Lo de Julia echa por tierra cualquier tentación de escribir sobre lo de los termómetros de Sánchez, las idas y venidas entre Vox y Mañueco o los totalitarismos de Ione Belarra, que ya no te dejará ni decidir que tu perra tenga cachorros en casa sin su visto bueno, primer paso para indicarte cuántos niños vas a poder tener tú. Y lo llaman libertad. 

El totalitarismo de quienes nos gobiernan es el anteproyecto del suicidio de la libertad contra el cual sólo cabría el contrapeso de una oposición fallida que participa del escándalo con su inoperancia, enredada en los termómetros y luces de Ayuso, Vigo y Feijóo. Así que lo de Julia es, al menos, una vuelta a la vida que tuvimos, cuando éramos libres. Estábamos domesticados en casa, pero no por el Gobierno

Julita empezó a ser Julia cuando pasó de los cincuenta. Era una de esas señoras que durante todo el año vestía con el mismo jersey anodino claro y la misma falda oscura de paño, justo por debajo de la rodilla. De baja estatura, cadera ancha, pelo corto y oscuro, y piel gruesa. Los andares se le quedaron apretados en unos de esos zapatos negros que llevaban todas las asistentas de cuando las peluquerías peinaban igual todas y todos los zapatos que usaban los obreros eran los mismos. Julia era La Vito de aquella España de Delibes que copió en su novela la vida de todos nosotros para que Mercero dirigiera 'La guerra de papá'. 

Cuando Julia cuidaba de nosotros eran los tiempos de las verbenas de colegio, de los rombos en las pelis y de los bocadillos de Nocilla de vez en cuando. De los cigarrillos de los padres con una copa de Fundador al acabar el día para hablar de sus cosas importantes mientras creían que dormíamos, y de los que nos fumábamos con quince años a escondidas con el zippo que nos había regalado nuestro primer amor mientras grabábamos canciones de los 40 Principales en el radiocasete poniendo celofán a nuestras viejas cintas de cuentos infantiles. 

Julia tenía la mano corta, las fuerzas largas y el bigote oscuro. Con su sueldo de asistenta sacaron carrera sus hijos, dos de ellos guardias civiles en la época de plomo, la otra deportista y el otro ya no recuerdo muy bien. Sus dedos eran un poco amorcillados, con las uñas siempre cortas y las manos húmedas de fregar. 

Su marido se prejubiló aún joven por enfermedad y Julia calentó la cama y las lentejas de cada día y cada noche en aquel piso de alquiler en el barrio de Las Delicias donde los hijos compartían dormitorio y estudiaban para los exámenes con un flexo y un cenicero mientras los que no, dormían. Ese barrio obrero de casas baratas y aceras oscuras, de cenicientas sin príncipe azul y chavales que soñaban con entrar en la Fasa. 

Julita nunca se quejaba de nada. Recibía con dignidad y agradecimiento cada bolsa de enseres que le daba mi madre de cuando nadie veía en aquello caridad burguesa sino bondad. Y cuando mi padre enfermó gravemente y la tensión generaba ese ambiente de no saber muy bien si estar sentado o de pie, si ir a una habitación u otra; si entrar, salir, comer, hablar o estar en silencio, mantuvo hasta que él falleció esa compostura perfecta que sólo se aprende en casa sin remilgos, sin inclusividad, diversidad ni resiliencia. La compostura que se aprende de la vida sin más, dejándole que nos enseñe. Porque sacar adelante a la familia no dejaba tiempo para perderlo.

Siempre tuvimos la mirada fuerte y comprensiva de Julia en aquellos días en los que la vida se te descoloca y se ríe de ti desde la cama de la habitación de un padre que ya lleva meses con las maletas hechas. Una habitación donde luego sólo quedaron unas gafas de pasta marrón y cristales gruesos encima de la mesilla y una calma insolente.

