No hay nada mejor que presentarse con una mentira. En realidad, Crematorio (2011) no fue la serie que lo cambió todo. O quizá sí, pero no puede atribuírsele la condición de fenómeno aislado, de rara avis surgida por generación espontánea que invalida la discusión sobre si fue primero el huevo o la gallina. 

Comencemos con los descartes. La serie escrita por los hermanos Jorge y Alberto Sánchez-Cabezudo y Laura Sarmiento fue el pico de un tenue movimiento sísmico que se había iniciado apenas seis meses antes con los estrenos de ¿Qué fue de Jorge Sanz? (David Trueba & Jorge Sanz, 2010-2017) y Todas las mujeres (Mariano Barroso, 2010). La primera supuso el debut en la producción de Canal +, en colaboración con Buenavida Producciones y Perdidos G.C., y defendía un modelo de comedia de raíces anglosajonas (de Ricky Gervais a Larry David) con escasa tradición en nuestro país, por más que el resultado fuera harto reconocible y asimilara a la perfección el injerto de referentes foráneos. Todas las mujeres, estrenada apenas un mes después, fue el primer original del canal TNT, por aquel entonces alojado en la plataforma de emisión vía satélite Digital +. El drama escrito por Mariano Barroso y su guionista de cabecera, Alejandro Hernández, rompía con los estándares fijados por la industria televisiva del momento, que apostaba por teleseries de formato extenso que dominaran el horario de prime-time de la tv en abierto (piensen en Águila Roja o Hospital Central, las dos en emisión en aquel tiempo). Trabajar para un canal alojado en una plataforma de pago conllevaba ventajas creativas, como apostar por una duración cortísima para la época si se obvian las sitcom -seis episodios de 25 minutos- o endurecer la narración mirándose en obras teatrales de autores como David Mamet o Sam Shepard. Ahora bien, si la incursión cómica de David Trueba y Jorge Sanz obtuvo cierto respaldo crítico (repasen la hemeroteca), Todas las mujeres tuvo que reconvertirse en un largometraje de 90 minutos para recibir los aplausos de la prensa y el reconocimiento del sector, que la premió con un Goya al mejor guion. Un detalle: la serie se emitió a finales de 2010, la película vio la luz en el Festival de Málaga de… 2013. 

Había, pues, una pequeña lámina de sedimentos sobre la que poder levantar una serie que se desentendiera de las pautas dominantes. En ese sentido, Crematorio tampoco descubrió una nueva veta, sino que optó por el socorrido recurso de la adaptación, algo que en la ficción serial televisiva patria venía practicándose desde tiempos inmemoriales a través de TVE, como bien recuerda este artículo de Manuel Hidalgo: ahí están Cañas y barro (Rafael Romero Marchent/Vicente Blasco Ibáñez en 1978); Fortunata y Jacinta (Mario Camus/Benito Pérez Galdós en 1980); Las aventuras de Pepe Carvalho (Adolfo Aristarain/Manuel Vázquez Montalbán en 1986); El Quijote de Miguel de Cervantes (Manuel Gutiérrez Aragón/Miguel de Cervantes en 1991) o La regenta (Fernando Méndez-Leite/Leopoldo Alas ‘Clarín’ en 1995). 

En todo caso, los hermanos Sánchez-Cabezudo, de la mano de la productora Mod con Fernando Bovaira a la cabeza, reabrieron la vía muerta de las adaptaciones literarias de autores de prestigio asumiendo el reto de reorganizar la bizantina arquitectura con la que Rafael Chirbes ordenó el retrato moral de un modelo de sociedad carcomida por la podredumbre y condenada a la autodestrucción. 

