Las fotografías de Jaime Zóbel (Manila, 1934) han plasmado retratos o naturalezas muertas siempre con una identidad hermenéutica múltiple, confabulándose tanto para la representación naturalista como para las sugerencias inabarcables, porque la incidencia de la luz puede llegar a determinar la amplitud de sus ensoñaciones realistas. En esta exposición, además del esplendor natural de tan impresionante florilegio, de brillantes colores que estallan como pétalos que se lanzan a la conquista del arte, provienen de diferentes lugares de México, áfrica, el Caribe o el Sur del Pacífico, y aparecen ante los ojos con las copas abiertas, receptivas a la experimentación de la mirada, sugiriendo semejanzas con los cuerpos femeninos, con los insectos que se retuercen en acrobáticas piruetas. Pero también son reminiscentes bailarinas que traen en sus cálidos cromatismos una belleza oriental exhuberante, que recuerda aquellos cuadros que su tío el pintor Fernado Zóbel hizo para deleite de los que, en aquellas líneas, aprendimos la lección de la más elemental sabiduría y con la que tuvimos la suerte de gozar con explicaciones gestuales del hombre que nos hizo sentir.