Le gustaba la caña etílica. A fondo: a todas horas. Le gustaba el humo: fumar hasta debajo del agua, cigarrillo tras cigarrillo, pero fumar siempre. Era lo que los cubanos llaman un jodedor excesivo. Un brillante jodedor el poeta Raúl Rivero, muerto hace unos días en Miami, ciudad triste del exilio cubano, donde mueren, incineran o entierran a los poetas cubanos que se marcharon del parque para vivir en lo que el régimen cubano bautizó como la gusanería, sin darse cuenta -como les hizo ver Cabrera Infante- que del gusano sale la mariposa, libre para volar como siempre ha soñado el ser humano, aunque no siempre lo consiga. Brillante el poeta Raúl Rivero, sobre todo brillante hasta lo más hondo y hasta el sarcasmo, hasta mucho más allá del exabrupto y del exabrupto al improperio y del improperio al insulto. Todo sin solución de continuidad, como un huracán amenazante, bronco hasta llegar al golpe siempre excesivo en su locuras verbales y gestualidad brillante hasta la hipnosis. Recitaba los versos, los suyos y los demás, con ademanes de indignación, con fuerza casi olímpica: como si la voz fuerte y dura le saliera de las mismas entrañas de un dios. Así era el poeta Raúl Rivero: procaz, divertido, culto, literariamente muy culto, excesivo. Durante la temporada que vino a nuestra tertulia literaria del Café Gijón, siempre le dije: "Recita otra vez lo de Alejo Carpentier". Y el poeta gesticulaba antes de echarse de memoria el tercetillo que ahora creo recordar: "Esta tarde Alejo Carpentier llegó a La Habana,/ si quieres verlo, date prisa,/parte a París mañana...".
Se fue de la tertulia porque un muy pesado y perseverante pintor cubano le rogaba todo el tiempo que visitara su estudio para ver sus pinturas y escribiera algún texto o algún ensayo (sic) sobre su obra. Se fue de la tertulia del Gijón y perdimos a un prestidigitador de la palabra, histriónico y divertido hasta la saciedad y más allá, contador de cuentos el poeta Raúl Rivero, interminables cuentos e historias que parecía saberse de memoria y que poseían la característica esencial de los buenos escritores: la verosimilitud. De modo que todo era verdad, y lo que no lo era se lo inventaba y terminaba siendo verdad. "Cuento, cuento,/ todo el tiempo que no invento", escribió el también poeta Carlos Barral.
Ya he escrito que no me gustan los escritores de obituarios, esos enterradores profesionales que tienen preparados los periódicos de referencia para blanquear al fallecido y para evitar que alguien los dibuje con palabras reales; que alguien los dibuje como lo que eran, hombres: contradictorios, terribles como dioses, locuaces, embusteros, retadores, pistoleros de la palabra, agitadores de la vida, juerguistas, mujeriegos, diablos bebedores, maledicientes hasta el sarcasmo y el insulto, inteligentes. Ahí está la carne y el alma del poeta. Los enterradores profesionales no sirven para enterrar a los muertos: "Para enterrar a los muertos cualquiera sirve, cualquiera menos un sepulturero". Gran verso de León Felipe: gran verdad. Quienes escriben obituarios en los periódicos parecen curas impartiendo los santos óleos y la extremaunción a quienes no se lo han pedido. Son cínicos, mentirosos e ignorantes; tienen que pasarse horas en las páginas de las enciclopedias para recabar los títulos de los libros del poeta, del escritor, del músico, libros que nunca han leído, músicas que nunca han escuchado. Los sepulcros blanqueados blanqueando a los muertos. Eso han hecho ahora con el poeta Raúl Rivero. No se podía esperar otra cosa: en vida no le hicieron maldito caso ni a sus libros, ni a sus poemas, ni a sus crónicas, ni a su persona. Lo soportaban con un cierto riesgo, también aquí en España, como pasó con otros poetas cubanos. Sin ir más lejos, como pasó con el gran Gastón Baquero, aquel poeta que cuando le preguntaron lo que dirían de Fidel Castro en las enciclopedias del futuro, respondió: "Dictador del Caribe que vivió en Cuba en tiempos de Lezama Lima". Mejóralo, asere, dale candela antes de que se apague. Gastón Baquero murió en la nada, en Madrid, otra ciudad donde cuando un poeta muere no ha muerto nadie.
