Image: El descubrimiento del cuerpo

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Arte

El descubrimiento del cuerpo

7 septiembre, 2018 02:00

Andrea Vaccaro: Santa Águeda, h. 1635 (detalle)

Museo Nacional de Escultura. Calle Cadenas de San Gregorio, 2. Valladolid. Comisaria: María Bolaños. Hasta el 4 de noviembre

Entre la frase de Tomás de Aquino "El cuerpo es el cepo del alma" y la de Montaigne "Somos maravillosamente corporales" median tres siglos, la misma distancia que entre una virgen románica y la Venus de Urbino, de Tiziano. A partir de entonces, desde el Renacimiento y hasta el Siglo de las Luces, el cuerpo, largamente ignorado en la Edad Media (o denostado, según acabamos de leer), se convirtió en el tema por excelencia de las artes. Pero no sólo. También fue el modelo para analizar cualquier tema. De ahí titular "anatomías" (de la Misa, de la Mente, de la Melancolía…) a los tratados que se proponían analizar una cuestión, fuera la que fuese, en todos sus detalles. Sí, porque conocer era inseparable de ver.

Así, en estos siglos arte y ciencia fueron compañeras inseparables. Por una parte, los científicos necesitaban del auxilio del artista para que las imágenes con que plasmaban sus investigaciones fueran precisas y elocuentes. Por ejemplo, la obra más revolucionaria del periodo en cuanto al conocimiento del cuerpo humano, De humani corpori fabrica (1543), fía a sus ilustraciones toda la legitimidad de su discurso. Desde el otro lado, tratadistas y pintores renacentistas hicieron hincapié en la necesidad de conocer hasta el mínimo detalle de la composición y la mecánica del cuerpo humano. L. B. Alberti, en De pictura (1436) proponía para pintar una figura, primero dibujar el esqueleto y los músculos, luego la carne y luego los vestidos.

Con el paso del tiempo, el interés por esa verdad interior cedió su puesto a soluciones más efectistas e imaginativas, las propias del Manierismo. Por entonces, Leonardo era capaz de ridiculizar a Miguel Ángel y sus seguidores, sugiriendo que por tanto estudiar los músculos, sus cuerpos tenían el aspecto de "un saco de nueces o de patatas". Ya en el siglo XVII, el interés por el interior humano derivó hacia otra interioridad, la de las emociones y los afectos. En el Tratado de las pasiones del alma, de Descartes (1649) podemos leer: "Todo lo que es pasión en el alma, es acción en el cuerpo". A partir de ahí, se estudió cómo la figura humana puede expresar mediante gestos y posturas sus sentimientos. Un académico tan influyente como Charles Le Brun, pintor de cámara de Luis XIV, codificó en una gramática corporal y especialmente facial toda la variedad de emociones. Los célebres tratadistas españoles Pacheco, Carducho y Palomino se hicieron eco de esas doctrinas. Y los pintores de la época, desde Ribera a Velázquez, aprendieron las lecciones y las trasladaron a sus lienzos.

Isidro de Villoldo: Milagro de los santos Cosme y Damián, h. 1547 / Pedro de Mena: Ecce Homo, h. 1673

Dentro de este amplio panorama de intereses y de las representaciones que los acompañan, en esta exposición cobran especial relevancia dos temas. Uno, como no podía ser de otra manera dado el lugar en que exhibe (el Museo Nacional de Escultura), es la figuración religiosa. Y en especial, el delicado cruce entre desnudo y santidad . La pasión y muerte de Cristo, tema estelar del Barroco, anuda esta confluencia por su importancia teológica. Plasma hasta la repulsión el dogma de la condición humana del Cristo-Dios, poniendo ante nuestros ojos su carne lacerada y su sangre vertida. Hay un conocido texto del cardenal Paleotti, en el que trataba de fijar la doctrina de la Contrarreforma respecto de las imágenes sagradas, donde aconseja que el pintor se instruya en profundidad sobre la fisiología interior del cuerpo humano, para mejor representar los suplicios de los mártires.

El otro tema es el cuerpo femenino, que la Iglesia había siempre considerado pecaminoso en sí mismo. A mediados del siglo XVI, la lujuria sustituyó a la avaricia como el pecado más peligroso. Y es en esos mismos años cuando la revolución pictórica veneciana y su toma de partido por el color hicieron posible representar la carnalidad con una voluptuosidad sin precedentes. Este no es el lugar para extenderse en lo que significó, desde el punto de vista artístico pero también conceptual, la creciente presencia del color frente al omnipresente dibujo. Ni más ni menos que el triunfo de las emociones sobre los conceptos y una grieta abierta en el clasicismo, por donde entró la vanguardia tres siglos después.

Esta muestra del Museo de Escultura de Valladolid ilustra con generosidad todos estos asuntos y sus muchos matices. La mayoría de las piezas proceden de instituciones españolas y es reconfortante ver cómo algunas de ellas, perdidas en sus colecciones, brillan en un contexto que las vuelve elocuentes. Veremos una cuidada selección de libros (de Juan Valverde de Amusco, Berengario da Carpi, Juan de Arfe…), en cuyas láminas el cuerpo humano desollado muestra sus secretos y esqueletos que se contorsionan para que apreciemos bien el funcionamiento de las articulaciones. La escultura está representada de forma sobresaliente, mediante tallas religiosas de Juan de Juni, Pedro de Mena, Pedro Roldán, Alonso Berruguete y Diego de Siloé. Pero su realismo estupefaciente se prolonga sin apenas vacilación en los maniquíes anatómicos, ya se trate de un individuo con el sistema sanguíneo a la vista o de un adolescente con el cráneo seccionado.

En esta historia del cuerpo, la mirada actual constituye una etapa más. La mía ha sufrido tres sobresaltos notables. El primero, ante la Cabeza de San Pablo (1707) de Juan Alonso de Villabrille, con los ojos volteados y la tráquea al descubierto. El segundo, ante un bajorrelieve de Isidro de Villoldo, dedicado al Milagro de los santos Cosme y Damián (1547): vestidos como médicos de la época, injertan a un paciente la pierna que han cortado a un hombre negro, que gime a los pies de la cama. El tercero, en una sala en cuya penumbra destellaba la claridad de los cuerpos de dos Santa Águeda (de Vaccaro y Carlo Veronese) y una Lucrecia (de Francesco del Cairo). Cuerpos pintados para la edificación y el ejemplo, sin embargo seductores por su lánguida morbidez.

Se trata pues no sólo de una exposición de arte (con obras de primera categoría, con Tizianos, Riberas y Goyas), sino de una experiencia cultural en toda regla. Pero si no pueden verla, vale la pena por sí solo el catálogo que la acompaña.