Weizmann en su laboratorio del Instituto Sieff, Rehovot, 1935. De 'Prueba y error' (Nagrela, 2018)

Weizmann en su laboratorio del Instituto Sieff, Rehovot, 1935. De 'Prueba y error' (Nagrela, 2018)

Entre dos aguas por José Manuel Sánchez Ron

Prueba y error en Weizmann

5 abril, 2019 02:00

La relación de los políticos con la ciencia es un tema que siempre me ha interesado. Los ejemplos no son abundantes; entre los paradigmas históricos que he estudiado se encuentran personajes como Napoleón, quien en cierta ocasión manifestó, sin duda contemplándose a sí mismo bajo una luz excesivamente complaciente: “Si no me hubiese convertido en general en jefe, me habría sumergido en el estudio de las ciencias exactas. Hubiera construido mi camino en la ruta de los Galileo, los Newton. Y como he triunfado constantemente en mis grandes empresas, pues también me habría distinguido mucho con mis trabajos científicos. Habría dejado el recuerdo de bellos descubrimientos. Ninguna otra gloria habría tentado mis ambiciones”. Y como ejemplos más recientes se puede recordar a Margaret Thatcher (química), Angela Merkel (física) o Javier Solana (físico).

La reciente publicación de la autobiografía Prueba y error (Nagrela Editores, 2018; originalmente publicada en inglés en 1949), de un gran hombre de la política, Chaim Weizmann (1874-1952), ha reavivado mi interés por el tema. Recordado sobre todo por su lucha incesante por dotar al pueblo judío de un hogar propio en Palestina -lucha que culminó con la proclamación en mayo de 1948 del Estado de Israel, cuya presidencia pasó a ocupar en febrero del año siguiente-, Weizmann fue un bioquímico notable: su aportación más importante fue el desarrollo de procesos biológicos (de fermentación bacteriana) que permitían obtener acetona en grandes cantidades, y, no se olvide que la acetona era necesaria para producir cordita, un explosivo muy utilizado con fines militares desde principios del siglo XX. Precisamente por esto trabajó durante la Primera Guerra Mundial para el Almirantazgo británico. Si Israel es hoy, pese a ser un país pequeño, una potencia científica de primer orden, en parte se debe a que Weizmann conocía muy bien el valor de la ciencia. Sea cuál sea la opinión que se tenga sobre su actividad política, lo que está fuera de toda duda es que entendió -y lo hizo antes de que Israel fuera una realidad como Estado- que la ciencia constituiría uno de los valores más preciados para mantener su independencia, así como para convertir un territorio a menudo hostil para la agricultura y la vida en accesible para ambas.

Probablemente la iniciativa más destacada de Weizmann en este campo fue la energía que desplegó para establecer una Universidad Hebrea en Jerusalén, hoy una de las joyas de Israel; de hecho, mucho de lo que yo sé de él se debe a la relación que mantuvo con Albert Einstein sobre este asunto. Esa relación comenzó en 1921, cuando Weizmann le pidió que le acompañase en un viaje a Estados Unidos destinado a recaudar fondos para fundar esa universidad. En su autobiografía, Weizmann se refirió a este hecho, y también a que el gran químico alemán de origen judío Fritz Haber trató de disuadir a Einstein, un hecho que, como muchos otros que relata en Prueba y error, muestra que existieron fuertes divisiones entre los judíos europeos con respecto a la creación de una nación en Palestina. En uno de mis libros (Einstein. Su vida, su obra y su mundo) cité la carta que Einstein envió a Haber, respondiendo a las críticas de éste por su decisión: “No me necesitan por mis habilidades, por supuesto, sino sólo por mi nombre. Anticipan que su poder promocional acarreará un éxito considerable gracias a nuestros ricos compañeros de clan en ‘Dollaria'. A pesar de mi declarada mentalidad internacional, todavía me siento obligado a hablar en favor de mis perseguidos y moralmente oprimidos compañeros de clan, tanto como lo permitan mis fuerzas. La perspectiva de establecer una universidad judía me agrada especialmente, después de ver recientemente incontables ejemplos de con cuanta perfidia y brutalidad están siendo tratados aquí jóvenes judíos con el propósito de desproveerlos de toda oportunidad educativa”.

El viaje fue un éxito. Einstein fue aclamado por multitudes, una de las primeras manifestaciones públicas de su fama universal, que se inició en noviembre de 1919 cuando se anunció que las medidas realizadas durante un eclipse total de Sol confirmaban una de las predicciones -la curvatura de los rayos de luz en presencia de un campo gravitacional- de la Teoría de la Relatividad General, fama que nunca le abandonaría y que aún perdura, casi setenta años después de su muerte. El primer campus de la Universidad Hebrea se inauguró el 1 de abril de 1925; su primera Junta de Gobierno incluía a Einstein, Weizmann, Sigmund Freud y el filósofo Martin Buber. Einstein contribuyó a la constitución de su Biblioteca donando el manuscrito de la Teoría General de la Relatividad y legando, asimismo, su archivo y los correspondientes derechos literarios.

Las relaciones de Einstein con Weizmann ni fueron fáciles, ni siempre cordiales. “Para conseguir una patria judía que encarnara la libertad y la tolerancia”, señaló el historiador, Fritz Stern (El mundo alemán de Albert Einstein, Paidós 2003), “no siempre practicó Weizmann las virtudes liberales. Hablando con claridad, utilizaba a la gente; se le ha calificado de encantador, seductor, reservado y maquinador, todo como parte de su trabajo en pro del milagro. La entrega a la causa se combinaba con la ambición personal; la causa y el yo se servían mutuamente”. Probablemente, se necesitaban al menos algunas de estas características para conseguir lo que él, sobre todo él, logró: la creación del Estado de Israel, del que fue nombrado primer presidente en 1949. Es justo, por consiguiente, que su vida y obra se conozcan, tarea a la que ayudará la publicación de su autobiografía y actos como el que se celebrará en la Fundación Areces el próximo 9 de abril.

Por cierto, cuando Weizmann falleció se ofreció la presidencia de Israel a Einstein, quien, juiciosamente, la rechazó. “Estoy profundamente conmovido por la oferta de nuestro Estado de Israel”, respondió Einstein, “y al mismo tiempo apesadumbrado y avergonzado de no poder aceptarla. Toda mi vida he tratado con asuntos objetivos, por consiguiente carezco tanto de aptitud natural como de experiencia para tratar propiamente con personas y para desempeñar funciones oficiales. Sólo por estas razones me sentiría incapacitado para cumplir los deberes de ese alto puesto, incluso si una edad avanzada no estuviese debilitando considerablemente mis fuerzas. Me siento todavía más apesadumbrado en estas circunstancias porque desde que fui completamente consciente de nuestra precaria situación entre las naciones del mundo, mi relación con el pueblo judío se ha convertido en mi lazo humano más fuerte”.