Atticus Finch, el personaje creado por la novelista estadounidense Harper Lee, es un perfecto ejemplo de integridad. Su rectitud es una evidencia pública, lo cual no significa que se pliegue a las tendencias dominantes de su comunidad. Viudo, ejerce como abogado en el imaginario condado de Maycomb, Alabama. Cuida de sus dos hijos, 'Jem' y 'Scout', a los que educa con su ejemplo de tolerancia, responsabilidad y solidaridad con los más infortunados. Abogado, asume la defensa de Tom Robinson, un hombre de color acusado falsamente de violación. A principios de los años treinta, no era una tarea sencilla en el Sur de los Estados Unidos, donde los prejuicios raciales aún se hallaban profundamente arraigados. Lo hace porque cree en la dignidad de todas las personas, con independencia del color de su piel, y porque intenta mirar al mundo con los ojos de los demás, trascendiendo la estrecha perspectiva del ego, un tirano que vive recluido en el pequeñísimo horizonte de la experiencia individual. Hay que salir de uno mismo, conocer otras experiencias, "caminar un par de millas" con los zapatos de los demás, si no queremos caer en la ceguera del que no es capaz de establecer distinciones entre el mundo exterior y su universo personal. La ejemplaridad pública de Atticus no consiste en compartir los prejuicios de sus vecinos, aceptando la coacción –silenciosa o ruidosa- de la mayoría, sino en luchar valiente y serenamente contra las creencias de un entorno dominado por la pobreza y el miedo.

Atticus es ejemplar porque no escoge lo más fácil, sino la puerta estrecha que casi todos evitan. Su ejemplaridad no implica arrogancia o desdén, sino humildad. Siempre está dispuesto a escuchar, a interesarse por las vidas ajenas. No se dedica a juzgar ni a condenar. No siente aversión por Mayela y su padre, Bob Ewell, cuyos falsos testimonios contra un vecino de color han avivado el odio racial. Aunque han sentado en el banquillo de los acusados a un hombre inocente, Atticus no les atribuye malicia, sino ignorancia. Con una perspectiva socrática, explica el mal como el fruto de la miseria y la incultura. Es casi imposible experimentar empatía cuando se soporta una existencia paupérrima y se ha carecido de la oportunidad de forjar un criterio por medio de la educación. Las aulas siempre son la mejor escuela de ciudadanía, pero en esos años algunas familias del Sur apenas podían frecuentarlas, pues la necesidad de trabajar desde la infancia arrebataba a los niños esa oportunidad. Atticus nada contra la corriente, pero su cabeza se mantiene erguida, sin dejarse intimidar por el tumultuoso río de la opinión pública. Soporta la presión de la masa con sus firmes convicciones. No es un santo. Conoce el desaliento, la impotencia y la frustración, pero no se deja vencer por el pesimismo, ni por la cólera. Su templanza es proverbial. Cuando el padre de la joven falsamente violada le provoca en presencia de su hijo 'Jem', responde con calma y dignidad. Aunque le han cubierto de insultos y le han escupido en la cara, su reacción se limita a sacar un pañuelo y limpiarse. Podría responder, pues es más alto y corpulento, pero ni siquiera se le pasa por la cabeza. Solo le preocupa que su hijo haya presenciado la escena, no porque su comportamiento pueda confundirse con cobardía, sino porque le duele que haya sido testigo de la caída del ser humano en el pozo del odio y el resentimiento. Frente a esa calamidad, no cabe otra opción que dar ejemplo una vez más, enseñándole a su hijo que la violencia nunca es una alternativa ética.

