Alfredo Bryce Echenique, durante su entrevista con este diario en el hotel Wellington.

Alfredo Bryce Echenique, durante su entrevista con este diario en el hotel Wellington. Carmen Suárez

Cultura ENTREVISTA

El último viaje de Alfredo Bryce Echenique: "Llegó el momento, he dejado de escribir para siempre"

Medio siglo después de 'Un mundo para Julius', Bryce desnuda en esta entrevista los episodios más emocionantes de su vida. "Las mejores novelas son espontáneas, no hay que escribir para cambiar el mundo" / "Sólo gracias a la escritura le perdí el miedo a vivir" / "Barcelona se ha vuelto loca; el independentismo es muy peligroso" / "La muerte será un flash".

6 noviembre, 2021 07:01

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Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939) ha dejado de escribir para siempre. Lo cuenta con muy pocas palabras. Exactamente cuatro: “He dejado de escribir”. ¡Es un disparo tan ajeno a esas frases largas que hilvanan sus novelas! Así de conciso fue Bryce con la pluma hasta que Julio Cortázar le dijo: “¡Desabrocha el estilo!”. Sesenta años después, ha abrochado el teclado y no hay posibilidad de enmienda. Ya no habrá más Julius. Se acabó Martín Romaña.

El viejo Bryce toma asiento en un butacón del hotel Wellington, en el barrio de Salamanca de Madrid. A muy pocos metros está el lavabo. En esa puerta, la del servicio, palpita la imagen del éxito. La metáfora del camino.

Cuando Bryce viajó a París en los sesenta para ser como Hemingway, vivía en una buhardilla y tenía un baño turco. Dícese así, no del lujoso vapor, sino de un agujero en el suelo que servía a los bohemios para evacuar lo inservible. “La verdadera felicidad estaba allí; y las mejores novelas no se escriben para cambiar el mundo”, suspira con una mirada que arroja hacia arriba, lejos, como si atravesara el techo.

A pocos metros del butacón de Bryce, una vitrina exhibe un traje de luces. Se parece al de José Tomás que tiene Joaquín Sabina en su salón. Anoche cenaron Bryce y Sabina. Porque Bryce “no viaja a países”, “viaja a amigos”. Es un exescritor que ha venido a España a recordar. Cuando se instaló en Madrid, se enamoró de “una ciudad muy pobre en la que todo el mundo se llamaba Paco”. También amó Barcelona, “ciudad abierta que se ha vuelto loca”.

Antes que escritor, Bryce era un niño limeño que soñaba con armar una novela, pero su padre no quería. El padre de Bryce veía a los narradores del boom como artistas de vida loca y desenfrenada. Probablemente tuviera razón. El joven Bryce estudió Derecho, pero nunca ejerció. Su primera y última clienta entró al despacho y confundió a nuestro hombre con un fisioterapeuta:"Disculpe, llevo unos días con unas molestias aquí".

Alfredo Bryce Echenique le perdió el miedo a la vida con la escritura. No fue una batalla fácil. Le asaltaba la depresión, le poseía el insomnio. Llegó a ir en ambulancia a dar clase en la universidad. Todo eso lo iba dejando por escrito, como si fuera su propio exorcista. En esta conversación lo relata con una naturalidad pasmosa. Su último miedo es el de las escaleras. Nos sentamos aquí, lejos del bar, para no enfrentar peldaños.

Sin pretensiones, sin una actitud guerrera, todo en Bryce, todo en esta entrevista, es un desafío al dogma: el niño que nace del romance entre tío y sobrina, el cínico que frecuenta el marxismo por amor, el escritor exitoso que toma el pelo a los dictadores, el narrador que agradece al alcohol lo que le ha dado, el profesor enamorado de sus alumnas.

Hemos perseguido al viejo Bryce y lo hemos encontrado. Casi en un milagro, devolvió la llamada a este periodista cuando escuchó el recado en la recepción del hotel. Lo acepta todo salvo una cosa: volver a escribir. Escribamos nosotros a Bryce entonces.

Esta es una entrevista casi improvisada, como las del siglo pasado. Un jovenzuelo se entera de que el escritor ha venido a la ciudad y lo persigue.

¡Sí! Es una entrevista como las de antaño. Es raro porque los jóvenes ya no persiguen a los escritores. Bueno, en Lima todavía me asedian.