Crematorio - Trailer 1

El cambio de perspectiva industrial, con una plataforma de pago que tras siete años de existencia incursionó en la producción de originales, el lanzamiento de dos teleseries que rompían con los patrones de la época y su relativa buena acogida, el éxito del original literario, que se había hecho con el Premio Nacional de Crítica en 2007, y el vínculo con una determinada tradición (la de las adaptaciones de reconocidas novelas para televisión) fueron los cimientos sobre los que se alzó Crematorio. ¿Cuáles son, entonces, los factores diferenciales de la serie? ¿Qué la hace nueva o, como poco, digna de ser recordada diez años después como ejemplo de excelencia? En primer lugar, y a nivel puramente cuantitativo, la miniserie de Canal + abrazaba la duración propia de las ficciones internacionales (50 minutos por episodio), apartándose de esa suerte de monocultivo extensivo que daba como fruto capítulos de entre 70 y 90 minutos: solo hace falta echarle un ojo a los éxitos ‘generalistas’ de aquellos días, de El barco (Iván Escobar & Alex Pina, 2011-2013) a Gran Hotel (Ramón Campos & Gema R. Neira, 2011-2013) pasando por Los misterios de Laura (Javier Holgado & Carlos Vila, 2009-2014). El diseño de los títulos de crédito y la sintonía -el ‘Cruzando el paraíso’ de Loquillo- ya daban una idea de que estábamos ante algo distinto. 

Aún a riesgo de incurrir en una burda generalización, no parece poco juicioso afirmar que la serialidad televisiva española, desde mediados de los noventa y hasta la llegada de Crematorio, se caracterizaba no solo por su blandura crítica, impuesta a su vez por un contexto que exigía producciones que gustaran a toda la familia y contenidos que no generaran excesivas controversias, sino también por desviar la mirada sobre la realidad de un país atosigado por el paro (cerró el año con más 5 millones de desempleados) y asolado por el hundimiento de las cajas de ahorros (CAM, Nova Caixa Galicia, Catalunya Caixa) y los casos de corrupción (Gürtel estalló en febrero de 2009, dos años después de la publicación de la novela y dos antes del lanzamiento de la serie). 

La novela de Chirbes, ambientada en la ficticia localidad costera de Misent, filtraba por el alambique de la literatura introspectiva el contenido de sumarios como el de caso Brugal, destapado en 2006, que incluía delitos de extorsión, sobornos y tráfico de influencias en la adjudicación de contratos públicos en concursos de gestión del servicio de recogida de basuras de distintos municipios de la provincia de Alicante gobernados por el Partido Popular. De hecho, el escritor de Tavernes de Valldigna testamentaba un fracaso general por el que permea, en segundo plano, un implacable retrato de la corrupción valenciana, una corrupción vinculada a la explotación urbanística, al turismo descontrolado y a la deforestación, pero también a la financiación ilegal de los grupos políticos de la zona. Crematorio es esa postal de la costa de Benidorm que reposa en el expositor rojo de una gasolinera, una postal quemada por el sol, afeada por el mal gusto del fotógrafo y desgastada por los arañazos del salitre. Es una novela incómoda, desapacible.

Uno de los valores de la adaptación radicó en reflejar una problemática actual -Francisco Camps dimitió en julio de aquel año-, una lacra cuyas proporciones se calculan en millones de euros esquilmados del erario que no formaba parte del grueso de temas a abordar por parte de la ficción audiovisual española de la época. ¿Cuántas series y cuántos largometrajes sobre la corrupción se filmaron en España entre 2000 y 2015? Se cuentan con los dedos de una mano (citemos, por poner el mejor ejemplo posible, La caja 507 de Enrique Urbizu). Crematorio habló de lo que tocaba cuando tocaba. Contraviniendo la práctica establecida por una de las tradiciones de nuestra ficción televisiva, aquí no se partió de un material literario vinculado a otro tiempo, sino que se tiró de un hito de la literatura contemporánea que, a su vez, daba cuenta de una realidad no ya inmediata sino simultánea, un ejercicio de espeleología mental que se adentraba en las cabezas de los pequeños emperadores del ladrillo, de sus matones maltratados por el alcohol, la cocaína y el amor confundido no se sabe si por o con el sexo, de los concejales que ponen a disposición del mejor postor sus dotes para alcanzar consensos o de los hijos que repudian una herencia que no hace distinciones entre lo económico y lo genético (uno puede renunciar al apellido de su padre pero no al color de ojos, ni a esa mirada torva que no puede aprenderse, ni a esos inusitados ataques de ira que te desbordan cuando los planes no salen como estaban previstos, lo mismo da un permiso de obras denegado que una reserva mal tomada en un restaurante). 

