Raymond Aron escogió una cita de Simone Weil para encabezar su ya clásico ensayo El opio de los intelectuales, aparecido en 1955. Clarividente y sin miedo a la intimidación ejercida por las distintas ortodoxias, Weil escribe: “El marxismo es toda una religión, en el más impuro sentido de la palabra. Tiene en común con todas las formas inferiores de la vida religiosa el hecho de haber sido continuamente utilizado, según la expresión exacta de Marx, como un opio del pueblo”. Desde la postguerra del 1945 hasta la caída del Muro de Berlín en 1989, los intelectuales europeos se han mostrado muy críticos con las debilidades de los países democráticos e incomprensiblemente indulgentes con los abusos de los regímenes comunistas. El incumplimiento de las profecías de Marx y las mejoras en las condiciones de vida de la clase obrera no han impedido que la revolución socialista ganara adeptos en unas décadas marcadas por la tensión de la Guerra Fría. La idea de combatir sin odio, aprovechando las posibilidades de reforma del sistema democrático, ha sido desdeñada por los partidarios de la subversión. Ernesto “Che” Guevara describió al perfecto revolucionario como “una fría máquina de matar”. El odio de clase, lejos de ser un sentimiento dañino, es la inspiración necesaria para acabar con el orden capitalista. La familia, la autoridad, la religión, debían ser combatidas sin tregua hasta lograr su definitiva desaparición. Las libertades debían ser sacrificadas en el altar de un nuevo mundo, donde surgiría un hombre nuevo. El marxismo no se inquietaba con las semejanzas entre sus métodos de lucha y los del fascismo. La prioridad era conquistar el poder. Las vidas humanas eran un factor secundario. ¿Por qué respetar la presunta dignidad del hombre cuando está en juego la creación de un paraíso en la tierra? 

Al igual que Hannah Arendt, Raymond Aron opina que el fascismo y el estalinismo son doctrinas totalitarias que desprecian los derechos humanos. La dictadura del proletariado no es una utopía, sino la opresión de una clase por otra. El Estado totalitario no es un ogro filantrópico, sino un gigante que pisotea a sus ciudadanos, rebajándolos a la condición de súbditos. Con el pretexto de acabar con las clases sociales, la Unión Soviética ha destruido la autonomía y la libertad individuales. La igualdad absoluta no es deseable: “Una igualdad absoluta, en un país como Inglaterra, no aseguraría a la minoría que mantiene y enriquece la cultura, las condiciones de una existencia creadora”. Raymond Aron, que se define como liberal, advierte del peligro de las fuerzas políticas que combinan anticomunismo y nacionalismo radical. Estas tendencias se apropian de los valores sociales de la izquierda y los valores políticos de la derecha, alumbrando movimientos antidemocráticos. De hecho, el fascismo y el nacionalsocialismo emplearon esta fórmula para escalar hasta la cima del poder. Fascismo y comunismo hablan de destruir el capitalismo, pero cabe preguntarse quiénes son esos capitalistas que deben ser borrados de la faz de la tierra. ¿Quizás las pequeñas y medianas empresas que son un ejemplo de gestión inteligente? El capitalismo no se basa tanto en las grandes corporaciones como en los pequeños y medianos negocios que crean riqueza y prosperidad. Hasta 1989, los anticapitalistas pedían libertad para los pueblos de Asia y África, pero miraban hacia otro lado cuando se habla de la falta de libertades en Europa del Este. El opio de los intelectuales reserva su compasión para ciertas naciones, escatimándosela a otras. 

Se exalta las revoluciones, pasando por alto que representan una ruptura violenta con el pasado. Las revoluciones poseen el prestigio de lo épico y excitante. Las reformas carecen de esos elementos. Son aburridas y progresivas. No pretenden cambiarlo todo. Solo quieren mejorar algunas cosas. Las reformas son prudentes; las revoluciones, temerarias. Las reformas preservan lo que consideran valioso. Las revoluciones destruyen todo, alegando que es imprescindible para inaugurar una nueva era. Frente al prosaísmo de las reformas, la lírica de una conmoción que altera hasta los calendarios, como sucedió con la Revolución francesa. Las reformas abogan por lo posible; las revoluciones afirman que todo es posible. En sus inicios, la revolución rusa se alió con los artistas de vanguardia, pero apenas logró el poder se impuso un arte sumamente conformista al servicio del Estado. Las revoluciones explotan la seducción. Se presentan como actos de rebeldía e innovación. Afirman que son la esperanza del pueblo, la ilusión de los oprimidos, pero en último término solo producen opresión y desesperanza, como sucedió en los países del este de Europa. El desencantamiento del mundo ha favorecido a las revoluciones. La pérdida de la fe propició un nuevo misticismo de carácter profano, donde el fin de la historia sustituye a la expectativa del reino de Dios. Ese nuevo absoluto proporciona una razón para vivir, combatiendo el nihilismo de una época abrumada por la idea de habitar un universo ciego y sin propósito. La existencia no es absurda. Según el marxismo, nos espera la utopía de un mundo nuevo. Esa utopía no es un escenario de reconciliación, sino de hegemonía del proletariado, que al fin habrá conseguido aniquilar a sus enemigos. La utopía marxista no contempla crítica ni la disidencia. No hay espacio para objeciones o matices en el paraíso.