Cada día al regresar del colegio, se olía desde la escalera del portal el aroma de la olla. Esas Magefesa con esas válvulas dando vueltas como a la pata coja, que hacían más ruido que las de ahora y mucho más ricas las lentejas. Aquellas que parecía fueran a estallar y nunca lo hacían, cuando cuidabas de ti mismo y de las cosas sin letreros que presupusieran que fueras gilipollas e incapaz de aprender a poner una olla sin que te estallara en la cara. Eran los tiempos de los columpios sin suelo acolchado, de las rodillas peladas por la bici o los Sancheski y de los resbalones en la calle sin consultar a un abogado cómo sacarle una indemnización al consistorio de turno por daños y perjuicios.

Julita nunca habría pedido una indemnización por no haber visto una baldosa de la acera levantada. Entonces la vergüenza de no haber sido suficientemente espabilada iba de la mano de la dignidad, antes de que nos la compraran con un infantil victimismo complaciente.

Cada mañana acudía puntual a casa. Abría la puerta sacando las llaves de un monedero diminuto negro de piel gastada con cremallera, de esos donde se guardaban las pesetas para el pan, la leche y ciento cincuenta gramos de jamón york. Un monedero hecho ya a la medida de los gruesos dedos de una mujer de caligrafía torpe y honradez infinita. Una mujer que olía siempre a jabón Lagarto y a pescado rebozado. A barrio y a mesa camilla. A un vasito de cerveza los días especiales.

A Julia se la quería porque era Julita, la del cuello sudoroso de planchar y dejar hechas las croquetas de pollo; la que nos recogía a la salida del colegio con el bocadillo de chorizo envuelto en papel Albal y, cuando echábamos a correr, amenazaba con darnos un azote si desobedecíamos. Y unas veces obedecíamos, y otras nos cogía fuerte del brazo y nos hacía tirar hacia delante, como un pastor tira del ronzal de su borrico.

En una ocasión, Julia me sorprendió dándome un beso con mi primer noviete. Me miró con unos ojos que nunca le había visto antes. Y bajé la mirada. Porque Julia tenía la autoridad entonces que se cuestiona hoy a los padres. No hizo falta decirme nada. Pasé varias semanas dudando de si le habría dicho algo a mi madre. Mi padre ya se perdería eso y todo lo que vino después, que en realidad no es más que los nietos. Sólo eso. Los nietos son el último vals de la vejez cuando se ha sido padre.

Nunca supe qué ocurrió con aquel asunto. Entonces educar no era denunciar. Con una mirada valía para corregir un desvío. Como el profesor que sabe que un alumno ha copiado, anula el examen a toda la clase indicando lo ocurrido sin delatar al infractor, y lo repite de nuevo para que tenga la oportunidad de enmendarse. 

Julia se jubiló cuando yo estaba en la universidad. Atrás quedaron las broncas por no levantarme suficientemente pronto para ir al colegio, las croquetas de pollo y la alianza apretada en el dedo de su mano gruesa y pequeña, de manicura de estropajo y cazuela. 

Pasados los años y cada Navidad, recibíamos una postal de Julita y Julita recibía una postal nuestra. Los años le habían hecho más pequeña, tenía menos pelo y de un color castaño más suave, como queriendo ir acorde con una vida que ya no aprieta tanto.

Sus manos fueron el único pan que sacó adelante a aquella familia de seis en aquel piso de la calle General Shelly y nunca necesitó sentirse víctima por nada ni ante nadie. Sólo dependió de sí misma y de su trabajo, y todos dependieron de ella. Porque se sabía una mujer digna y capaz a pesar de no haber pisado apenas escuela. Toda una vida hilada con puntadas de feminismo sin saberlo. Antes quizá se llamaba simplemente libertad. Y sin pretenderlo. Alejada de toda reivindicación populista y popular, que viene a ser un poco lo mismo. 

El caso es que el pasado viernes Julia, con la vida ya cumplida, no despertó de su cama. Se quedó dormida encima de su colcha, perfectamente planchada. No pude llegar a tiempo al funeral. A Mariano lo deja viudo de toda una vida. Y estaba yo pensando en escribirle algo, ahora que recuerdo con tanto cariño su caligrafía antigua anotando los recados de quién llamaba por teléfono, y sus manos pequeñas y prietas de madre que tiraban de mí cuando volvía del colegio. Jamás fuimos tan libres. Descansa en paz, Julita.