Adaptar la novela de Chirbes no era empresa fácil, más teniendo en cuenta que sus indagaciones en el microcosmos familiar de los Bertomeu se acercan de manera un tanto críptica al fenómeno de la corrupción, situándose en las antípodas de la claridad noir de la narrativa de Ferran Torrent, alejándose del relato criminal que Víctor Santos plantea en el cómic Intachable. 30 años de corrupción o del portrait periodístico que traza Francesc Arabí en Ciudadano Zaplana, obras con las que original literario establece relaciones tan tangenciales como jugosas. Cada capítulo del libro es como un bloque de apartamentos: compacto, sin fisuras, monolítico en un sentido totémico. No hay puntos y aparte, las voces de los personajes se intercalan, también los tiempos; te arrastra como una riada de cemento fresco recién vomitado por la hormigonera. Como apuntó Ángel Basanta en su crítica de la novela “comienza y acaba con la rememoración de Rubén, en primera persona, construida en monodiálogo con su hermano difunto (cap. 1) y con Silvia (cap. 13). En el medio se suceden las rememoraciones de otros personajes dirigidas por un narrador omnisciente que adopta la visión del protagonista de cada capítulo, expresada por medio del estilo indirecto y directo libres, con diálogos recordados fundidos en el tejido narrativo y ráfagas de monólogos interiores”. A poco que uno se pare a pensar, Crematorio ‘la serie’ es más una versión libre de Crematorio ‘la novela’ que una adaptación. Y lo es porque el texto de Chirbes es irreductible, abomina de la narración causal, la ventolera del lenguaje llena de polvo su mínima fachada policiaca hasta hacerla prácticamente invisible (de ser, sería un thriller introspectivo), es una novela que abjura de la trama o que la enmaraña detrás de la celosía que forman las enredaderas mentales que recubren una galería de personajes torturados, derrotados, finales. 

El escribano hortelano - Crematorio 01x02 - 14/03/11

La versión de los hermanos Sánchez-Cabezudo y Laura Sarmiento desbroza las 424 páginas del libro hasta encontrar aquellos asideros sobre los que enganchar el cordaje argumental necesario para abordar, por otros derroteros, las mismas problemáticas que enfrenta Chirbes en su libro: “el testamento de alguien que ha fracasado y no deja más que deudas y ruinas”. Una frase (“si muchos tienen mucho dinero, el dinero pierde interés”), un pasaje (el viaje a Manhattan de Rubén con su hija Silvia), una deriva ideológica (el Matías que pasó de revolucionario a agricultor ecologista)… El guion dibuja puntos sobre un folio en blanco y va trazando una línea de drama que necesita de acontecimientos y de intrigas para unirlos, modifica la esencia de algunos personajes -el Sarcós que interpreta el impetuoso Vicente Romero no es el de la novela- y ha de eliminar a otros en aras de la concreción. El esqueleto de la serie nos muestra un presente en el que se narra la caída paulatina e inapelable de Rubén Bertomeu (José Sancho en el papel de su vida), cada episodio estará salpicado por un flashback que remite al pasado del arquitecto metido a promotor, que jalona los hitos de su ascenso hasta las cumbres de la riqueza. Dos incidentes imprevistos -una furgoneta que se salta un stop cargada de cadáveres y el intento de escapada del que fuera mano derecha de Bertomeu, Ramón Collado (Pep Tosar), con una prostituta- iniciarán un efecto dominó que concluirá con el inicio de un proceso judicial que incluye testaferros, relaciones directas con la mafia rusa, delitos de tráfico de influencias, soborno, extorsión y agresión, especulación fraudulenta y casi cualquier violación del código penal que se puedan imaginar. 

Los guiones de Crematorio conservan la complejidad de los personajes de la obra matriz, ese diseño anguloso que no disimula la feroz denuncia de una situación límite pero que siempre proporciona espacios en los que colocar verdades dolorosas como astillas bajo las uñas  –“frente a la cháchara de los biempensantes, el malo tiene una indigerible dosis de realidad” afirmaba el propio Chirbes- pronunciadas por tipos oscuros como ese Rubén Bertomeu que nada tiene que envidiarle a Tony Soprano (James Gandolfini). El tratamiento visual está en consonancia con la composición aristada de esos roles. Si la novela está envuelta en el sudario de la muerte de Matías, el hermano supuestamente idealista de Rubén Bertomeu, la teleficción se apropia de ese motivo funerario para fijar una estructura circular que, en la línea de El padrino (Francis Ford Coppola, 1972), se inicia y se termina con una ceremonia: la primera parte de la saga de los Corleone arrancaba con una boda y terminaba con un bautizo y Crematorio empieza y acaba con un entierro. Las similitudes van más allá de este guiño en la disposición argumental: en ‘Toda la paz del mediterráneo’ (1.01) la orden que se le da al hijo del propietario de la funeraria para que celebre el oficio en casa de los Bertomeu recuerda al favor que Vito Corleone (Marlon Brando) le pide a Bonasera (Salvatore Corsitto) para que adecente el cadáver se su hijo Sonny (James Caan) y otro tanto sucede con la atención de peticiones durante el funeral que también remite al inicio de la primera parte de la trilogía (la reciprocidad que existe entre Bonasera-Vito es idéntica al tipo de relaciones que Rubén establece con el resto de personajes de Crematorio: favor con favor se paga).