Atticus Finch es un homenaje al padre de Harper Lee, Amasa Coleman Lee, un abogado de Alabama que defendía a sus vecinos de color. Atticus nunca se impacienta, jamás sermonea, respeta la independencia de sus hijos, pero no renuncia a dialogar con ellos cuando cree que se equivocan. 'Scout' se pelea en la escuela porque insultan a su padre. Algunos niños le recriminan que defienda a "un despreciable negro". Abatida, pregunta a su padre por qué lo hace, reproduciendo las palabras de sus compañeros y sin ocultar que no entiende su comportamiento. Atticus le invita una vez más a ponerse en el lugar de los demás, recordándole que la familia humana no contempla excepciones. Los "despreciables negros" son sus vecinos, gente sencilla y trabajadora que vive marginada, soportando una inmerecida segregación. Atticus no es un individualista. Magistralmente interpretado por Gregory Peck en la versión cinematográfica de Robert Mulligan (To Kill a Mockingbird, 1962), jamás obra de espaldas a la comunidad. Tiene sentido de pertenencia y aprecia a su vecinos, pero no está dispuesto a seguirlos en sus errores. Piensa que el amor se ejerce mediante un insobornable espíritu crítico. Estados Unidos no será una verdadera democracia hasta que reconozca la igualdad de derechos de todos sus ciudadanos. Ser padre conlleva un amor incondicional, pero no un eclipse de la conciencia moral. El amor no puede ser ciego. El verdadero amor es un ejercicio de responsabilidad, que exige buscar la verdad. La cercanía de un padre no debe consistir en una empobrecedora protección, sino en un estímulo permanente a la valentía y el examen de conciencia. La autocomplacencia es una forma de inmadurez. En cambio, el inconformismo, que plantea la necesidad de la autocrítica y enseña a esperar, es un gesto de sabiduría.

Abogado de oficio, Atticus considera que el individuo no puede desobedecer la ley, pero sí debe luchar para que cambie, cuando es injusta, insuficiente o absurda. Y la forma más eficaz de hacerlo es mediante el ejemplo. El testimonio individual de un hombre puede transformar la mentalidad colectiva. Este razonamiento se convierte en apremiante necesidad frente a un jurado compuesto por un grupo de ciudadanos blancos, cuya imparcialidad es dudosa, pues son esclavos de sus prejuicios. Aparentemente, Atticus fracasa con el jurado, que no atiende a sus argumentos, pero su defensa pública de la verdad siembra la duda y deja huella. Los espectadores blancos se marchan apresuradamente tras el final del juicio, pero los afroamericanos aguardan respetuosamente a que recoja sus cosas y abandone la sala, agradeciendo su defensa con la deferencia de ponerse en pie. Situados en una planta superior, el punto de vista de esa parte de la comunidad, indignamente menospreciada y segregada, evoca la altura de miras de la conciencia, que siempre demanda levantar la mirada para despegar del suelo y no dejarse arrastrar por las pasiones más turbias. Atticus, con su defensa de Tom Robinson, ha dado ejemplo. Un ejemplo público, visible, valiente, pero sin alardes ni ostentación. Sobrio, prudente y generoso, solo se mueve por un inquebrantable compromiso con la verdad. Sabe que arroja un grave peso sobre sus espaldas, pero acepta esa carga. Podría apropiarse de unas palabras de Zygmunt Bauman: "La verdad que libera a los hombres suele ser la verdad que los hombres prefieren no escuchar". Atticus es una roca, una referencia en una época de "tiempos líquidos", donde la incertidumbre y el relativismo se han impuesto a las certezas. Los prejuicios raciales no son certezas, sino servidumbres que encadenan al hombre al odio y el miedo.

