Cuando el 1 de diciembre de 1955 Rosa Parks se negó a ceder su asiento a un joven blanco en un autobús de Montgomery, Alabama, se puso de manifiesto que la desobediencia no era un acto de rebeldía gratuita, sino un gesto cívico que podía cambiar el rumbo de la historia. La posteridad ha cuestionado el papel de Rosa Parks, afirmando que sólo se trataba de una costurera cansada y no una activista como Irene Morgan Kirkaldy, pionera del movimiento por los derechos civiles, o Ida Bell Wells-Barnett, copropietaria y redactora del periódico antisegregacionista Free Speech, quienes habían protagonizado incidentes similares con anterioridad. En cualquier caso, lo esencial no es señalar quién dio el primer paso, sino destacar la importancia de la desobediencia como motor de cambio y progreso. Cuando los poderes públicos cometen abusos  apoyándose en leyes injustas, la mejor alternativa es desobedecer sin miedo ni vacilación. “Bajo un gobierno que encarcela injustamente –sostiene Henry David Thoreau-, el lugar apropiado para un hombre justo es también la prisión”.  

Thoreau no hace retórica. No es un filósofo alejado de la realidad, que elabora mandatos desde su retiro, eludiendo la confrontación con la realidad, sino un hombre comprometido y consecuente con sus principios. El 24 o 25 de julio de 1846, el recaudador de impuestos local, Sam Staples, le exigió el pago de seis años atrasados. Thoreau se negó, afirmando que se negaba a colaborar con un gobierno que consentía la esclavitud y que se había embarcado en una guerra inmoral contra México. El escritor fue arrestado y pasó una noche entre rejas, pero alguien pagó de forma anónima la fianza, contrariando su voluntad. Circula la leyenda de que Ralph Waldo Emerson lo visitó durante su corto encierro, preguntándole qué hacía allí dentro. Supuestamente, Thoreau contestó: “¿Qué hace usted ahí fuera?”. Cuando dos años más tarde el Concord Lyceum invitó a Thoreau a impartir un ciclo de conferencias, escogió como título Los derechos y los deberes del individuo en relación con el gobierno. Esas disertaciones serían el punto de partida del opúsculo Del deber de la desobediencia civil, que inspiraría a figuras como Lev Tolstói, Mahatma Gandhi y Martin Luther King. Publicado en mayo de 1849 por Elizabeth Peabody en Aesthetic Papers, el texto expresaba tesis que oscilaban entre el anarquismo y el liberalismo, defendiendo la prioridad del individuo sobre el Estado. Thoreau no ocultaba su deuda con La máscara de la anarquía (1819), el poema de Percy Bysshe Shelley donde se exalta a los hombres libres que no se dejan intimidar por los tiranos. Thoreau se identifica con el conocido lema según la cual “el mejor gobierno es el que gobierna menos”, apuntando que la mayoría de las instituciones son perfectamente inútiles e ineficaces. Las repúblicas afirman que representan la voluntad del pueblo, pero lo cierto es que sólo respetan el interés de la minoría más influyente, utilizando la fuerza para neutralizar cualquier objeción o disidencia. No hay razones legítimas para obedecer a un gobierno injusto, pues la conciencia nos ordena primero ser hombres, individuos, conciencias libres y responsables, y sólo después, súbditos.  

Thoreau airea su antimilitarismo, responsabilizando al ejército de deshumanizar a sus soldados. La disciplina aniquila al individuo, transformándolo en masa. Un soldado que ha asumido la obediencia ciega como obligación ineludible ya no es un hombre, sino “una simple sombra, un vestigio de humanidad”. Está de pie, pero podríamos decir que ha sido enterrado por una cadena de mando donde se diluye la responsabilidad última, presentando cada orden como algo necesario e incuestionable. La instrumentalización del ser humano como fuerza de choque despoja al individuo de su racionalidad, rebajándolo a la condición de máquina sin juicio propio ni sentido moral. La cosificación del hombre es la esencia de la tiranía. Sólo unos pocos –“héroes, mártires, reformadores”- se atreven a desobedecer al Estado. A ojos de la ley, se convierten de inmediato en enemigos a los que silenciar, reducir, recluir o incluso exterminar. Estados Unidos se ha arrogado el título de país de la libertad, pero una parte de su población vive sometida a una indigna servidumbre. Aunque considera que es “demasiado temprano” para que los hombres “se rebelen y hagan la revolución”, Thoreau recuerda que el derecho a luchar contra la tiranía es irrenunciable. Estados Unidos “debe dejar de tener esclavos y de hacer la guerra a México, aunque le cueste la existencia como pueblo”.  No hay que esperar a que la mayoría cambie de opinión y vote a favor de la abolición de la esclavitud. Es urgente actuar, ejerciendo una insumisión radical. En la humanidad, no puede haber amos y esclavos, especialmente cuando se dispone de un país de grandes dimensiones y aún sin explorar.