Usted hizo lo mismo hace muchos años con Julio Cortázar. Lo persiguió, pero… ¡al final decidió no saludarlo!

Es verdad. No lo saludé, me fui a mi casa a leer sus libros. Era un día en que Mario Vargas Llosa, Jean Paul Sartre y Simon de Beauvoir daban un mitin contra la guerra de Vietnam. Fue en el Palacio de la Mutualidad, en París. Julio estaba ahí. Lo vi, muy alto. Lo iba a abordar, pero dije: “¿Para qué? Mejor leerlo”.

Muchos años después, Cortázar sí le dio un consejo para escribir.

“Desabrochar el estilo”. Apostar por la frase larga. Acabar con la estructura rígida de sujeto, verbo y predicado. ¡Ampliar la frase! La soltura. Eso ha sido muy común en toda mi obra. 

Denos a los jóvenes de hoy un consejo para saldar su deuda con Cortázar.

¡El mismo! Es que es muy importante. La soltura, la frase amplia, ¡desabrochen el estilo!

Me han dicho que, cuando usted escribe y se queda bloqueado, aparta el teclado y se pone a leer poesía para recobrar la inspiración. 

Sí. En esos momentos leía a César Vallejo. Me estimulaba. Era casi una costumbre, un ritual. En realidad, no es que leyera poesía. Sólo leía a Vallejo. Entonces me soltaba, desabrochaba el estilo y seguía escribiendo. Me gusta el aguacero de Vallejo. Su París con aguacero.

Habla en pasado: “Escribía”. Sus lectores estamos muy enfadados con usted. Publicó hace ya casi un año el tercer tomo de sus “antimemorias” y dijo que era su último libro, que dejaba de escribir.

Sí, es la verdad. He dejado de escribir para siempre.

¿Por qué?

Si escribiera, todo sería una redundancia. He preferido retirarme a tiempo. 

¿Llega un momento en la vida en que todas las historias que uno puede escribir ya están escritas? ¿La novela se agota?

Así es. Exactamente así. Sentí eso. Y desde que lo decidí no he tenido la necesidad de escribir.

Después de toda una vida escribiendo, ¿fue muy duro sentirlo? El adiós de la novela.

No fue una sensación amarga. Tomé la decisión al acabar el tercer volumen de las antimemorias. Vi que no tenía ni quería decir más. Desde entonces no he escrito ni una letra. 

Pero, ¿qué hace un escritor que no escribe? ¿Se puede ser exescritor? 

Sí, claro que se puede. Leo muchas novelas. Muchos cuentos. He aprendido que se puede vivir sin sentir la necesidad de escribir. Es una cuestión de honestidad. No quiero falsear las cosas. Ha llegado el momento de dejarlo.

"No sé qué habría sido de mí sin la escritura, probablemente hubiera sucedido algo atroz"

Se lo preguntaba porque la escritura le ha salvado a usted de mucho. De todos esos demonios interiores, de los fantasmas de la mente. 

Es verdad, la escritura me salvó de mucho. Era como un antidepresivo. Como una pastilla. Así transcurrieron mi vida y mis libros. No sé qué habría sido de mí sin escribir. Probablemente habría ocurrido algo atroz.

No es frecuente entre los escritores la crudeza con la que usted habla de la enfermedad mental.

Sí. Tal vez yo lo escribiera desde el principio para exorcizarlo. La depresión y el insomnio han sido algo muy duro para mí. A través de la escritura le iba perdiendo el miedo a la vida.

Aprender a vivir quizá sea simplemente eso: perder el miedo. Y es muy difícil.

Ya lo creo. Pero creo que llega un momento en que se aprende a no tener miedo. ¡Creo que sí! 

¡Menos mal! ¿Y cómo se aprende? O mejor dicho: ¿cómo lo ha hecho usted? 

Fue fundamental mi viaje a París porque así pudo arrancar mi carrera literaria. Me fui allí con apenas veinticinco años. En Lima decían que lo hacía para aprender a ser bohemio. La escritura también fue una lucha porque mi padre no quería que fuera escritor. En alguna carta que me mandó a París, me dijo: “Sigue tu camino, pero siempre hacia arriba”. Tuve en cuenta el consejo del viejo muchísimos años.

