado varios libros, como El espejismo de Dios (Espasa, 2017).

Menos presente en este apartado es el Premio Nobel de Física Steven Weinberg, del que recomiendo la lectura de un capítulo –el titulado “¿Qué pasa con Dios?”– de su libro El sueño de una teoría final (Crítica, 1994), en el que, por cierto, muestra su desacuerdo, que yo comparto, con mi admirado Stephen Jay Gould, quien pensaba –véase Ciencia versus religión (Crítica 2007)– que ciencia y religión no entran en conflicto porque “la ciencia trata la realidad factual, mientras que la religión trata de la moralidad humana”.

En el historial de los creyentes destaca el gran héroe de la ciencia, Isaac Newton, quien, en palabras del economista John Maynard Keynes, “consideraba al Universo como un criptograma trazado por el Todopoderoso”. Efectivamente, Newton dedicó inmensos esfuerzos a desvelar semejante criptograma, dejando tras de sí millones de palabras escritas, la mayoría de las cuales no vieron la luz mientras vivió. De hecho, en la segunda edición de su gran libro de 1687, Principios matemáticos de la filosofía natural, añadió un “escolio” en el que se esforzaba por relacionar su física con su Dios.

Creyentes fervientes fueron otros notables protagonistas de la Revolución Científica –una época en la que no se distinguía entre “el Libro de la Palabra de Dios” (las Sagradas Escrituras) y “el Libro de la Obra de Dios” (la naturaleza)– como Robert Boyle, o Isaac Barrow, el maestro de Newton al que cedió su cátedra y del que se ha escrito que “temía, como clérigo, emplear demasiado tiempo en las Matemáticas, ya que en su ordenación había jurado servir a Dios en el Evangelio de su Hijo, y no podía hacer una Biblia de su Euclides, o un púlpito de su cátedra matemática”.

También Galileo, el mártir ante la Inquisición romana, era un buen católico. Y podía seguir ofreciendo ejemplos de buenos creyentes, que abundan, entre ellos los “padres” del electromagnetismo, Michael Faraday y James Clerk Maxwell, pero me limitaré a mencionar tres libros –todos publicados por la Editorial Trotta– que defienden que ciencia y religión son compatibles.

El primero es de un astrofísico e historiador de la ciencia que admiro, y algunos de cuyos libros he manejado: Owen Gingerich. Se titula El planeta de Dios (2022). En él, y tras un breve repaso de algunos de los puntos más relevantes sobre la cuestión de por qué existe el universo y nosotros en él, concluye: “Acepto como causa final que las constantes físicas han sido cuidadosamente ajustadas para hacer posible la vida inteligente en el universo y que esto es una prueba del proyecto y de las intenciones de un diseñador superinteligente”, una conclusión no alejada del denominado “principio antrópico”, popularizado hace años por el libro de los astrofísicos, John Barrow y Frank Tipler, The Anthropic Cosmological Principle.

El segundo libro está escrito por un físico y teólogo que nunca se caracterizó por la sencillez, aunque sí por la ambición que ha guiado sus análisis físico-filosóficos: Ian G. Barbour. En su Religión y ciencia (2004), desarrolla una compleja “teología del proceso”, para mostrar que la fe cristiana es compatible con la ciencia.

[Steven Weinberg, un Virgilio de nuestro tiempo]

La última referencia que quiero citar es la de un teólogo que respeté: Hans Küng (1928-2012): El principio de todas las cosas. Ciencia y religión (2007). Sería injusto intentar resumir su libro, únicamente citaré una de sus últimas frases, que incide en el auténtico núcleo de la cuestión: “Como cristiano espero, al igual que muchas personas de otras religiones, que la muerte no desemboque en la nada: lo contrario se me antoja sumamente irracional y carente de sentido”. Sin embargo, y desgraciadamente, la racionalidad del universo es la que muestran las leyes que lo gobiernan y que lentamente los humanos van descifrando. Y en ellas, la vida, humana, animal o vegetal, solo es consecuencia, no exigencia. Expuesto todo lo anterior, admito que no comprendo cómo es que existe, cómo surgió, el Universo.

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