Atticus no siente demasiado aprecio por lo material. Ayuda a sus vecinos pobres, con enorme discreción y delicadeza, pues no quiere herir su orgullo. Acepta defender a los negros, incluso a costa de suscitar incomprensión y rechazo. Es transparente y obra con determinación: quiere hacer el bien y lo hace. No hay asimetría entre sus convicciones y sus actos. Jamás piensa en sí mismo. Es un viudo relativamente joven y atractivo, pero no muestra interés por las mujeres. Su prioridad es cuidar a sus hijos y dejarles como legado una conducta intachable. Sabe que para madurar es necesario contar con un padre que vele por ellos mientras crecen, aprenden, obtienen sus primeros logros y descubren el fracaso. Quiere que sean felices, que no se sientan perdidos, que aprendan a relacionarse con sus semejantes, que superen las inevitables decepciones y no pierdan el fervor por la vida. Su meta no es dejarles un capital material, sino un capital moral. El capital material puede agotarse; el moral, perdura e ilumina la existencia. Quiere que sus hijos sean libres y no débiles. No desprecia la debilidad, pero sabe que la debilidad puede llevar a ser gregario y a dejarse arrastrar por las masas. Es lo que le sucede al grupo de blancos que intentan asaltar la cárcel para linchar a Tom Robinson. Entre ellos, se encuentra un vecino pobre y padre de un niño que asiste al colegio con 'Scout' y 'Jem'. No es un mal hombre, pero la precariedad y la desesperación han ofuscado su mente. Su frustración se alivia participando en un acto de odio. Piensa que de ese modo salva su dignidad herida. En cambio, Atticus es un hombre fuerte, con la dignidad intacta. Su coraje nace de una conciencia vigilante, que no se relaja ni se pavonea. Sabe que todos los seres humanos pueden romperse en un momento dado. Por eso es necesario tender la mano. Si no lo haces, nadie acudirá en tu auxilio cuando la adversidad te golpee.

Boo Radley, un joven vecino con síntomas de autismo, parece lo más opuesto a Atticus: introvertido, con problemas para expresar sus emociones, retraído, inseguro, tímido. Sin embargo, será él quien salve a sus hijos de una brutal agresión. Dostoievski escribió: "Hoy el espíritu humano pierde de vista en todas partes, cosa ridícula, que la única garantía del individuo radica no en su esfuerzo personal aislado, sino en su solidaridad". Atticus no ha olvidado que no hay nada más útil para un hombre que otro hombre. Somos seres sociales y afectivos. Vivir significa establecer vínculos. Entre las muchas virtudes de Atticus, sobresale la de ser un buen padre. Es particularmente conmovedora su expresión de seriedad y consternación cuando escucha a sus hijos hablar de su madre. Los niños están a punto de dormirse. Hablan desde la cama, con una voz somnolienta, mientras él está sentado en el balancín del porche, con la cabeza levemente inclinada y los ojos invadidos por el dolor.

No es menos memorable la escena final, cuando Atticus vela el descanso de sus hijos. 'Scout' dormita en sus brazos y 'Jem' descansa en la cama, con un brazo roto y la cara magullada. Tardarán en superar la agresión que han sufrido, pero están tranquilos, pues su padre no se separará de su lado. Ser padre es un ejercicio de amor y responsabilidad. Atticus es un perfecto educador, con la autoridad que proporciona la coherencia personal. Su ejemplaridad pública, trufada de indulgencia, corre paralela a su ejemplaridad privada, impregnada de ternura. Su casa no es un espacio opaco y cerrado, sino transparente y abierto. Si los muros fueran de cristal, no aparecería el zoo humano de Tennessee Williams, con sus existencias rotas y sus pasiones desordenadas, sino el perfecto equilibrio de una familia que se ama. No hay amargura ni desgarro, pese a la pérdida de la madre. El luto eterno no es ejemplar. El amor de Atticus fructifica en la vida plena de sus hijos, que crecen llenos de alegría. La paternidad es una experiencia baldía si no está bañada por la virtud. No por una virtud abstracta, sino encarnada y cotidiana. Atticus cuida de sus hijos y, al hacerlo, cuida de todos. Sus hijos, como niños, representan el futuro y su hogar irradia esperanza. Su aportación a la comunidad es inconmensurable, pues un hombre bueno siempre despierta el deseo de imitación. Concepción Arenal escribió: "El mejor homenaje que puede tributarse a las personas buenas es imitarlas". Sesenta años después de la publicación de Matar a un ruiseñor, Atticus pervive en la memoria colectiva, induciendo el deseo de hacer del mundo un lugar menos áspero e imperfecto.

@Rafael_Narbona