Su padre era un hombre muy particular. No hablaba casi nunca. Hasta el punto de que un día entró en la peluquería y el barbero, muy simpático y que no callaba, le preguntó: “¿Cómo le corto el pelo?”. Su padre respondió: “Sin hablar”.

¡Sin hablar! Eso le dijo. Así era mi viejo.

Usted ha sido un antónimo de su padre: toda la vida diciendo y escribiendo palabras.

Es verdad, seguro que ha tenido que ver. Tuve la mala suerte de que mi padre falleció antes de que publicara mi primer libro. Creo que le habría gustado y le habría empujado a aceptar que su hijo fuera escritor. Fue una pena. El libro salió pocos meses después de que él muriera. Pero, dejando a un lado la literatura, mantuvimos una relación estupenda. Me apoyó en mis años pobres de París. Me enviaba dinero extra. 

Como si se tratara de estrellas fugaces, su padre de pronto contaba anécdotas surrealistas de su etapa como marino mercante. ¡Mató a una mujer sin querer lanzándole una vaquilla en una plaza de toros española! O eso decía.

Sí, quizá hubiera en su interior algo de narrador oculto. Contaba historias de su vida. Eran, como dice usted, muy surrealistas. Ninguno le creíamos. Imagínese. ¡Pero se fueron probando! Le pongo un ejemplo: contaba que conoció a Caruso y a Tito Schipa, los cantantes de ópera.

Una vez nos dijo que había contribuido al éxito de Alejandro Granda, un tenor peruano famosísimo. Mi padre lo conoció en un barco, en sus tiempos de marino mercante. Oyó cantar a Granda en la cubierta. Lo llevó a Milán y lo presentó a los grandes de la ópera. 

Ninguno creíamos a mi padre. Pero, de pronto, Granda regresó a Lima ya viejo y a morir. En una entrevista, respondió: “Todo lo que soy se lo debo a Francesco Guiseppe Bryce”. Se había italianizado.

Sólo nos falta, entonces, encontrar la esquela de la señora muerta por aplastamiento de vaquilla. 

Sí, sí [suelta una carcajada]. 

Acaba de regresar a España por unos días. Cuando se vino a vivir aquí hace cuarenta años fue porque, en Francia, todo el mundo se iba a su casa a las ocho de la tarde y echaba la persiana. ¿Cómo era el Madrid que encontró?

Era un Madrid muy pobre, en plena dictadura franquista. Yo ya lo conocía porque, estando en Francia, veraneaba en España todos los años. Tenía muchos amigos españoles. ¡Descubrí Cáceres! Qué maravilla. Oiga, ¿sabe qué? ¡Mis amigos españoles que vivían en España no conocían Cáceres! Tuve que enseñárselo yo.

"La moralización de la cultura es una gran paradoja, pero pasará"

Sí, es típico de los españoles. Nos vamos a las Bahamas, pero no hemos estado en Cuenca, Ávila o Alcalá de Henares. 

Así es [se ríe]. Madrid ha cambiado mucho. En los sesenta, cuando llegué, era una ciudad muy pueblerina. Todo el mundo se llamaba Paco.

¡Como el dictador!

Claro, es verdad, como el dictador… Pero tomé cariño a ese Madrid inmediatamente. Me encantaba. 

También vivió en Barcelona, en la llamada “ciudad abierta”. Ha cambiado mucho. ¿Ha seguido usted el lío del independentismo?

Es una cosa de locos. Tengo una gran amiga en Gerona, Mercedes Noguera. Se casó con un peruano que había estudiado Economía en la Rumanía de Ceaucescu. Un día, conversando con ellos, les dije: “El independentismo es muy peligroso. El capital no es patriótico. ¡Se va de Cataluña!”. El peruano me respondió: “Pero quedaremos nosotros, los catalanes”.

Llegó a París queriendo ser Hemingway y allí fue muy feliz. Después, tras haber vivido en Madrid, ¿con cuál de las dos experiencias se queda?

Son dos ciudades muy distintas. Las dos son insuperables a su manera. En París fue todo muy intenso. Vivíamos en los techos (buhardillas) y teníamos un baño turco.

¿Un baño turco? ¿De vapor? 

No, no, un baño turco, en París, en esa época, era un agujero pequeño y redondo en el suelo donde todos hacíamos nuestras necesidades. Esa fue mi vida en los techos. ¡Tan agradable! 

