A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

Algunas consideraciones sobre Juan Goytisolo

5 junio, 2017 18:01
Juan Goytisolo. Foto: José Aymá

Juan Goytisolo. Foto: José Aymá

Comenzaré por decir que admiré y admiro mucho dos de sus novelas (Señas de identidad y Reivindicación del Conde Don Julián) que me influyeron mucho en mis primeros años de novelista; me gustó y me gusta mucho su traducción y ensayo sobre Blanco White, y leí sus tres tomos de memorias con el mismo gusto que leí por primera vez las dos novelas suyas arriba citadas. Juan Goytisolo era provocador, contradictorio, muy pendiente de su imagen de supuesto outsider: quería serlo, un outsider, un escritor solitario e insobornable en sus modos y esencias, pero no lo era; quería ser considerado un escritor fuera de la élite, pero luchaba a brazo partido por ser uno de los primeros de esa misma élite que decía detestar. También detestaba, o decía que detestaba, la literatura española tradicional, el Siglo de Oro y todo eso, incluido Galdós; quería ser un exiliado a tiempo completo, pero no logró nunca serlo, ni en España ni en Francia fue nunca considerado un advenedizo, sino todo lo contrario: una pura sangre de la transgresión con todo el embuste que eso lleva dentro.

En París se casó con Monique Lange, una de las escritoras predilectas de Gastón Gallimard (la otra era la nefasta Ugné Carvelis, que fue mujer de Cortázar, para desgracia del argentino), pero pronto ella descubrió el gran secreto de Goytisolo: su homosexualidad. En su novela Las casetas de baño, Lange escribe unas páginas memorables de su descubrimiento, en las horas de la siesta, cuando el escritor se levantaba y se iba a observar por la ventana, entre las celosías y libidinosamente a los chicos islámicos que jugaban en la plaza cercana. Años más tarde, Goytisolo reproduciría ese episodio narrado por Lange en su novela Paisaje después de la batalla, como un recuerdo y una represalia contra el recuerdo literario de su mujer, de quien se distanció desde entonces hasta la muerte de la francesa hace ya algunos años. Quiero decir con esto y con todo lo demás, que Juan Goytisolo no se bajó ni un minuto de la "pomada" literaria internacional, que fue durante sus años mejores uno de los nombres que más brillaban en nuestro panorama: por sus intervenciones, sus artículos y sus libros. Cuando se fue a vivir a Marruecos, pasó a ser en aquel país no "un escritor español", sino "el escritor español", mimado en cierto sentido por la Corte de Hassan II y por las clases sociales más altas del Reino feudal contra el que jamás escribió ni una sola palabra de protesta.

Decía no querer el Premio Cervantes, pero muchos de sus gestos y de sus aparentes exabruptos estaban dirigidos a llamar la atención: una manera de pedir un premio como otra cualquiera. Cuando leyó su pliego de agradecimiento, su discurso cervantino, tuve una de las decepciones intelectuales más importantes de esta parte de mi vida, la de la madurez y primera vejentud. Lo leí tres o cuatro veces para adivinar la intención, pero cuando más lo leía más escolar me parecía. Aquel rebelde se había convertido, por lo menos el día de la recepción del Cervantes, en una especie de caricatura de sí mismo, haciendo de James Dean en Rebelde sin causa. ¿Era ese el mismo escritor, el mismo hombre libre, el mismo Juan Goytisolo que había seguido de inmediato por la senda de Castro y la Revolución Cubana hasta escribir un apasionado libro de viajes, Un pueblo en marcha, escrito en "cubano" y que borró de golpe de su bibliografía cuando rompió con el castrismo de una manera radical y comenzó a denunciar los casos de homofobia constante de los barbudos castristas empezando por el intocable Che Guevara? Era el mismo, carcomido por los años y las contradicciones, las ganas de ser y no estar (pero estar incluso más que ser sin que se notara mucho), el país al que no quería pertenecer y al que pertenecía como un icono intelectual de última hora.

Lo conocí lo suficiente, lo leí mucho y lo reflexioné mucho más para poder decir todo esto y otras muchas cosas que me callo porque el espacio es poco y tampoco se trata de triturar en la hora de su muerte a un escritor que, pese a sus devaneos y frivolidades, lo fue en toda su condición de ser humano, con sus imperfecciones y sus epifanías. Nunca tuve más cercanía con él que la que los dos, durante algunas fechas, quisimos tener. Pero no, no hubo empatía, a pesar de la coincidencia en tantas cosas, a pesar de lo fluido de nuestras conversaciones, a pesar de los intentos de los dos por encontrarnos en el camino de una buena amistad. Tampoco eso lo necesitábamos. Le regalé algunas novelas mías que, me dijo, quería leer, pero que estoy seguro de que nunca leyó. Ni siquiera aquellas en las que, en mi primera hora de escritor, tuve muy presentes las dos novelas que seguiría leyendo ahora mismo, Señas de identidad y Reivindicación del Conde Don Julián.

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