Miro lo mismo que miraba Colón, aunque él viera ya más allá. He desandado sus pasos y sus millas. De la orilla del Pisuerga he llegado a esta de Génova que se vendía a sí misma al Mediterráneo abierta de par en par y entiendo que desde aquí sólo se puede salir al mundo, porque los Apeninos te empujan al mar. Por eso la ciudad, con sus siglos, se monta sobre sí misma. Yo he hecho el viaje contrario como si desandase la memoria de la civilización. He caminado hacia atrás en la biografía apenas biografiada del Gran Almirante de la Mar Océana, que hizo más grande el mundo con su intuición de un tipo que había visto demasiado mar.
Génova mira al mar con ese trajín de las ciudades costeras, que incluso cuando no se mueve nada, está comerciando con el silencio. Génova, marinera y barroca, ya había tenido muchas vidas antes de que América existiera. Y ahora tiene mapas y palacios ducales convertidos en cafeterías, que es lo que le ha ocurrido a casi toda Europa, porque ha convertido su historia en una cafetería con servicio de terraza para los turistas.
Desde aquí, Colón vio partir las naves de la imaginación mucho antes que las carabelas, porque es en estos puertos donde el carácter de los hombres se forja con horizonte ancho, salitre y nada por delante.
Por eso resulta curioso que Colón, cansado y a vueltas con la corona, muriese en una Valladolid sin mar. Qué irónico el destino, más que irónico es castellanamente sobrio. En esa inmensidad sin orillas de la meseta forjan su carácter los hombres bajo la rotunda certeza de unos horizontes que pesan como el mármol. Porque Castilla es un continente moral más extenso que cualquier otro, más amplio que América o Asía todavía hoy. Castilla es toda un océano, una civilización, unos derechos, una visión del mundo antes de que nadie supiera siquiera dónde mirar, porque apenas lo había visto Colón sin entender bien las dimensiones de su descubrimiento.
Colón fue hombre entre dos mundos que no tienen nada que ver con América y Europa, sino con algo mucho más grande. Cristobal Colón descubrió el nuevo mundo, que era el que puso a Castilla, a Ysabel y al resto del mundo conocido hasta entonces, en la tesitura de no saberse solos. Como si mañana encontraran vida en Marte y en vez de esclavizar toda de golpe les reconociéramos como iguales. Con los mismos derechos y las mismas obligaciones.
Me preguntaba el otro día un sacerdote inglés si habría que canonizar a Isabel la Católica y por qué. La duda ofende. Porque ella le dio trascendencia real al descubrimiento de un marino Genovés donde otros habrían hecho un resort con dinero público. Ella construyó los cimientos de un mundo que, aunque maltrecho, flaco y seco en carnes, todavía conserva una visión en la que el ser humano es un hombre libre, con alma e igual.
El descubrimiento no fue el de Colón, como hemos pensado durante todos estos siglos; lo tengo más claro hoy. El descubrimiento fue el de la reina de Castilla, Isabel I, que hizo el mundo más grande porque le demostró a todos lo que era integrar.