La felicidad no se encuentra en un hotel de lujo como este, sino en aquel baño turco.

Así es. Decía Hemingway que para ser feliz en París había que escribir mucho, estar muy enamorado y ser muy pobre. Yo cumplía los requisitos.

En esa época frecuentó el marxismo, pero creo que fue por amor, y no por convicción. 

Es cierto. Yo no era marxista, no lo fui nunca, más bien lo contrario. El marxismo fue muy duro para mí. Mi primera esposa, Maggie, con quien me casé en París, se enroló en un partido llamado Vanguardia Revolucionaria. Alcanzaron un fanatismo absurdo. Un buen día me engañaron.

"Fidel Castro era muy inseguro. Nos llevaba a García Márquez y a mí a sus discursos para que le dijéramos si había estado bien"

¿Cómo fue?

Vinieron a mi casa. Dijeron que era para ver la ciudad desde mi terraza. Era un último piso. De repente, lanzaron un globo que decía: “¡Viva la lucha del pueblo venezolano!”. ¡Ni siquiera del peruano! Lo pagué caro. Un día fui al consulado norteamericano a sacar mi visado y me lo negaron por aquel asunto. 

Aquellos marxistas, Alfredo, creyeron que su casa era de todos. 

Exactamente [suelta una carcajada]. Me engañaron.

Me divierte mucho aquella anécdota sobre una amiga suya francesa. “Era tan marxista que había organizado su vida hasta el día de su muerte”. 

Era realmente así. ¡Todo lo tenía organizado! Calculado y pensado. Quería ser marxista día por día hasta el final de su vida. Aburridísimo.

Es como una religión. Su exesposa, Maggie, era tremendamente religiosa…

Y acabó en otra iglesia, la del marxismo. 

Pero no puede quejarse: usted logró que su boda fuera por lo civil y en París. 

Sí. Por eso uno de sus hermanos, desde el Perú, le mandó una carta que iba dirigida “a la prostituta de Occidente”.

Hablando de marxistas… Conoció mucho a Fidel Castro. ¿Cómo era?

Fidel era un hombre muy inseguro. Cada vez que daba uno de esos discursos interminables, necesitaba llevarnos a Gabo García Márquez y a mí para que le dijéramos si había estado bien. ¿Le cuento una cosa muy divertida?

A eso hemos venido.

Un día me llamó García Márquez y me dijo: “Llega la madre Teresa de Calcuta para reunirse con Fidel y a mí no me motiva ir. ¿Puedes participar en mi lugar?”. Asistí. Fidel le decía a la monja: “Usted se entrega a los pobres porque es marxista-leninista”. La monja le respondía: “No, no, yo todo lo hago por amor a Dios”. ¡Estuvieron horas discutiendo sobre lo mismo! Cuando por fin la monja se despidió, Fidel me dijo: “Es la primera vez que me visita una santa”.

Frecuentaba el marxismo por amor, pero tenía un amigo que estaba obsesionado con presentarle a los demás como “Bryce Echenique, de la extrema derecha”.

¡Sí, sí! Mi familia había sido de banqueros. Mi padre, mi abuelo… Algunos lo miraban con sospecha.

Lo de su familia es un lío. A ver si lo he entendido bien: su madre era sobrina de su padre. También hay muchos matrimonios entre primos.

Mi familia era muy grande. Las bodas entre primos eran frecuentes. Eso lo hacía entrañable, pero al mismo tiempo… No sé, había ese atractivo por los parientes. Mi abuelo era Echenique Bryce… ¡y yo soy Bryce Echenique!

"Al contrario que mi padre, mi madre estimuló mucho mi escritura. Era una gran lectora, recitaba a Proust de memoria"

El amor entre su padre y su madre fue en sí mismo una novela: él era tío de ella.

¡Tío abuelo! Cuando se casaron, él tenía cincuenta años y ella dieciocho. 

Por eso la relación entre usted y su madre fue de más complicidad.

Sí. Mi padre, como le decía, se oponía a que yo escribiera, pero mi madre me estimuló mucho. Era muy lectora. Sobre todo de Proust. En una de sus visitas a París, fuimos a la casa de Proust. Delante de la familia Proust se puso a recitarlo de memoria. Se quedaron impresionados. Estaban fascinados. ¡Una señora que venía de Lima sabía más de su pariente que ellos! A mi mamá le gustaban las magdalenas.

