[caption id="attachment_480" width="560"]

Xavier Zubiri[/caption]

Desde sus inicios, la filosofía española –tantas veces menospreciada e incluso negada como un capítulo más de la historia del pensamiento– nace con una vocación de claridad. Jaime Balmes exalta el sentido común como “una ley de nuestro espíritu” que brota de una inclinación natural. Ese impulso no conduce hacia la razón, una obra de la inteligencia, sino hacia la vida, que desborda cualquier creación puramente intelectual. En la misma línea, Ortega y Gasset entiende que lo primario no es el concepto, sino la vivencia. Si la vida es la primera certeza indubitable, el pensamiento no puede divorciarse del mundo, extraviándose en estériles y hueros tecnicismos. La claridad no implica simplificar, sino pensar con rigor y precisión. Discípulo de Ortega, al que conoció en 1919, Xabier Zubiri (San Sebastián, 1898-Madrid, 1983) aplicó con fecundidad esta fórmula, elaborando una obra filosófica que clarifica la peculiaridad del ser humano, una apertura inconcebible sin un fundamento que instaura y posibilita su existir. Sacerdote secularizado, su ontología puede interpretarse como una refutación del nihilismo existencial de Meursault, sin otra certidumbre que el hálito oscuro de un muerte inminente y absurda.

La obra de Zubiri no es extensa. Exigente, meticuloso, profundo, cuando en 1944 apareció Naturaleza, Historia, Dios, sólo había entregado a la imprenta otro libro, Ensayo de una teoría fenomenológica del juicio, su tesis doctoral, presentada en 1921 y publicada en 1923. Dirigida por Ortega, constituía el primer estudio sobre Husserl fuera del ámbito cultural germánico. Naturaleza, Historia, Dios, reúne un conjunto de trabajos publicados entre 1932 y 1942: artículos, prólogos, pequeños ensayos. Con una sólida formación en física, matemáticas, biología, filosofía y teología, Zubiri rastrea la plenitud de la vida, señalando que sólo Dios disfruta de la dicha proporcionada por el conocimiento perfecto. Los hombres atisbamos esa felicidad de forma incompleta, pues sólo somos filósofos, “amigos del saber de lo más real de la realidad, de un saber que nos permite ser lo más real de nosotros mismos”. Para Zubiri, la filosofía representa la cima del saber humano. El saber técnico o historiográfico concentra sus esfuerzos en las aplicaciones prácticas o en la descripción de los hechos. Por el contrario, el saber filosófico estudia “las cosas en cuanto son”. Por su propia índole, el objeto de la filosofía “huye”, escapa del conocimiento. Sólo puede ser captado mediante la reflexión, nunca mediante una intuición o sensación. “Mientras la ciencia versa sobre un objeto que ya se tiene con claridad, la filosofía es el esfuerzo por la progresiva constitución intelectual de su propio objeto, la violencia por sacarlo de su constitutiva latencia a una efectiva patencia”. La filosofía puede emerger de la subjetividad, pero no se hace con subjetividad, sino con un laborioso proceso de maduración que permite al pensar filosófico abrirse paso en nuestro interior, con independencia de nuestro punto de partida. “No es la filosofía obra del filósofo, sino el filósofo obra de la filosofía”.

Es imposible comentar en esta nota la totalidad de Naturaleza, Historia, Dios. Me limitaré a desbrozar “En torno al problema de Dios”, uno de los ensayos más representativos. Zubiri se pregunta si realmente Dios constituye un problema para la filosofía. No pretende examinar las pruebas sobre la existencia de Dios, ni describir la naturaleza divina. Sólo intenta averiguar si Dios es un problema filosófico, como lo es la existencia del mundo exterior. El realismo afirma que el mundo exterior se impone como una evidencia inmediata; el idealismo sostiene que sólo hay hechos de conciencia. Este debate no se plantearía si el sujeto no se hallara estructuralmente abierto a las cosas. “La exterioridad del mundo no es un simple factum –escribe Zubiri–, sino la estructura ontológica formal del sujeto humano”. El sujeto y las cosas no pueden sumarse como una contingencia meramente posible. Ser sujeto significa estar abierto a las cosas. El hombre no sería nada sin las cosas, pero las cosas no surgirían sin la apertura del sujeto, que posibilita la manifestación del mundo exterior. ¿Será Dios un elemento más en esta apertura, un factum que a veces nos pasa desapercibido? ¿Hay alguna forma de percibir inequívocamente su existencia? ¿Se puede adquirir un conocimiento de Dios? ¿O quizás sólo es un sentimiento, algo que vibra en el corazón? Lejos de las pruebas tradicionales o las vivencias personales, Zubiri sostiene que “el ser mismo del hombre es constitutivamente un ser en Dios”.