Rubén Bertomeu es el detentor del poder, tal y como constata la secuencia de entrada al velatorio (foto superior), primero con un apenas perceptible travelling de avance que lo toma de espaldas mientras los asistentes lo contemplan (él es el objeto de todas las miradas y está colocado al revés que el resto) seguido del contraplano que lo acompaña con un movimiento de retroceso, los invitados formando un pasillo humano, hasta el ataúd donde reposa su hermano. Todo gravita a su alrededor como todo se ordenaba en torno a la figura de Vito Corleone en la primera secuencia de El padrino, aquella en la que Bonasera acude a pedirle un favor y que Coppola rueda con un travelling de retroceso que va de un primer plano del rostro del peticionario hasta un plano medio largo en el que, de espaldas, el capo de los Corleone ocupará el primer termino del encuadre, empequeñeciendo a su interlocutor y fijando su dominio.

Los parecidos no terminan aquí. La relación entre Rubén y su hija Silvia (una Alicia Borrachero dura como un yunque) no es tan distinta de la que une a Vito y a su hijo Michael (Al Pacino), alguien ajeno a los tejemanejes de su padre que terminará haciéndose cargo del negocio familiar. En la mítica secuencia del relevo generacional, vemos al pequeño de los Corleone recibir las bendiciones de los que serán sus súbditos en el despacho que ocupaba su progenitor. En el final Crematorio, Silvia, que desaprobaba por completo las acciones de su padre, se sentará en la silla que ocupaba su padre en las oficinas de la compañía y, al igual que en el filme de Coppola, Jorge Sánchez-Cabezudo rodará esa escena con un reencuadre que apela a la fatalidad que parece rodear a los Corleone y a los Bertomeu, a la imposibilidad de que los hijos escapen al destino de los padres. Es evidente que existen diferencias entre una imagen y la otra: en El padrino el reencuadre es mucho más pronunciado (el mundo en el que él vive es más hermético aún que el de los Bertomeu) y Michael, que tiene un imperio que heredar, aparecerá rodeado de gente; Silvia, que recibe “deudas y ruinas” como legado, estará sola. Esas variaciones compositivas obedecen, lógicamente, a las diferencias narrativas existentes entre una y otra historia, por más que las concomitancias entre ambas resulten innegables (para testar el grado de evolución que experimenta el relato solo hace falta reparar en la multitud que acude al primer funeral y la soledad -ese plano general en la puerta del tanatorio- que preside el segundo).

El trabajo visual de la serie no se limita al expresivo manejo de referencias, sino que presenta numerosos detalles de puesta en escena infrecuentes en la ficción serial televisiva que se producía en España en aquel momento. El más notorio pasa por el empleo de escalas amplias y la aplicación de una labor compositiva que no busca el preciosismo ni la ilustración, sino dar cuenta de la transformación de un paisaje natural devorado por las atrocidades urbanísticas y definir a los personajes, un recurso que han explotado con sabiduría series como Gomorra (Leonardo Fasoli, Stefano Bises, Ludovica Rampoldi & Roberto Saviano, 2014-?). Valga como ejemplo el momento en que Rubén recibe la noticia del esperado fallecimiento de su hermano. Esa secuencia se cierra con un plano general del constructor mirando al mar desde una terraza herrumbrosa (foto inferior): al fondo la ciudad que él ha levantado, bloques y bloques de pisos que ahogan el espacio, alzándose infranqueables como los trece capítulos de la novela de Chirbes; en el centro, Bertomeu observa el horizonte rodeado por barandillas y pilares oxidados, en lo que supone una suerte de proyección de su estado mental (carcomido, debilitado), un encuadre que, a su vez y en virtud de su composición, avanza el final que le espera. 