La literatura le permitió conocer a más poderosos aparte de Fidel: una noche charló largo y tendido con el general Velasco Alvarado, que dio un golpe y presidió el Perú durante casi siete años.

Cuando me recibió, me dijo: “Señor Bryce, no he leído ningún libro suyo. Usted comprenderá que tengo que gobernar este país. No puedo pasar el tiempo leyendo libritos”. Se puso a discutir conmigo. Decía: “Todos los hombres tienen un precio. ¿Cuál es el suyo, Bryce?”. Yo le respondía que no tenía precio. Me acorraló con esa pregunta hasta que le respondí.

¿Y qué le respondió?

“Mi precio es que me nombre usted embajador en Venecia”. Me dijo que sí. Llamó a un asistente y le pidió que lo anotara. Cuando ya me iba, me dijo: “¡Oiga, Bryce! ¡En Venecia el Perú no tiene embajadas!”. 

Los generales golpistas del Perú tienen una cosa buena: reconocen que no leen libros. Muchos políticos españoles fingen que lo hacen. 

¡Ja, ja! Es una cosa buena, claro que sí.

Se cumplen cincuenta años de “Un mundo para Julius”, la novela que le hará perdurar durante muchísimo tiempo –la editorial PEISA, en Perú, acaba de publicar una edición conmemorativa preciosa–.

La conseguí porque “desabroché el estilo”, como aprendí con Cortázar. Mi primer libro de cuentos, “Huerto cerrado”, estaba compuesto por frases cortas y concisas. Lo escribí, aunque inconscientemente, para cambiar el mundo. En cambio, “Un mundo para Julius” fue una cosa espontánea.

¿Cómo fue?

Estaba pensando en un tema para la novela. Me encontré con un periodista que buscaba a un niño fallecido llamado “Julius”. Casi sin querer, escribí en un folio en blanco: “Julius nació en un palacio de la Avenida de Salaberry”. Salió una novelota larga. Cuando la terminé, caí en una depresión muy fuerte.

¿Ah, sí?

Sí, sí. Muchísimo insomnio y un trauma tremendo.

Una depresión postparto.

Exactamente. Me parece muy buena definición.

Qué misterio el de la vida: uno escribe una grandísima novela y, en lugar de alcanzar la alegría, se encuentra con una depresión tremenda.

Fue un hundimiento. Un hundimiento…

"No hay que escribir para cambiar el mundo; las mejores novelas son espontáneas"

Antes me ha dicho que su primer libro de cuentos, del que parece no estar muy satisfecho, lo escribió “para cambiar el mundo”. Las mejores novelas, entonces, no se escriben para cambiar el mundo.

No hay que sentarse a escribir para cambiar el mundo. Las mejores novelas son espontáneas. Julius era un niño muerto que, de repente, en mi novela nació a la vida. Es un libro que toma mucho del cine, de la película Darling. Juan Luca, otro personaje, lo saqué de una copla flamenca que dice: “Cómo has tenido valor, Catalina Márquez, de casarte con Juan Luca estando en el mundo yo”.

El título de los tres tomos de sus Antimemorias empieza con la palabra “permiso”. Pide permiso para todo: para vivir, para sentir y, ahora, para retirarse. ¿Hasta el viejo Bryce tiene que pedir permiso para escribir? La corrección política va a acabar con la literatura. 

Así es. En realidad, no sé por qué elegí la palabra “permiso”. De veras que no lo sé. Lo de “antimemorias” lo tomé prestado de Malraux. En las memorias, por culpa del recuerdo e inevitablemente, se acaban combinando la realidad y la ficción. Por eso solo se puede escribir “antimemorias”.

¿Qué opina de la moralización de la cultura? Esa obsesión según la cual todas las historias que se cuentan deben ser éticamente correctas.

No lo sé, no pienso mucho en eso. Está sucediendo, pero pasará. Como tantas cosas. Es una gran paradoja que ocurra en el mayor momento de libertad que hemos disfrutado.

Hoy ya no podría enamorarse de sus alumnas.

No, no, eso sería peligrosísimo. En esa época era normal. 

Era usted muy enamoradizo.

Y tanto que sí. 

Lo peligroso hoy no sería tanto enamorarse como escribirlo. 