Thoreau aboga por la objeción fiscal. Sería deseable que los cambios sociales y políticos se llevaran a cabo mediante reformas, pero el gobierno, lejos de animar a sus ciudadanos a mantener una actitud vigilante que le ayudara a reconocer y corregir sus errores, “crucifica a Cristo y excomulga a Lutero”. Conviene señalar que libertadores como Washington y Franklin fueron hostigados como criminales. No hay, por tanto, otra opción que desobedecer. Thoreau opina que no son necesarias mayorías cuantitativas para armarse de razón: “Cualquier hombre que sea más justo que sus vecinos, constituye ya una mayoría de uno”. No hay que desanimarse por la magnitud del desafío: “No importa cuán pequeño puede parecer el comienzo: lo que se hace bien, bien hecho está para siempre”. Thoreau perdió su trabajo de maestro por negarse a azotar a sus alumnos, prestó ayuda a esclavos fugitivos y denunció los atropellos cometidos contra los pueblos nativos. El ciudadano que colabora con los actos inmorales de su gobierno pierde su dignidad. No sufre la represión legal, pero se muere por dentro. Thoreau finaliza su alegato con una reflexión utópica: “¿Es la democracia, tal como la conocemos, el último logro posible en materia de gobierno? ¿No es posible dar un paso más hacia el reconocimiento y organización de los derechos del hombre? Nunca habrá un Estado realmente libre e iluminado hasta que reconozca al individuo como poder superior del que deriva su autoridad”.

El siglo XX fue un excelente banco de pruebas para medir el alcance y la oportunidad de la desobediencia civil. En el caso de la Alemania nazi, desobedecer era un imperativo moral. Karl Jaspers y Karl Barth perdieron sus cátedras por negarse a realizar el saludo nazi y jurar fidelidad al Führer. Jaspers, además, rechazó airadamente las presiones para separarse de su esposa judía. Thomas Mann se exilió en Estados Unidos, colaborando con los aliados mediante textos y locuciones radiofónicas. Cuando la brutalidad del régimen se exacerbó hasta extremos inimaginables, los gestos de desobediencia se volvieron inconcebibles y casi absurdos, pero aún surgieron brotes de resistencia pacífica como los de Sophie Scholl y el resto de los integrantes de la Rosa Blanca. El Reich de los mil años se aproximaba a su ocaso wagneriano, pero hizo rodar las cabezas de los insumisos. Los hermanos Scholl fueron condenados a muerte y ejecutados en la guillotina el mismo día en que se dictó la sentencia. La desobediencia civil se ha revelado más fructífera en sociedades democráticas. Gandhi logró la independencia de la India y Martin Luther King el fin de la segregación racial. En nuestros días, ¿qué causas habrían suscitado del apoyo de Thoreau? No me parece honesto formular hipótesis, pues sería una forma ilegítima de explotar su legado. Sólo aventuraré que se habría indignado con los gobiernos dispuestos a permitir que los inmigrantes mueran en el mar o en el desierto con el pretexto de proteger sus fronteras. Tampoco habría transigido con las leyes discriminatorias que aún se aplican en distintos puntos del planeta, escatimando derechos a las minorías. Thoreau elogia la desobediencia no violenta, pero también justifica la insurrección en circunstancias extraordinarias. Conviene recordar su encendida defensa del capitán John Brown, que el 16 de octubre de 1859 asaltó un arsenal federal de Harpers Ferry en Virginia Occidental, protagonizando una épica batalla contra una compañía del ejército bajo el mando de Robert E. Lee. Acusado de traición, fue ahorcado el 2 de diciembre, convirtiéndose en un mártir de la causa abolicionista. La violencia es mala, reconoce Thoreau, pero la esclavitud es peor.

Thoreau considera que sólo es auténticamente libre el que aprende a gobernarse a sí mismo, sin consentir que lo esclavicen las pasiones o los bienes materiales. La vida salvaje nos enseña a poner en práctica el ideal estoico de autarquía. La naturaleza nos impone límites, pero también nos proporciona el coraje necesario para vivir con dignidad, mostrándonos las infinitas posibilidades de una existencia sencilla. La libertad no es un don gratuito, sino el fruto de un largo y complejo aprendizaje. Thoreau murió sin llegar a escribir su planeado ensayo sobre los pueblos nativos de América del Norte, a los que siempre admiró por haber sabido fundirse con la naturaleza, sin perturbar su equilibrio. Fue una pena que su proyecto no se materializara, pero es fácil colegir que habría elogiado la espontaneidad e inmediatez del “hombre de rostro rojo”, su capacidad de vivir el instante sin dejarse afligir por el incierto mañana y su apego a la libertad, el bien más preciado que un hombre puede anhelar. Emerson escribió: “Pensamos que nuestra civilización se encuentra en el cenit, pero apenas si ha despuntado la estrella de la mañana  y cantado el gallo”. Thoreau expresó la misma idea al final de Walden: “La luz que ciega nuestros ojos es nuestra oscuridad. […] El sol no es sino la estrella de la mañana”. La humanidad sólo podrá avanzar hacia ese mañana recordando a los gobiernos que siempre habrá un individuo dispuesto a recoger la antorcha de la desobediencia. Un simple gesto como el de Rosa Parks puso en movimiento una lucha que redimió a una nación, acabando con la injusticia de la segregación. “La no violencia –afirmó Martin Luther King, discípulo egregio de Thoreau- no es pasividad estéril, sino una fuerza colosal que puede transformar el mundo”.

@Rafael_Narbona