El plano que cierra el capítulo inaugural también merece un aparte (foto inferior). Se sitúa en el picadero propiedad de Bertomeu, aunque está a nombre de uno de sus testaferros, que no es otro que el propietario de la funeraria, Valentín Alonso. La policía ha iniciado unas excavaciones en el lugar después de saber que el destino de la furgoneta que, casualmente, pararon dos agentes de la Guardia Civil tras saltarse un stop no era otro que el recinto para adiestramiento caballar, donde se dirigía para quemar los cadáveres de los últimos muertos de la localidad y así ahorrarse el gasto de la incineración. Las labores de desentierro revelan la existencia de restos humanos, fruto del desvío de la actividad crematoria de la empresa de pompas fúnebres incluidos en su plan de ahorro de costes, pero, para sorpresa de todos, también se topan con numerosos esqueletos equinos. El plano final, tomado con una grúa, se eleva sobre la pirámide de huesos de caballo para, desde lo alto, ofrecer una visión borrosa -sin forzar la profundidad de campo- de la línea de costa iluminada por las luces de los apartamentos que más que verse se intuyen. He aquí una imagen de una potencia subyugadora que vincula el esplendor del Misent actual -el de los hoteles faraónicos, los resorts y las villas de lujo- con la muerte: detrás del triunfo de los Bertomeus, detrás de ese modelo económico y social tan reconocible, está el crimen. 

Esa minuciosidad en el cuidado de la imagen es común al resto de los episodios y se puede observar, por ejemplo, en el modo en que el realizador contrapone la figura de Mónica (una impresionante Juana Acosta), la joven segunda mujer del sexagenario constructor, con el resto de miembros de una familia que no la tolera. Donde mejor se observa esa división es en ‘Día de pesca’ (1.05), cuando el abogado del clan, Emilio Zarrategui (un Pau Durà que se destapó como experto en interpretar a Iagos contemporáneos), comunica a Silvia, a su marido Juan (Chisco Amado) y a Mónica, que tras la detención de Rubén sus cuentas han sido bloqueadas. Esa charla a cuatro está rodada con planos cortos hasta que Mónica monta en cólera porque el consejero de su futuro marido no le ha contado nada sobre el problema de liquidez al que deberá enfrentarse (falta de confianza). Cuando le espete “¿por qué no me lo has dicho?” pasaremos a una escala más amplía, con ella separada del abogado, cuya espalda está en el primer término del encuadre. Por corte directo iremos a un plano medio de Zarrategui hablando directamente a Silvia e ignorando a Mónica. La siguiente sucesión de planos marcará esta división en bloques: Emilio, Silvia y Juan a un lado, Mónica, sola, al otro, enfrentamiento que queda refrendado por el plano general (foto inferior) que da carpetazo a la escena (la secuencia seguirá ya sin Mónica) y que determina el aislamiento de Mónica con respecto al resto de personajes y su desamparo en mitad de una situación que no comprende ni controla. 

Quizá por todo lo expuesto Crematorio aguante firme el paso del tiempo (a pesar de algunos excesos operísticos en su tramo final). Su influencia, sin embargo, no fue inmediata en ningún aspecto: ni en lo temático -Murieron por encima de sus posibilidades es de 2014, B de 2015 y El reino de 2018- ni en lo industrial. Las producciones de Canal + se detuvieron con ella y su testigo no fue recogido hasta que Movistar + empezó a lanzar sus originales, cuyos estándares remiten a los de esta miniserie que empezó a emitirse un 7 de marzo de 2011: no parece casual que la primera serie que lanzó la nueva plataforma fuera La Zona (2017) firmada por Jorge y Alberto Sánchez-Cabezudo, ni que la primera producción a la que dio el visto bueno fuera la de La peste (Alberto Rodríguez & Rafael Cobos, 2017-2019), una historia que nos invita a plantearnos si la corrupción es sistémica y hereditaria, si lo que muestra Crematorio no es más que una evolución de lo que sucedía en la Sevilla del siglo XVI. 

@EnricAlbero