La revolución siempre está acompañada por la violencia. Lejos de producir rechazo, la lucha armada ejerce una poderosa fascinación. La fiereza es la espuma del pueblo, sacudiéndose las cadenas. “Nos preguntamos a veces –escribe Raymond Aron– si el mito de la Revolución no está ligado finalmente al culto fascista de la violencia”. El proletariado es la clase elegida y no podrá llevar al hombre al reino de la libertad sin aplastar a las fuerzas del viejo mundo. Los intelectuales marxistas elogian al obrero, sin lograr esconder el desdén que le producen las actividades manuales. Aron señala que en el Reino Unido los dirigentes laboristas de origen proletario suelen ser más moderados que los que poseen una formación intelectual. Los intelectuales marxistas exaltan la sociedad sin clases del futuro, pero denigran el presente. Este proceder revela un secreto nihilismo. El marxismo responsabiliza a la propiedad y a la economía de mercado de todos los males, sin reconocer la prosperidad que ha producido el capitalismo. Aunque invoca argumentos científicos, su valoración es puramente ideológica. Los obreros no piensan de sí mismos que son la clase elegida para salvar a la humanidad de la explotación capitalista. Más bien anhelan mejorar sus ingresos para convertirse en burguesía. 

Raymond Aron se detiene en la sintonía entre católicos progresistas y marxistas. Aunque los católicos creen que evangelizan a los revolucionarios, sucede más bien al contrario. La fe católica es compatible con las ideas avanzadas, pero no con el profetismo marxista, que atribuye la salvación de la humanidad a la dictadura del proletariado. Los marxistas creen que la cultura elevará a las masas, acercándolas a su ideología, pero lo cierto es que las masas utilizan la ilustración para progresar económicamente, sin pensar en revoluciones. “Revolución y Razón se oponen de forma exacta –escribe Aron–; esta evoca el diálogo y aquella, la violencia”. Es verdaderamente asombroso que un hecho violento se perciba como una fuente de esperanza, pese a que su triunfo implique el fin del diálogo y la instauración de un gobierno autoritario. El triunfo de la revolución en la Unión Soviética no ha mejorado las condiciones de vida del proletariado y ha excluido las libertades que disfrutan los trabajadores de las economías capitalistas, cada vez mejor pagados y con más derechos. Aron escribe en los años cincuenta, una época de desarrollo y progreso. Aún está muy lejos la crisis de 1973, que introducirá en los países occidentales el paro masivo y el retroceso de los avances sociales. Resulta chocante que los intelectuales celebren el régimen soviético en un tiempo donde las desigualdades se recortaban sin cesar y los hogares más humildes accedían a los bienes de consumo reservados hasta entonces a las clases más pudientes. La retórica revolucionaria desembocará en el auge del terrorismo a finales de los sesenta, cuando una serie de grupos violentos se plantearán asaltar los cielos con bombas y pistolas. 

