Chimamanda en su famosa charla TED.

Chimamanda en su famosa charla TED.

Cultura Ensayo

El desgarrador libro de Chimamanda que deben leer todos los familiares de los muertos por Covid-19

En 'Sobre el duelo', la prestigiosa autora nigeriana habla sobre la muerte de su padre durante la pandemia y sobre todos los procesos del dolor. 

21 abril, 2021 03:20

Noticias relacionadas

La pena es un tipo de enseñanza cruel: lo dice Chimamanda Ngozi Adichie en Sobre el duelo (Literatura Random House), un libro terriblemente adecuado para los tiempos lúgubres, cosidos a pérdidas, a enfermedades y a malos augurios que vivimos. “Aprendes lo poco amable que puede ser el duelo, lo lleno de rabia que puede estar. Aprendes lo insustancial que puede resultarte el pésame. Aprendes lo mucho que tiene que ver la pena con el lenguaje, con la incapacidad del lenguaje y con la necesidad de lenguaje”. Por eso escribe, Chimamanda: tan diáfano y bello, tan sabio y hondo sin dejar de ser didáctica.

La prestigiosa autora nigeriana, como bien saben ustedes, es uno de los mayores exponentes a nivel mundial del movimiento feminismo y una de las escritoras más emblemáticas del panorama literario africano: y precisamente, como sabe de feminismo, sabe de derechos humanos. Y afortunadamente, como sabe de humanidad, sabe de dolor, de ruptura, de pérdida, de despedida, de desgarro, de muerte. Por eso este libro llega en el momento en el que nuestra sociedad -y todas las demás- más lo necesitan. Comparte con los lectores la muerte de su padre, que es la muerte de todos los seres queridos que hemos perdido en esta pandemia que nos asola.

Cuenta, al comienzo del ensayito, que desde Inglaterra su hermano organizaba llamadas por Zoom cada domingo en su “bullicioso ritual del confinamiento”: “Dos hermanos se suman desde Lagos, tres desde Estados Unidos, y mis padres, a veces de forma resonante y entrecortada, desde Abba, nuestro pueblo natal en el sudeste de Nigeria”. A su padre, como a los nuestros, sólo se le veía la frente en esas llamadas virtuales porque jamás aprendió a sujetar la cámara del móvil. El ocho de junio parecía cansado. El nueve de junio, Chimamanda hizo una broma y él se rió por lo bajo. El diez de junio había muerto.

El pensamiento mágico

“La noticia me desarraiga sin piedad. Me arranca de golpe del mundo que he conocido desde la infancia (…) ¿Es esto el shock, que el aire se convierta en pegamento? Mi hermana Uche dice que acaba de enviarle un mensaje a un amigo de la familia para comunicárselo, y prácticamente chillo: ‘¡No! No se lo digas a nadie, porque si lo decimos será verdad’”, escribe.

Estas ideas van en la línea de lo que contaba Joan Didion en su maravilloso libro El año del pensamiento mágico, en el que relata su vivencia a partir de la muerte súbita de su esposo y la larga enfermedad de su única hija. “La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba. La cuestión de la autocompasión”, lanzaba la Didion. También sentía ella esa llamada del esoterismo para enfrentarse al duelo: creía que ella había ‘asumido’ la muerte de su marido y que había permitido que lo enterraran vivo, porque no estaba muerto, de ninguna manera podía haber muerto. Creía que no podía tirar sus zapatos -¿qué iba a ponerse cuando volviera?-. Y un largo y espinoso etcétera.

“¿Por qué noto los costados tan cansados y doloridos?”, cuenta Chimamanda. “De llorar, me dicen. No sabía que llorásemos con los músculos. El dolor no me sorprende, pero sí su componente físico: un amargor insoportable en la lengua, como si hubiera comido algo que aborrezco y no me hubiese cepillado los dientes; un peso horrible, enorme, en el pecho; y dentro del cuerpo, una sensación de disolución eterna. El corazón -el físico- se me escapa, se ha convertido en un ente aparte, late demasiado rápido, a un ritmo ajeno al mío”.

El pánico que sintió la escritora por la muerte de su padre también se volcó en todo lo demás: en la sensación de que todo lo malo iba a llegar, que estaba al caer, que una amenaza cíclope e invisible se acercaba constantemente. Una mañana, su hermano la llamó más temprano de lo habitual y ella gritó al teléfono: “Dímelo, dímelo ya, ¿quién se ha muerto esta vez? ¿Ha sido mamá?”.

Recuerdos y presentismo

Recuerda las mismas historias en bucle, una y otra vez. Los detalles de su padre: detalles que jamás volverán, que tristemente sólo se pueden traer al presente enunciándolos, ejecutándolos uno mismo, uno, el vivo -por cuánto tiempo, ni se sabe-. Cómo apagaba la radio. Cómo no sabía lo que era el zumo de granada. Cómo bebía agua templada porque había leído en alguna parte que eso prevenía el coronavirus. Cómo siempre respondía que “estaba perfectamente”, hasta que dejó de estarlo.

Hay una idea que subyace: “Mi padre no era, mi padre es”. Los que piensan -o creen, o asumen, mejor dicho- que su padre ha muerto pasan a ser cómplices de su muerte. Ella sentía que su padre era tan bueno que su bondad lo mantendría vivo. Tenía ochenta y ocho años pero “la edad no es relevante para el dolor, sólo importa cuánto lo queríamos”, escribe. Todo le molesta, todo la agrede. “La pena no es diáfana: es sólida, opresiva, una cosa opaca. Pesa más por las mañanas, después de dormir: un corazón plomizo, una realidad terca que se niega a moverse”.

La palabra "papá"

Su padre leía todo lo que ella escribía. Le cuenta una amiga, tras su muerte, que el día que Chimamanda pronunció el discurso del Harvard Class Day, él se acercó a la chavala y le dijo “mira, se han puesto todos en pie para aplaudirla”. Eso hace llorar a la autora. ¿Qué pensará cuando vuelva a ver escrita la palabra “papá”? Todo el libro es una gran pregunta, un gran anhelo, una manera hermosa y desgarradora de extrañar los detalles. En una ocasión lo secuestraron un grupo de hombres compinchados con el chófer de su padre. Le pidieron un rescate para que lo pagara “su famosa hija”.

Su hermano depositó el dinero bajo un árbol en una zona remota para que lo liberaran. “Pronunciaban mal tu nombre, tuve que corregirles”, dijo, sereno, a Chimamanda, al salir del maletero de aquel coche. Sólo se molestó realmente cuando los secuestradores le dijeron que sus hijos no lo querían, y él exclamó: “Eso es mentira, no digáis eso de mis hijos”. La autora habla de la dificultad para enterrarlo. De todas las complicaciones que puso sobre la mesa la Covid-19. Lo han vivido tantos ciudadanos en todo el mundo y no por ello deja de ser menos atroz.

“No importa si quiero cambiar, porque he cambiado (…) Tengo que escribirlo todo ahora, porque, ¿quién sabe cuánto tiempo me queda? (…) Estoy escribiendo sobre mi padre en pasado, y no puedo creer que esté escribiendo sobre mi padre en pasado”.