Digamos la verdad: el poeta Raúl Rivero ha muerto en la ciudad de Miami después de un largo proceso de autodestrucción, encerrado en un tugurio de la calle 8, llamada dócilmente la Little Habana, donde se había entregado a largas y brutales sesiones de adelgazamiento porque tal vez vio llegar la muerte y no quería que los enterradores lo llamaran Gordo, como lo llamábamos sus amigos más cercanos, los que admirábamos su humanidad, sus contradicciones, sus certeros disparos verbales que mataban todo lo que se moviera a quinientos metros a la redonda. Digamos la verdad: un mes antes, lo sacaron de su cuchitril para salvarle la vida cuando su último delirio se lo llevó al borde de la muerte. No hubo nada que hacer: todo estaba consumado. No quedaba caña, ni tabaco, ni escritura poética. No quedaba ya luz, ni aire, ni agua, ni fuego. Ahí, anónimo, yacía por fin el cadáver del poeta que los enterradores estaban esperando desde hace tiempo. Así fue la muerte del poeta Rivero, así fue también la muerte del poeta Padilla (trece personas en su entierro en Miami, ciudad de muerte para los poetas, primorosa postal para turistas, "spa" feliz para los gansters); así murió en Nueva York el poeta Reinaldo Arenas, enfermo de soledad: "Armas Marcelo, no te olvides nunca de que en cada ciudadano cubano hay un policía de Fidel Castro, y en mí también", así me dijo un día que me lo encontré en Miami, en una fiesta de cubanos (o sea, de policías castristas); el mismo poeta que tuvo las agallas de escribir unos meses antes de su muerte, en sus memorias tituladas Antes que anochezca que "en Cuba se había singado a más de 5.000". Perseguido por su rebeldía inexpugnable y por su perenne homosexualidad, durmió meses enteros en el Parque Lenin, camuflado entre los árboles, como un moño en medio de una selva africana. También murió estos días Pablo Armando Fernández, otro poeta cubano, otro amigo de toda la vida que se fue del parque habiéndose distanciado de mí "por prudencia ante el peligro siempre inminente" (sic).
Y luego está la historia del poeta Raúl Rivero la noche en que no le dieron el premio de poesía Casa de Las Américas a un libro suyo, y la emprendió a gritos en medio del salón lleno con la crema y nata de la intelectualidad latinoamericana, se peleó a golpes con su mujer y acabó diciendo que el Ministro de Cultura, Armando Hart (marido de Haydée Santamaría), era un bobo y que su viceministro Alfredo Guevara, íntimo amigo de Fidel Castro y tótem del cine cubano e hispanoamericano, era "maricón" (sic). Ahí cayó el ángel desde el cielo, desde la vicepresidencia de la UNEAC cayó el poeta Raúl Rivero, la misma que entonces presidía Nicolás Guillén, Guillén "el Malo", según las malas lenguas de los escritores y poetas cubanos... Cayó el ángel al infierno del ostracismo, con su fama de peleón, bronco y maleducado, cayó el poeta desde el olímpico sillón de su despacho. Entró en el ostracismo, después en la actividad disidente -en la delincuencia-, firmó papeles que buscaban espacio de libertad y acabó en la cárcel. Del cielo al infierno en cómodos plazos temporadas. De ahí, pues y también, su conversión, su transformación en gusano. De esas cárceles hay poemas escritos por Raúl Rivero y anécdotas sin fin que reproducía verbalmente en las fiestas y juergas con sus amigos y con los Tres Villalobos, los tres en Miami, celebrando el 60 aniversario del Gordo, licor a todo meter, humo en el salón, tabaco cubano en la mano de Norberto Fuentes, otro que tal anda, botella oculta en el bolsillo de la chaqueta de Eliseo Alberto, Lichi (que para salir del infierno escribió Informe contra mí mismo), y una vela que el poeta Rivero tenía que apagar para que se cantara el Cumpleaños Feliz en inglés: Miami, ciudad-spa, donde mueren los poetas en silencio, en la soledad de sus memorias contrahechas y de sus extraños arrepentimientos ante el vacío. Ya se "fueron del parque" dos de los Villalobos y al que queda también lo conozco y lo quiero: Norberto Fuentes, el superviviente de los Villalobos, que los dioses guarden su vida y su guerra abierta por muchos años. Tú no te vayas, asere, tienes todavía mucho que disparar. Y un día de estos, asere, me doy un salto a tu casa, nos empujamos unas botellas de ron, nos fumamos unos tabacos de Vuelta Abajo, hablamos, recordando a los amigos, nos divertimos todo cuanto haga falta y, al final, nos vamos al cementerio a ponerme un gran ramo de siemprevivas a nuestro hermano Raúl Rivero, el poeta, el escritor, el activista, el buscador de su propia libertad, siempre en guerra consigo mismo y con el resto del mundo. En fin, un hombre Raúl Rivero, un poeta ya en el desierto del olvido, como todos.