El marxismo se basa en mitos. No necesita verificaciones. Pretende haber captado el sentido último de la historia. Considera que su perspectiva histórica representa la verdad absoluta y atribuye mala fe al que no comparte su interpretación. El materialismo dialéctico excluye el azar. Sostiene que la historia es una sucesión perfectamente lógica. El protagonismo del hombre es irrelevante. Las circunstancias materiales determinan los acontecimientos. Aron objeta que las obras maestras del arte y la literatura no pueden explicarse mediante leyes históricas. El genio individual surge por infinidad de causas que trascienden cualquier explicación mecánica. Detrás de las grandes creaciones, siempre hay un hombre que piensa e innova de forma inesperada. ¿Dónde está el límite que deslinda la infraestructura de la superestructura? “¿Cómo afirmar a priori o a posteriori que el hombre piensa el mundo según el estilo de su trabajo –pregunta Aron–, sin que este se vea afectado por la idea que aquel se forja de dicho mundo?”. La técnica arroja su sombra sobre el arte, ampliando o limitando su arco, pero no determina las obras de forma concluyente e ineluctable. La filosofía de la historia es una forma de secularización de la teología. La antropología marxista no es menos dogmática, ignorando que el deseo de riqueza y poder está profundamente arraigado en el hombre. Solo la razón puede distanciarnos de esas pasiones. Si aceptamos métodos inhumanos para obtener un fin supuestamente noble, las peores tendencias de nuestra naturaleza se exacerbarán. La experiencia histórica nos ha enseñado que la dictadura del proletariado ha consistido en la dictadura de un partido dirigido por una élite hambrienta de poder y riqueza. La concentración de poder en unas pocas manos siempre es indeseable. La filosofía de la historia marxista propicia el fanatismo. El político que se atribuye una visión profética alumbra distopías. El demócrata que solo propone soluciones más o menos acertadas nunca descuida el deber de la tolerancia, pues admite que puede estar equivocado. “Cada momento de la historia tiene varios sentidos –apunta Aron–; así pues, ¿puede la historia entera tener solo uno?”. 

El capitalismo ha madurado. Ya no produce masas de desdichados, sino multitudes que prosperan gracias a su trabajo. Aron escribe en un momento de creciente bienestar donde las desigualdades se atenuaban. Sabía que las cosas podían cambiar, pues la historia se basa en probabilidades, no en certezas. No pudo anticipar la caída de la Unión Soviética. En esas fechas, era impensable el desplome del coloso ruso. Muchos intelectuales se han acercado al marxismo escandalizados por los abusos del capitalismo, pero al abrazar el misticismo revolucionario han acabado justificando el terrorismo y la razón de Estado. Cabría preguntarse cómo ha sido posible este paso. Quizás porque han buscado una fe: “El intelectual que ya no se siente ligado a nada no se da por satisfecho con opiniones, quiere certezas, un sistema. La Revolución le aporta su opio”. Aron considera que la ciencia es una alternativa más razonable que cualquier fe: “Preserva a los intelectuales de la nostalgia del pasado y de la rebelión vana contra el presente: los anima a pensar el mundo antes de pretender cambiarlo”. El liberalismo es una escuela mucho más humana que el marxismo. Sabe que el hombre es imperfecto y que el bien común es fruto del acuerdo, no de una convicción ideológica. La duda razonable y el escepticismo saludable son herramientas mucho más fructíferas que la escolástica absurda del marxismo.

¿Se han quedado anticuados los razonamientos de Aron en El opio de los intelectuales? Pienso que no, pero es evidente que las décadas no han pasado en vano. La aparentemente indestructible Unión Soviética ha dejado de existir y el comunismo ha perdido su prestigio. Hoy en día solo es una ideología marginal. La izquierda occidental ya no es marxista, sino socialdemócrata, y el capitalismo, aunque sigue generando riqueza, ha sufrido crisis sucesivas que han empujado a la miseria a millones de trabajadores. A pesar de los bajos salarios y la precariedad, los obreros ya no sueñan con la revolución. Muchos votan a partidos ultraderechistas que difunden consignas xenófobas. Aron afirmaba que el proletariado ya no era una masa oprimida. Esa definición había que reservarla para las minorías raciales y los trabajadores del Tercer Mundo, sujetos a condiciones laborales que apenas difieren de la esclavitud. Esa situación no ha cambiado. África, Asia y América Latina siguen soportando cuadros de miseria y la explotación.

Aron no ofrece un dogma alternativo al marxismo. La política debe desprenderse de mitos y limitarse a gestionar el presente. La democracia liberal es la fórmula que mejor garantiza la convivencia y la economía de mercado siempre ha sido una fuente de riqueza. No hay que destruirla, sino reformarla para acabar con sus abusos y contradicciones. El escepticismo es una virtud, pues neutraliza el fanatismo. Aron fue escéptico, tolerante, reflexivo. El opio de los intelectuales es una lección de clarividencia política. Lejos de sectarismos, nos incita a pensar con ecuanimidad, desconfiando de los falsos paraísos. La política es el arte de lo posible, no un camino hacia la utopía. Todos lo que han creído que el paraíso estaba en la otra esquina se han topado con el Gulag. La perfección no pertenece a este mundo. Es un atributo divino. Agnóstico, Aron afirmaría que solo es una fantasía.

@Rafael_Narbona