Una imagen de 'Romancero'

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En plan serie

'Romancero', la serie: Lorca y los vampiros

La serie de Fernando Navarro es una atrevida vindicación de la serie B bien entendida que haría un estupendo programa doble con 'Nuevo sabor a cereza'.

4 noviembre, 2023 02:20

El nombre de Fernando Navarro (Granada, 1980) siempre ha ido asociado al cine de género –ahí están sus coparticipaciones en los guiones de Toro (Kike Maíllo, 2016), Verónica (Paco Plaza, 2017), Orígenes secretos (David Galán Galindo, 2020) o Bajocero (Luís Quílez, 2021)- y a una muy particular concepción de la narrativa pulp y de las referencias a la serie B que solidificaron en aquel romancero agitanado que fue Malaventura (Impedimenta, 2022), compendio de relatos afilados, pulidos de retórica, secos y certeros como un taconeo o un tiro entre ceja y ceja (algo de percutivo tiene, también, la escritura de Navarro).

Bandoleros, palizas, una mujer barbera, asesinatos, desamores trágicos, un pantano que engullirá a un pueblo, zagales que miran a la muerte como si fuese una vecina… Un mosaico de historias labradas por la derrota y unidas por el yeso terroso del levante andaluz (entre Almería y Granada), un paisaje árido e inhóspito que se extendía a través de las páginas del libro como el sustrato mitológico sobre el que germinaban como arbustos resecos todos aquellos cuentos infelices.

A ese territorio legendario de desiertos infinitos salpicados por pueblos diminutos, lugareños malencarados y guardia civiles hoscos regresa el guionista granadino en la que quizá sea su obra más personal, este Romancero que, en buena parte, no poco le debe a su primer trabajo literario. Aunque los dictámenes de la serialidad obligan a establecer determinadas pautas de continuidad, Navarro, que está vez escribe en solitario, se las ingenia para armar una estructura de puro heterodoxa, arriesgadísima.

Todo brota de una minúscula larva dramática, la huida a lo largo de una noche que parece no acabar de dos adolescentes por un mar de tierra baldía mientras una turba de pueblerinos enfebrecidos les persigue sin motivo aparente. Él es Jordán (Sasha Cócola), ella Cornelia (Elena Matic) y los dos tienen algo que ver con la muerte del padre del chico (más ella, vampira recién graduada, que él).

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De ese arranque frankensteiniano (versión James Whale) y la posterior investigación que llevan a cabo la pareja de la benemérita formada por Teo (Guillermo Toledo) y Sorroche (Ricardo Gómez), se extienden los tentáculos dramatúrgicos en un despliegue retroactivo, de manera que la narración en presente (concentrada en la noche de la persecución) se verá tensada por los continuos flashbacks que darán cuenta del pasado no solo de los chavales y de los agentes, sino también del periplo evangelizador de un autobús que de día vende la fe de Cristo a los habitantes del pueblo y de noche se entrega al desenfreno nigromante y a la caza de vampiros
(la cara oculta de una lucha entre el bien y el mal, sin duda la parte menos lograda de la función, con una villana esterotipada mitad versión satánica del Doctor Gang del Inspector Gadget, mitad speaker de la campaña de HazteOir).

Ni Fernando Navarro ni, al parecer, sus productores, temen la fragmentación argumental de una historia mínima ni la constante aparición de comentarios a propósito de la realidad social de un entorno muy concreto, todo ello bien disimulado bajo el disfraz del género. Se puede alegar que la ruptura de la linealidad no es más que un mecanismo caprichoso que busca crear cierto interés en el espectador alterando el modo en el que se le dosifica la información.

Sin embargo, ese despiece de la cronología se adapta a la psicología de una galería de personajes destrozados, atravesados por traumas profundos e inconfesables, inestables como un barril de nitroglicerina en una piscina de bolas. Personajes rotos, estructura fragmentaria.

Ahora bien, si uno se detiene a analizar ese ordenamiento verá que el primer episodio funciona como prólogo/presentación de la historia, el segundo supone una primera analepsis situada en las horas anteriores a los sucesos desencadenantes del relato y se centra en el pasado inmediato de los dos guardias civiles para finalizar justo después del asesinato del padre de Jordán, mientras que el tercero incorpora un nuevo flashback que nos cuenta qué les sucedió al chaval y a Cornelia en ese mismo lapso para terminar mostrándonos el homicidio del padre del chico (la narración va hacia atrás pero, al tiempo y con el cambio de punto de vista, avanza y evita reiterarse).

Esos dos episodios también nos ayudan a aclarar algunas vicisitudes difícilmente explicables en el inicio: cuando vemos las compañías que frecuenta Jordán deja de sorprendernos que en el piloto sea capaz no ya de conducir un coche sino de hacerle un puente. Por lo demás, la estructura sigue quebrándose en las tres partes siguientes.

El cuarto capítulo nos devuelve al presente, mientras que el quinto reconstruye el pasado más lejano de Cornelia y lo combina con las consecuencias de la investigación, concentrando el episodio final el desenlace de la historia (sin renunciar a esas puntuales vueltas al pasado presentes en todos los capítulos salvo en el primero).

