Hay un campo dorado que se mantiene firme, ajeno al paso del tiempo, de las revoluciones y las deformaciones de España. Ése al que escribía Machado y que es tierra de todos pero sentida casi por nadie.

Y mientras ese campo castellano se resiste a la posmodernidad, España se desfigura como un cuadro de Picasso, con constantes brochazos de inmadurez. La misma que llena sus calles de vida y jolgorio pero necesita un enemigo común al que linchar después.

España es un eterno adolescente ávido de revolución sin haber sabido nunca muy bien para qué, que lo que necesitamos es el lío porque somos lío, así que cada cierto tiempo la cosa es ponerlo todo patas arriba porque consideran lo antiguo siempre contrario al progreso, aunque tampoco sepamos muy bien el de quién.

España se cabrea por lo mismo siempre. Es un avispero de emociones infantiles, siempre las mismas, que agitan convenientemente con la vara adecuada quienes luego obligarán a todos a meterse de nuevo obedientes en el mismo agujero, esta vez ya sin protestar porque ya no habrá motivo. Que lo importante era acabar con lo de antes, con los de antes, y no lo que resulta de hacerlo. Eso ya lo arreglaremos después.

Ahora que volvemos a acordarnos de Picasso por el 50 aniversario de su fallecimiento, tardaremos poco en afilar las lenguas para escudriñar más allá de su obra, analizar su vida, sus relaciones, sus desprecios y sus pasiones para pasarlo por el tamiz del camarada de turno, inquisidor de lo privado.

Una de sus mujeres y musas, Françoise Gilot, habla sin tapujos en su libro 'Mi vida con Picasso' del hombre que imaginó a Rossy de Palma antes de que la actriz naciera. Un hombre hostil y despiadado en ocasiones con las mujeres que cambiaría para siempre la Historia del Arte.

¿Cómo habría pintado España hoy Picasso? Probablemente de ninguna manera porque el espectáculo de seguro le habría parecido aburrido y sin hondura. Quizá se habría divertido dibujando a nuestras señorías tocadas con barquitos de papel denunciando así con ironía su supina estupidez.

A Picasso le molestaba mucho la gente estúpida porque decía que no lo entendían. Le gustaban los toros y se hacía y deshacía de las mujeres con la misma facilidad con la que esbozaba un dibujo genial. Dos de ellas, Jacqueline Roque y Marie Thérèse, se acabaron suicidando. Cuando su primera mujer, Olga Kohkhlova, falleció de cáncer, no fue a su funeral.

La vida amorosa de Picasso, que creía que el Arte era la mentira que nos ayudaba a entender la verdad, está salpicada de controversias y de testimonios por los que hoy sería sin dudarlo acusado de machista y maltratador. ¿Y qué es Picasso hoy sino su obra, máxime una vez muerto?

Así que ahora que revisamos y reescribimos los libros de Agatha Christie o los de Roald Dahl por ofensivos, puede que la actual horda de nuevos parroquianos acabe algún día señalando la obra del genio malagueño con esa miseria intelectual vengativa que nace de la rabia de la incompetencia y que precede a la destrucción de la belleza. Siempre de la belleza, que es al fin y al cabo lo que les molesta. Y no lo otro. 

Pero cuando el imperio de la estupidez termine y devore a sus hijos como en el cuadro de Goya, Picasso seguirá siendo Picasso y los campos amarillos y ocres de Machado, siempre tan solos y austeros, seguirán ahí para demostrarnos que sólo persiste al pasar de los años aquello que es por sí mismo, inmutable, a pesar de la revolución de los idiotas.