Ya lo creo. Tuve muchas amigas estudiantes. A algunas todavía las veo. En este viaje, estuve en París y una de ellas fue a verme. Había sido mi novia y mi alumna. En su día, cuando apareció, me levantó mucho el ánimo. Yo me había separado de mi esposa y esta chica recogió lo que había quedado de mí. Fuimos amantes. Luego se acabó la cosa. Ella se casó y se fue a vivir a Milán.

¿Todos esos enamoramientos tienen que ver con su literatura? Existe ese tópico que dice que los escritores no pueden ser hombres de una sola mujer.

Mis enamoramientos tienen que ver con mi literatura. En el amor, el hombre no escoge. Es escogido. Cuando se me acercaba una mujer, yo era su escogido. Yo no podía elegir. Lo más bonito es que muchas de ellas se convirtieron en mis amigas. Todavía las conservo.

"En el amor, el hombre no ecoge; es escogido. Muchas amantes se convirtieron en amigas que todavía conservo"

Nunca fue padre. Creo que sólo quiso serlo una vez y…

Sí. Fue una historia muy trágica. Ella se llamaba Marie-Hélène Crolot. La había conocido en París. Cuando me fui a vivir a Montpellier, le pedí que se viniera conmigo. Lo hizo. Un día fuimos a la playa a comer ostras. Bebimos mucho. Yo mucho más que ella. Le pedí que manejara el auto de vuelta. Nos estrellamos. Ella se mató.

Fue un trauma. Padecí insomnio durante años. No podía soportar la idea de lo que había ocurrido. Me sentía culpable. El insomnio se apoderó de mí. Estuve un año en una clínica. Para dar mis clases iba a la universidad en ambulancia. Mientras dictaba, una enfermera me tomaba la presión arterial.

¿Fue la mujer que más amó?

Probablemente, sí. Después nunca quise ser padre. Cuando murió, ella estaba encinta, esperando un hijo mío.

Otro tema tabú, ya que estamos hablando de todo, es el del alcohol. Usted quería ser como Hemingway. ¿El alcohol le ha ayudado a escribir?

A mí me ha ayudado. Definitivamente, sí. Hemingway, ya que usted lo menciona, decía: “Los enemigos de la promesa son el alcohol y la falta de alcohol”.

¿Cómo le ha ayudado?

Probablemente me ayudó a quitarme de encima la timidez esencial que hay en mí. El alcohol ha sido un desahogo. Me la quitaba a la hora de relacionarme, pero también de escribir. Es una forma de estar en el mundo. Aunque el propio Hemingway lo decía: “La exageración del alcohol es muy dañina”.

Después de tanto, ¿le ha quedado algo por hacer? ¿Algún objetivo sin cumplir?

Creo que no. Me ha quedado un gusto enorme por la amistad. Yo no viajo a países; viajo a amigos. Lo digo siempre. 

¿Qué es lo que más le enorgullece?

Los lectores. 

No hay premio equiparable a los lectores.

Ya lo creo. No hay nada como un lector.

Como buen hipocondriaco, ha hablado mucho en sus libros de la “corazonada de la muerte”: saber cómo uno va a morir. Recuerdo la anécdota con Julio Ramón Ribeyro en el aeropuerto.

Ese día, cuando nos vimos en el aeropuerto, Julio Ramón perdió de golpe el miedo a los aviones. Decía que no conocía ningún precedente de dos escritores muertos en un accidente de avión. ¡Entonces el miedo me entró a mí! Comencé a pensar que seríamos los primeros. No he tenido más corazonadas. La muerte será un flash.

Ha dejado por escrito que le gustaría que sus cenizas acabaran en el mar donde usted se bañó por primera vez cuando niño. 

La playa de Cantolao. Veraneaba allí de niño. Voy cada vez que puedo.

Asegúrese bien, Alfredo. Si no, le puede pasar como a aquel amigo suyo valenciano. 

Fue tremendo. Él le dijo a ella que echara sus cenizas en el mar. Y ella las echó al váter.

Siendo rigurosos, ella tenía razón.

Es verdad. Todos los váteres van a dar al mar. ¡Uy, cómo era! La señora Tona.

¿Qué epitafio le ponemos a esta entrevista?

El de Stendhal, que es mi escritor favorito. “Vivió, escribió, amó”.