'Romancero'

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En cuanto a ese costumbrismo deformado por la irrupción de lo fantástico –esa mezcla entre leyenda y realidad- se lee siempre como un añadido a la aventura. Los apuntes acerca de la explotación de los migrantes en el campo almeriense, la pervivencia de una violencia atávica y unidireccional en el seno familiar, el orgullo anacrónico con el que los garantes del sistema vindican un pasado paradójicamente antidemocrático, los intereses espurios que subyacen a la pedagogía religiosa y el final que Navarro les da a esos personajes no pueden (o no deberían) caer en saco roto a la hora de evaluar el posicionamiento político de Romancero; porque en la serie B –y aquí la be es la be de bueno- esa lectura a propósito del presente camuflada detrás de la peripecia siempre estuvo ahí, ya sea en Zombi (George A. Romero, 1978) o en Están vivos (John Carpenter, 1988).

En esa escritura retrospectiva que nos lleva a conocer el pasado de los protagonistas de esta serie coral, se palpa el esfuerzo por trascender los arquetipos, por otra parte tan propios de los referentes que se manejan. En un mundo en el que la bondad es casi imposible de identificar, en el que vecinos y autoridades se conducen con impía violencia (y en el que uno no distingue la monstruosidad de los vampiros de la de la gente corriente), Navarro asfalta una carretera de dos direcciones para que sus guardias civiles se desplacen en sentidos opuestos: Sorroche, un agente racista, visceral y efectivo viajará hasta el corazón de su trauma, mientras que Teo, el tipo conciliador de la pareja, se nos descubrirá como un depredador vestido de árbitro de la moderación -Ricardo Gómez y Guillermo Toledo buscando el envés de sus respectivas carreras encarnando a tipos oscuros con enorme aplomo; especialmente turbio, por menos directo, resulta el personaje de Toledo y su enfermiza relación con las mujeres, ya sea su hermana o la Carmen (Belén Cuesta), la madre de Jordán-.

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En esas descripciones hay un gusto por los detalles coloristas (familias rotas que ven First Dates, policías nostálgicos que escuchan a Julio Iglesias a todo trapo -¡ese arranque del capítulo segundo!), apoyadas todas ellas en la apertura de nuevos arcos dramáticos que llegan muy tarde para lo que acostumbramos y que suponen nuevas maneras de abordar la escritura seriada propias de la contemporaneidad: lo que aquí sucede con la vidente que interpreta Mona Martínez es similar a lo que hacen Javier Calvo y Javier Ambrossi en el final de La mesías con el personaje de Laia Marull.

'Romancero'

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En lo estético, la dirección de Tomás Peña se muestra víctima de una erudición calculada. Mientras que el poso dramático establece un abanico referencial bastante amplio que juega con la tradición lorquiana, el vampirismo y las road-movies -imposible no pensar en Los viajeros de la noche (Kathryn Bigelow, 1987)-, el anclaje geográfico es tan determinante (o debería serlo) que algunas guiños estrictamente visuales (todo lo referido al anime, que es mucho) se antojan como operaciones mercadotécnicas destinadas a contentar a un target muy concreto (amén de amplio y al alcance de una plataforma planetaria como Prime Video).

Viendo el material de partida, uno entiende que Romancero está más cerca del díptico español firmado por Guillermo del Toro en la primera década del siglo XXI que de Junji Ito, y sobre todo que, mezclar referentes tan dispares impide que el conjunto fluya con organicidad. Resulta sintomática la inclusión del tema de Wim Mertens Maximing The Audience para acompañar una imagen que recuerda a ciertos tropos del terror japonés, como si esa cita valiese como declaración de intenciones de una serie que aprieta menos de lo que abarca.

Para entendernos, cuando desde la realización se juega con la dilatación del tiempo – el tenso plano secuencia del segundo episodio en el que Sorroche acude a un bar en el que se reúnen los inmigrantes que trabajan en el campo; la persecución en el interior del centro comercial en el cuarto capítulo- se remite a propuestas que están claramente vinculadas con los espacios en los que se desarrollan las mentadas situaciones, de Sergio Leone a George A. Romero, aquí el mall convertido en ese no lugar habitado por adolescentes perdidos que también recuerda al Bonello de Nocturama (2016).

Sin embargo, los ataques de ansiedad provocados por la sed de sangre que experimenta Cornelia (que tiran de efecto flash y montaje sincopado) o algunos
trucajes forzados, como el del espejo del cuarto capítulo para que veamos la nueva identidad adoptada por los dos adolescentes (y la identificación entre ambos), recurren al efectismo para remarcar lo que ya es evidente.

Al margen de estos apuntes y de algún flashback sonrojante (el de las fiesta del pueblo en el episodio final), Romancero es una atrevida vindicación de la serie B bien entendida que haría un estupendo programa doble con la ya seguramente olvidada por muchos Nuevo sabor a cereza (Nick Antosca & Lenore Zion, 2021).

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