“¿Cuál es la diferencia fundamental entre ciencia y arte? Copérnico demuestra que Ptolomeo estaba equivocado. Einstein hace lo propio con Galileo. Lo que yo me pregunto, desde el arte, es lo siguiente: ¿por qué Goya con su obra no demuestra ni necesita demostrar que Velázquez estaba equivocado?”, así se lo planteó Chillida. Es uno de los muchos interrogantes con que ingresó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando: su discurso se titulaba “Preguntas”, y ya tenía 70 años. Con toda su larga trayectoria, aquel experimentado escultor seguía observando la vida con la curiosidad de un niño deseoso de aprender. Conservaba dudas sobre las que seguir pensando; aguardaba pensamientos desde los que aún dudar.

Hemos arrancado 2024 con el aniversario de Chillida. Él habría cumplido 100 años y esa formulación sobre el arte y la ciencia me sigue resultando sugerente. La investigación científica asume que un incipiente paso propiciará avances sucesivos, que de forma encadenada irán resultando más perfilados. El hallazgo de un determinado momento puede ser incompleto, pero servirá para que nuevos hallazgos brinden conocimientos de mayor precisión. En consecuencia, no se trata de restar méritos a Ptolomeo, pero su Tierra inmóvil y situada en el centro del Universo era una aportación que se vio superada por la teoría heliocéntrica de Copérnico. No pasa así en el arte. Los artistas se van sucediendo, cada cual emprende su camino, cada cual afronta su búsqueda, pero el posterior no tiene por qué superar a quien le precede… simplemente llegó más tarde.

Al replantearme la reflexión de Chillida, he recordado un maravilloso ensayo que también invita a preguntar y a preguntarse. En `Las preguntas de la vida´, Savater contrasta al artista con el descubridor, el científico o el plusmarquista deportivo. No es cuestión de jerarquías; tan sólo es entender que el arte se desenvuelve con distintas coordenadas: “El artista no es el primero en descubrir o lograr algo, sino el único que podía crearlo a su insustituible modo y manera”, escribe Savater.

Por entendernos. Si Usain Bolt no hubiese batido en 2009 el récord mundial de los 100 metros lisos, antes o después alguien lo habría logrado. Y de hecho, por estratosféricos que resulten sus 9,58 segundos, llegará un momento donde esa marca vuelva a ser superada. Si Fleming no hubiera descubierto la penicilina, más pronto o más tarde alguien habría dado con las propiedades curativas del hongo. Sin embargo, como se apuntaba, el arte nos sitúa ante otro escenario.

Catalogamos a los artistas como “creadores”, no porque estén creando de la nada (todo artista se apoya en sus antecesores y contemporáneos, aunque sea para rechazarlos). Son “creadores” porque sin ellos su obra no habría existido jamás: “Podemos imaginar el teléfono sin Graham Bell o la teoría de la relatividad sin Einstein, pero no `Las Meninas´ sin Velázquez”, añade Savater. Cierto. Sin Puccini no habría `Nessum dorma´: seguiría existiendo la música, por supuesto, pero no esa aria. Sin Billy Wilder no habría `El apartamento´: seguiría existiendo el cine, claro, y habría extraordinarias películas, como sin duda las hay, pero no ésa, y no de esa única manera que hoy conocemos.

Por acabar. Sin Savater no existiría `Carne gobernada´. Es su último libro, y la premisa sigue siendo válida en sus múltiples títulos precedentes. Savater encarna discurso y acción, y su irrepetible forma de proceder le otorgan, en ambos derroteros, consideración de “creador”. Alguna vez escribí de él que es una admirable simbiosis de brillantez intelectual y coraje cívico. Y todo ello envuelto, además, en ese tono cercano, comprensible, desenfadado y jovial que tanto le caracteriza. Es sabiduría (sin petulancias), grandeza (sin postureos) y ejemplaridad (de la que reconforta). Así lo sigo pensando. Sus “creaciones” son una invitación al asombro. Y por todo esto, y por mil razones más, somos muchos los que le brindaremos gratitud y reconocimiento de por vida.

A lo largo de su carrera Savater también ha encontrado abundantes voces que quisieron, de un modo u otro, cercenar su palabra. Según las épocas, esos cercenadores le llevaron a la cárcel, le apartaron de la Universidad, le amenazaron, quisieron matarle, pretendieron enmudecerle… o le expulsaron del periódico donde escribía desde hace casi medio siglo. Pobrecillos (y pobrecillo, también, quien recurra al aspaviento, balbuciendo que “no son cosas comparables”: enumerar no es equiparar, e incurrir de forma interesada en ese equívoco no requiere ni réplica). Esos cercenadores quizá no sepan que la mezquindad nunca es artística: siempre es zafia copia, triste plagio, burda clonación... de mezquindades previas. Frente a ellos, sin bajar nunca la cabeza, personas como Savater seguirán ejercitando la “creadora” libertad.