Tejer, coser, bordar. Procesos laboriosos, lentos y esmerados, tan frágiles como persistentes. Acciones invisibles, domésticas y devaluadas que evocan esferas femeninas, custodiadas y sometidas dentro de parámetros patriarcales.
Son textos bordados las primeras obras que encontramos, en esta mirada retrospectiva y seminal comisariada por Santiago Olmo, sobre las tres décadas de trayectoria artística de Priscilla Monge (San José, Costa Rica, 1968).
Obras donde la aguja sustituye al pincel y el hilo a la pintura haciendo del bordado escritura, perturbando normas y tradiciones, sutiles subversiones bien aceradas. Sentencias de muerte (1994) bordadas sobre lino que tienen como referencias ejecuciones de la pena de muerte aplicada en Costa Rica hasta finales del siglo XIX.
En estas sentencias la artista incluye pictogramas apropiándose, así, de estrategias didácticas de lectoescritura e introduciendo elementos infantiles dentro de unas breves narraciones crudas y extrañas, y marcando un modo de hacer propio, tan sutil como punzante, que ha marcado el corpus de su obra.
Desde su serie Cartas cadena (1992-97) emergen con dureza las palabras bordadas de Dear Priscilla (1994). Un texto epistolar escrito en inglés. Una elección idiomática buscando encontrar la distancia necesaria para, a modo de terapia, explicarse a sí misma, disculparse, por aquello que la despojó de su hogar y la tornó insegura. “El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado”, escribía William Faulkner en Requiem para una mujer (1951).
Priscilla Monge: 'Karma revertido', 1996. Foto: CGAC
En la exposición surgen violencias visibles y veladas, ejercidas sobre las mujeres dentro de un contexto concreto, el suyo, pero al tiempo, contextos patriarcales donde la violencia y sus camuflajes se presentan tanto en los espacios domésticos como sociales. Aborda la violencia de género desde una perspectiva crítica, poética y profundamente simbólica. Analiza este tipo de violencia revisando su legitimación social, señalando y desarticulando sus múltiples formas.
Pensamos en el vídeo Lección de maquillaje (1998) donde, a medio camino entre tutorial y anuncio publicitario, un profesional maquilla a una mujer enseñándole a potenciar su seducción. Apenas vemos el rostro maquillado hasta que, finalmente, la vemos con un ojo amoratado mientras escuchamos un último consejo: “Puedes transformar una apariencia simple y cotidiana en una visión espectacular”.
Su obra se caracteriza por visibilizar las tensiones entre lo privado y lo público, las violencias y la fragilidad del existir
Tenemos presente que la obra de Monge surge desde un contexto centroamericano en la década de los años noventa, en un proceso de desintegración social a través de conflictos armados y guerras civiles en toda la región (recordemos las terribles circunstancias vividas en Guatemala, Honduras y El Salvador) convirtiendo la neutralidad costarricense en el lugar donde se sucedían los diferentes proyectos de paz para esas guerras.
Realidades que dejaban profundas secuelas de una violencia arraigada donde la impunidad ante la corrupción parecía constante. Y como metáfora de agresión y trauma, referenciando a victimarios y a víctimas, queremos situar sus Boomerangs (1998-2000), en este caso realizados en madera (pudimos verlos de mármol), sobre los que se graban insultos: que la violencia regrese a quien la ofrece.
Son obras que siempre remiten al cuerpo, de distintos modos y bajo diferentes estrategias, donde la materia corporal se pueda convertir en texto, como así sucede con el uso de la sangre menstrual. Estigma y tabú, elemento vergonzoso y limitante, entendido como suciedad a evitar, reivindicado como medio y tema desde el arte conceptual y la performance de artistas feministas en los años setenta.
Monge realizó, con la colaboración de su madre, unos pantalones recubiertos de blancas compresas higiénicas. Utiliza uno de ellos en Un día en la ciudad (1997) caminando por San José mientras sobre la inmaculada vestimenta va extendiéndose la sangre, ella camina ajena a la vergüenza, desquitándose del miedo a ‘mancharse’ tan anclado, socialmente, en las mujeres.
La sangre aparece también camuflada como pigmento serigráfico para definir patrones decorativos o como tinta en la serie Enumeración de la sangre para escribir con un dedo sobre una puerta blanca: “La locura es cosa de vida o muerte”.
En Cuarto de aislamiento y protección una puerta da paso a una habitación mínima tapizada con compresas e iluminada por una bombilla. Los prejuicios a la menstruación, la suciedad e impureza, hace que imaginemos esta alba estancia teñida de sangre.
Vista general de la exposición de Priscilla Monge. Foto: CGAC
Protegidas y aisladas en esta celda de castigo, pero alejadas de la angustia de estar encerradas, recordamos las sentencias de las penas de muerte que antes leímos y queremos escapar de las correcciones que las sociedades han aplicado sobre los márgenes, de los abusos de subordinación y manipulación. “La letra con sangre entra”. La educación como un mecanismo de control.
Y así, entramos en una nueva revisión de Pensum (1998-2025). La artista escribe sobre las paredes pintadas de verde pizarra unos mandamientos a no olvidar, unos castigos a asumir, que se repiten, una y otra vez.
Entre la trama de frases introduce sutiles dibujos y marcas de una escritura cansada y mecánica. Palabras como mantras: “No debo sentir dolor”, “No debo perder la memori”, “No debo acostarme con críticos de arte”. Con el eco de la fragilidad de estas palabras escritas con tiza nos sentamos en unos pupitres intervenidos con mesas de mármol con grabados que deletreamos: “Ausencia + Constancia= Memoria”.
La obra de Monge se caracteriza por esa constante indagación sobre las tensiones entre lo privado y lo público, reflexionando sobre los modos de violencia, subrayando la fragilidad del existir.
Romper la regla
Retrato de la artista. Foto: CGAC
Tras licenciarse en pintura en 1994, Monge se traslada a Bélgica, donde vive y trabaja durante 4 años entrando en contacto con artistas como Wim Delvoye, quien influyó en el humor y en los textos de su poética visual.
Con participaciones en la Bienal de Venecia (2001 –seleccionada por Harald Szeemann– y 2013), La Habana, Liverpool y múltiples museos internacionales –Tate Modern, Reina Sofía, MoMA PS1–, a lo largo de tres décadas ha sabido tejer una obra profundamente comprometida, donde lo íntimo se convierte en una herramienta crítica y lo frágil en una forma de resistencia.
