Con permiso, ahí van unas cuantas líneas de nostalgia circense y viejuna. ¿Qué fue del circo, de sus ilusiones de uno y otro tipo, de sus carcajadas y de sus bocas abiertas, asustadas o fascinadas? Entrar en la carpa era cambiar enteramente de mundo.
¡Y qué músicas! Siempre en vivo: el redoble de la caja, larguísimo, creciente y culminando en una explosión deslumbrante del plato (trrrrrrr ¡kshhh!), la Entrada de los gladiadores de Julius Fucik, que te pone en suerte en un instante, la Danza del sable de Khachaturian, que recuerdo asociada al giro vacilante de diez o quince platos (de comer, esta vez, no de sonar) sobre finas cañas.
El vuelo del moscardón de Rimski, que valía para casi todo y cuya versión original acabamos de oír en El cuento del zar Saltán (Teatro Real), y la prosodia afectada del maestro de ceremonias, con su frac y su chistera, que llamaba "ejercicio" a lo que hacía el artista de turno y decía a cada rato "portor", encerrando bien cada o en su erre.
El tal portor era un artista corpulento que se columpiaba boca abajo para cazar al vuelo al trapecista. Llevaban red, pero no arnés. Y más sensaciones: el olor a tigre de los tigres, el escape libre de la moto que corría en redondo, boca abajo, y la risa inquieta provocada por los dos payasos, el tonto y el listo.
Ya de mayor, conocí de cerca, por motivos profesionales, el gran Circo Raluy, todo él un túnel del tiempo. El último circo que vi fue a final de siglo, en el nuevo Price, en la madrileña Ronda de Atocha. Actuaba una familia húngara, con la matrona y el patriarca sentados en un banco junto a la pista, controlando.
Los vástagos salían a sus ejercicios respectivos y volvían luego al banco, mientras otros tocaban música vertiginosa: violín, clarinete, contrabajo, acordeón. Había dos cocinando allí mismo unos pastelitos que, al final, comprábamos los espectadores acercándonos a la pista. Pocas veces he visto más verdad en un espectáculo.
Llevaban animales, caballos y perros, pero ese mismo día oí decir a los responsables del Price que, en adelante, iban a quedar prohibidos. Aún quedan circos, pero son otra cosa. O eso siento yo, ofuscado seguramente por la añoranza.
Disfruté muchísimo el otro día de la proyección de The Circus en el Palacio de Carlos V, en el Festival de Granada. La película le valió a Charlie Chaplin tres premios (mejor actor, guionista y director) en la primera edición de los Óscar, en 1929, a las puertas ya del sonoro y, por lo tanto (¡más melancolía!), del fin de una era.
Las peripecias de siempre Charlot el vagabundo (pasar hambre, medio robar relojes y carteras, correr delante de la policía, salvar a la chica de un padre abusón, enamorarse de ella sin esperanza) ocurren esta vez dentro de una carpa de circo, entre magos, payasos, trapecistas, alambristas y caballistas, oficios todos que Chaplin prueba y desbarata.
El Festival de Granada sirvió esta gran película con música en vivo: la partitura original que Chaplin encargó a Arthur Kay (Grottkau, Silesia, 1882 - Los Ángeles, EE UU, 1969). No es música genial ―ni pretende serlo―, pero cumple bien su función de ambientar, acompañar y subrayar la acción, con un protagonismo mucho mayor que el de las partituras de la era sonora, que se sitúan más bien en segundo plano.
Entre muchos minutos de música incidental original, Kay inserta un popurrí de melodías conocidas, desde Los gladiadores de Fucik al Peer Gynt de Grieg o a la Carmen de Bizet, pasando por I Pagliacci de Leoncavallo, que suena en el prólogo de la partitura de Kay. Es casi seguro, dicen los que conocen la materia, que Chaplin y Leoncavallo coincidieran en Londres, antes de irse el cineasta a Nueva York.
En Granada, dirigió esta música Timothy Brock, autor en 2022 de la recuperación de la partitura original de Kay. Se puso a sus órdenes la Orquesta Joven de Andalucía (OJA), que hizo un trabajo fantástico.
Ya tuve ocasión de elogiarla en el concierto de Año Nuevo que dio en enero pasado en Madrid, para el Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM). Esta vez ha confirmado su calidad y su sorprendente madurez en The Circus y, sobre todo, en la versión de concierto de I Pagliacci, con la que la película formaba díptico.
La OJA, junto con su coro hermano, el Joven de Andalucía, y el de la Orquesta Ciudad de Granada, hicieron una versión muy valiosa de la ópera dirigidos por Guillermo García Calvo.
En el recuerdo de esta interpretación destacará el vendaval musical de Alejandro Roy, el tenor asturiano que se ha convertido en un Canio de referencia, un Pagliaccio como los de antes, por potencia y verosimilitud musical, que es lo único imprescindible en la composición de un personaje de ópera.
Alejandro Roy como Canio con la Orquesta Joven de Andalucía. Foto: Fermín Rodríguez
Mas allá de su privilegiada voz, que sonó plena y redonda en el Palacio de Carlos V, Roy nos dejó un retrato musical impactante de este payaso y empresario, incapaz de manejar el dolor más que transmutándolo en violencia. De la verdad sonora de su ira surge la de su contradicción interna, concretada en una expresión icónica: "Ridi, Pagliaccio", "ridi del duol". Ríe de dolor.
Sin llegar a esta profundidad de interpretación, hubo mucha calidad en el resto del elenco. Carolina López-Moreno, alemana de raíces albaneso-bolivianas, es una Nedda de mucha consideración. Brilló como Beppe el granadino Moisés Martín y fue un correctísimo Silvio el también granadino Pablo Gálvez. Imponente en muchos aspectos es el Tonio del italiano Claudio Sgura, pese a la excesiva amplitud de su vibrato.
