El economista David Blanchflower.
David Blanchflower (73 años), economista, sobre la felicidad: "Tiene forma de U, el punto más bajo en España es con 47 años"
David G. Blanchflower ha realizado un análisis gigantesco que compara la relación entre edad y bienestar en 132 países.
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Si la felicidad fuese un electrocardiograma, la ciencia dice que en la mayoría de los países dibuja una señal bastante reconocible: baja durante la adultez, toca un mínimo en la mitad de la vida y vuelve a subir.
No es una frase de taza; es un patrón que aparece cuando se apilan encuestas de bienestar de millones de personas y se analizan con las mismas reglas.
La parte más inquietante es el valle: llega en una edad sorprendentemente parecida para muchísima gente, con independencia de idioma, cultura o nivel de ingresos.
Esa regularidad está en el centro de una investigación del economista David G. Blanchflower para la NBER, un análisis gigantesco que compara la relación entre edad y bienestar en 132 países y 109 archivos de datos.
En el resumen del trabajo, este experto sintetiza el hallazgo con una contundencia casi provocadora: "Al promediar las estimaciones, el mínimo de bienestar está en 48,2 años en países en desarrollo y en 47,2 en países avanzados… La curva de la felicidad está en todas partes".
Un valle vital con causas múltiples
Lo que está diciendo es que el bienestar no cae porque "te vaya mal" en un país concreto o porque "te equivoques" en tus decisiones: cae de media en un tramo vital donde se acumulan presiones de muchos tipos.
Y aun así, la misma frase incluye una buena noticia implícita: si hay una curva, también hay una salida del bache. Después del mínimo, la trayectoria cambia.
"A los 47 la gente se vuelve más realista, ya se dieron cuenta que no van a ser el presidente del país y pasados los 50 años te vuelves más agradecido por lo que tienes", dice Blanchflower.
El porqué exacto no es único, y aquí conviene desconfiar de las explicaciones que lo reducen todo a una sola causa.
La mitad de la vida suele coincidir con el periodo de máxima carga simultánea: trabajo con más responsabilidad (y menos novedad), crianza o cuidados familiares, hipoteca y facturas, salud que empieza a pedir peaje y un reloj mental que deja de sentirse infinito.
Además, ese tramo es fértil para un fenómeno psicológico muy humano: la comparación. No solo con los demás, también con la versión idealizada de lo que uno creía que sería a estas alturas.
Desde la psicología del envejecimiento hay una teoría que encaja especialmente bien con la “remontada” posterior: la de la selectividad socioemocional.
En una revisión de 2021, la psicóloga Laura L. Carstensen lo expresa con una formulación clara: “A medida que los horizontes temporales se acortan —como suele ocurrir con la edad—, las metas emocionales se priorizan sobre la exploración”.
Esa frase apunta a un giro silencioso: con el tiempo, muchas personas dejan de invertir tanta energía en acumular opciones y empiezan a concentrarla en lo que tiene más significado afectivo: vínculos, calma, propósito, actividades que “valen” por sí mismas.
Esa reorientación no implica que la vida sea objetivamente más fácil a partir de los 50; implica que cambian los criterios con los que evaluamos lo que nos pasa.
En términos de bienestar subjetivo, ese cambio de brújula puede ser enorme: se reduce la tiranía de las metas inalcanzables y se afina el radar para lo cotidiano que sí está disponible.
La U también aparece en nuestros parientes
El asunto se vuelve aún más llamativo cuando sale del terreno humano. Un estudio observó un patrón compatible en grandes simios.
Los autores lo describen sin rodeos: “En este estudio mostramos que existe una U similar en 508 grandes simios (dos muestras de chimpancés y una de orangutanes)”, evaluados por cuidadores familiarizados con los animales.
No prueba que las crisis humanas sea puramente biológica, pero sí sugiere que parte del fenómeno podría apoyarse en mecanismos evolutivos compartidos, y que no todo depende de factores como el empleo, el matrimonio o la renta.
Hasta aquí, la historia suena casi reconfortante: sí, hay un bache; sí, suele pasar; sí, se sale. Pero la conversación científica ha cambiado en los últimos años, sobre todo por un dato incómodo: la salud mental de los jóvenes se está deteriorando en varios países, y eso puede estar deformando la curva “clásica”.
Un ejemplo reciente es un artículo de Blanchflower. En su introducción resume el giro con una frase muy directa: “Esta regularidad empírica ha sido reemplazada por un descenso monótono del malestar con la edad. La razón del cambio es el deterioro de la salud mental de los jóvenes, tanto en términos absolutos como en comparación con los mayores”.
En otras palabras: si el sufrimiento crece en edades tempranas, el “pico” de malestar de la mitad de la vida deja de destacar.
No porque el tramo medio se haya vuelto idílico, sino porque a muchos veinteañeros y treintañeros les está yendo peor en indicadores de ansiedad, angustia o desesperanza.
En paralelo, análisis centrados en Europa occidental también han sugerido que la forma de U no es un tatuaje eterno: puede desdibujarse con cambios sociales sostenidos en el tiempo.
En un trabajo de 2025 sobre Eurobarómetro desde 1973, se afirma que “la U en satisfacción vital por edad… ahora ha desaparecido” en Europa occidental, y en parte de los países del norte ha sido sustituida por una satisfacción que aumenta con la edad.
Esto importa porque obliga a una lectura más cuidadosa: las curvas no son solo biología; también son historia, economía, precariedad, acceso a vivienda, redes de apoyo y expectativas colectivas.
La felicidad no es una fórmula fija
Además, hay un debate metodológico real que conviene no barrer debajo de la alfombra. El sociólogo David Bartram revisó esta felicidad e ‘U’ para Europa.
Advierte que, si cambias ciertas decisiones técnicas (por ejemplo, evitar controles que están afectados por la edad, usar el rango adulto completo y modelos que no impongan una forma cuadrática), el resultado ya no es tan universal.
Su conclusión viene a decir: “Estos enfoques alternativos no nos llevan a ver una U ‘en todas partes’: en algunos países aparece, pero en otros el patrón es bastante distinto”.
¿Con qué nos quedamos, entonces, si lo que buscamos es entender la vida sin convertirla en una sentencia? Con dos ideas que pueden convivir.
La primera: durante décadas, muchos datos han apuntado a un mínimo de bienestar en torno a finales de los 40, y un repunte posterior, algo que Blanchflower resumió con su “mínimo 47,2/48,2” y su “la curva… está en todas partes”.
La segunda: las curvas pueden cambiar cuando cambia el mundo, y la evidencia reciente sugiere que parte del malestar se está desplazando hacia edades más tempranas, lo que exige mirar a jóvenes y adolescentes con más seriedad y menos tópicos.