El hombre no es simple biología. El hombre “vive para ser” y trascender. No es mera vida, sino persona y la persona se halla “implantada en el ser para realizarse”. Para el hombre, la vida es algo impuesto, algo a lo que está atado. “Estamos obligados a existir porque previamente estamos religados a lo que nos hace existir”. No sería correcto decir que estamos sometidos, sino “vinculados a algo que no es extrínseco, sino que, previamente, nos hace ser”. La religación nos revela “la fundamentalidad de la existencia humana”, que no es “la mera causa de que seamos de una manera u otra, sino de que estemos siendo”. Fundamento significa raíz y apoyo. Fundamento es la existencia que precede al ser y posibilita su despliegue. En tanto persona, “el hombre consiste en religación o religión” a ese fundamento. A diferencia de Heidegger, Zubiri opina que “la existencia humana, no está solamente arrojada entre las cosas, sino religada por su raíz”. La religación no es una cualidad o una propiedad. Es “una dimensión formal del ser personal humano”.

El fenómeno primario de la religación “no nos coloca ante la realidad precisa de un Dios, pero abre ante nosotros el ámbito de la deidad, y nos instala constitutivamente en él”. Para Zubiri, el ateísmo es una forma de encubrimiento de nuestra condición de seres fundados, fundamentados. El ateo se siente “desligado”, desarraigado. Por eso, contempla la muerte con el temor que produce el vacío, el no-ser. En cambio, el hombre que se siente “religado”, enraizado, fundamentado, acepta morir como “justo coronamiento de su ser”. El pecado original alejó al ser humano de Dios, condenándole a buscarlo a tientas, como el que camina entre sombras. El pensar filosófico abre el claro que propicia el reencuentro, a veces como simple huella. Zubiri sabe que nada a contracorriente: “Los que no somos ateos, somos lo que somos, a despecho de nuestro tiempo, como los ateos de otras épocas lo fueron a despecho del suyo”.

Indudablemente, Dios constituye un problema para la filosofía, pues pensar significa ir a la raíz de las cosas. Llamamos Dios a ese origen que precede al ser y explica su aparecer, pero –como reconoce Zubiri– sin los datos de la revelación cristiana, desconoceríamos su naturaleza. El escándalo de la fe cada vez resulta más incomprensible, particularmente cuando las ciencias naturales no cesan de progresar y dilatar nuestro conocimiento del mundo empírico. No obstante, sigue en pie la perplejidad ante un universo que nos resistimos a explicar como un simple producto del azar y no de la necesidad. El impulso de trascender no es una herencia biológica, sino un aspecto constitutivo de nuestro ser personal. La ciencia produce métodos, herramientas, pero no sentido. En un tiempo de grandes logros prácticos, el hombre se siente perdido, anonadado, dispersado. Su soledad y angustia crecen al mismo ritmo que las innovaciones materiales, propagando un intolerable sentimiento de provisionalidad. Buen conocedor de la física atómica y la mecánica cuántica, Zubiri apunta que los problemas planteados por los nuevos hallazgos no conciernen tan sólo al terreno del saber científico. “Se trata, en última instancia, de un problema de ontología de la Naturaleza. […] La ciencia positiva no es más que el reverso de la ontología. […] La ciencia sola podrá pedir un nuevo concepto de Naturaleza, e incluso desecharlo; pero, por sí sola, no puede crearlo. Sin Aristóteles, no hubiera habido física. Sin la ontología y la teologías medievales hubiera sido imposible Galileo”.

Dios es el primer y el último problema filosófico, pues aborda el aspecto esencial de nuestro ser personal, de nuestra peculiaridad como sujetos implantados en la existencia. No podemos ignorar esta cuestión, sin renunciar a pensar sobre nosotros mismos y sobre nuestras posibilidades de conocer, comprender, obrar y esperar. Si rehuimos o negamos este conflicto, nos exponemos a seguir los pasos de Meursault, paradójicamente anegado en su propia oscuridad, mientras camina bajo el sol llameante de una playa argelina, con su trágico destino agazapado en su alma vacía, desesperanzada e incapaz de amar.

 

Nota bibliográfica: He consultado la edición de 1959 de Naturaleza, Historia, Dios (Madrid, Editora Nacional). En 2013, Alianza Editorial publicó una edición ampliada y depurada.