Releer a David Gistau (Debate acaba de publicar una recopilación de sus crónicas en "El penúltimo negroni") es recibir un derechazo suyo en el columnismo de los demás, que vamos a cámara lenta mientras él machacaba el saco de la actualidad con la rapidez verbal y por lo tanto lectora que lo caracterizaba. 

Se andaba con pocas ínfulas y menos estorbos. Huía de la adulación y del beneplácito bíblico mutuo en el que se ha convertido este género periodístico al cual las redes sociales han cebado como a un pavo de Acción de Gracias hasta deformarlo en un exceso inabarcable y que siempre es estorbo de la verdad.

A Gistau no le hacía falta separar la paja del grano porque todo en él era grano y libertad, hasta para renegar del entusiasmo adulterado de la Navidad cuando un vecino cualquiera, invisible, gris y extraño el resto del año, lo sonreía en el rellano para desearle felicidad en esos días de prisas y bondad con fecha de caducidad.

Esto de la felicidad pasa ahora por encerrarse en los recuerdos de uno para no asistir a ese desmoronamiento de la vida, que siempre es la de cada cual, y que ocurre siempre cuando te das cuenta de que ahora es de otra manera, tan distinta y extraña, tan ajena a lo vivido y a lo que uno es, como les pasaba a los que escuchaban a Bing Crosby y creían que la llegada del rock and roll era más o menos el fin de una época que abría las puertas a la caída del imperio anterior.

No haber vivido las vidas de antes impide saber si antaño todo también iba a trompicones. El polvorón se atraganta mientras rascas el hielo del coche una mañana de enero, y sin que te haya dado tiempo a pensar nada que no sea controlar la factura de la calefacción, se cuela impostada la temporada de verano en los escaparates. Mientras, los árboles siguen jugando a las cartas dejando caer sus hojas sobre el tapete de las aceras grises creando alfombras marrones, negras y bermellonas, húmedas y yacentes. Como si quisieran advertirnos de que creemos que todo cambia para que no cambie nada, finalmente. 

Ahora que hemos aceptado que nadie nos pregunte cómo queremos vivir y damos vueltas como ratones en la rueda de la jaula que nos dejan, los que ya hemos vivido nos escondemos lo que podemos en nuestra vida de siempre y los más jóvenes, ávidos de transgresión, fluyen dentro de este río revuelto en el que creen que nadan. Como lo hicimos el resto.

Entre tanto, se nos cuela la ecoansiedad juvenil como muestra de que todas las épocas tienen su victimismo de mercadillo, y retrocedemos cien años para encumbrar la bicicleta como símbolo de sociedad que progresa con argumentos naífs como el dibujo de un niño de primaria.

Y en ese simplismo sin contrarréplica andamos, con la libertad individual pidiendo limosna por las esquinas, preocupados por no poder tomar una sola decisión, conscientes de que al día siguiente sus señorías podrían prohibir u obligar a algo nuevo. 

Dos años antes de su último golpe, Gistau hablaba de la felicidad oficial, la felicidad del Estado, la que tiene que ser porque no hay tiempo ni arrestos para reivindicar la propia. 

Así que ya nos contentamos con seguir viviendo, sin hacer muchos planes. Ya no soñamos con nada más que con vivir alguna vez por un momento más despacio junto al canturreo de un niño en zapatillas que juega, ajeno a todo, libre aún, en un minúsculo cuarto inundado de juguetes que consiguen estirar esas cuatro paredes hasta convertirlas en un universo único e infinito. 

Porque las cosas serias, las de verdad, son siempre las que nacen del tiempo que se para, vencido, entre legos, lápices de colores, dragones y muñecas. Es el triunfo de la libertad encontrada y no dirigida, la que se esconde en la satisfacción de la vida cuando sale al encuentro del camino propio.

Lo demás es sólo una cuenta atrás donde ni siquiera podemos aspirar al indulto.