Opinión

Ortega: Cataluña, Vasconia y la urraca de la Pampa

Ortega y Gasset.

Ortega y Gasset.

“La realidad histórica es, a menudo, como la urraca de la Pampa, que en un lao pega los gritos y en otro pone los huevos”.

Quiere Ortega y Gasset (9 mayo 1883-18 octubre 1955) con esas palabras recabar la atención del lector hacia otros lugares, grupos e instituciones “donde en verdad anidan los dolores que luego dan sus gritos en Barcelona o en Bilbao”: el poder central y la sociedad española, previamente minadas por un “particularismo” que juzga más devastador que el regional, y manantial de éste; el de los diferentes grupos sociales: “La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás”. Esto supone que, al tiempo que se desprecian los problemas del vecino (grupo o región), se tiene un sentido hipertrófico de los propios. El victimismo que se endosa a los nacionalismos periféricos no ha sido, pues, según él, seña exclusiva de ellos.

Quizá a algunos lectores les sorprenda que a Ortega le resulte frívolo “juzgar el catalanismo y el bizcaitarrismo como movimientos artificiosos nacidos del capricho privado de unos cuantos”. Un autor actual de renombre cae en esa frivolidad en un suplemento. Ortega lanza su mirada escrutadora para deshacer el equívoco y afirmar que ambos movimientos centrífugos constituían en aquel tiempo (1921) manifestaciones del previo estado fracturado de la sociedad española. De manera que analiza los nacionalismos catalán y vasco (en origen, bizkaitarra) como casos específicos y territoriales de un particularismo más general preexistente en toda España: el de los diferentes cuerpos sociales, el Estado de los compartimientos estancos; esto es, la España invertebrada.

Se me ocurre llamarlo “autismo recíproco” entre clases, gremios profesionales o partidos políticos. Así que dilapidando cada grupo su escasa energía con sordera patológica hacia los demás “no juntaremos lo bastante para mandar cantar a un ciego”. Ha pasado un siglo; pero, con las diferencias que se quieran y sin meter a todos en el mismo saco, ¿no nos suena?

Ortega deposita su esperanza en la emergencia de un nuevo regionalismo o nacionalismo en el que gallegos, vascongados o catalanes abandonen la creencia en la peculiaridad étnica (raza, idioma, temperamento, costumbres) como sustento suficiente para constituirse en estados, creencia para él “tan falsa como ingenua”.

El pensador, tan denostado por su aristocratismo mal entendido está, sin embargo, en sintonía con la sensibilidad actual en estas líneas: “…la convivencia estatal, la unidad civil soberana, radican en la voluntad histórica –y no en la fatalidad biológica- de convivir”. Y sigue afirmando que en la génesis y desarrollo del Estado late “la unión política de grupos humanos étnicamente desunidos”. El deslinde entre los conceptos de soberanía y Estado, de un lado, y de comunidad étnica, del otro, es hoy evidente, pero no hace un siglo.

El filósofo se adentra en la circunstancia de la variedad étnica española como activo aprovechable, como “magnífica riqueza para el dinamismo del Estado”. No es un centralista carpetovetónico al uso, denuncia que España es “un Estado en que sólo se afirma la dimensión de la unidad sin más modelado, relieve y calificación”. Es claro en su juicio: “¡Unidad pobre, sin articulaciones ni interna variedad!” Incluso, al hablar de que en Barcelona y Bilbao pugnan “nacionalistas” y “unitarios” (llama a estos últimos “centralistas vascos y catalanes”) discrepa hasta “un extremado punto” con la idea de los unitarios de resolver el problema, digamos, por las bravas.

Incluso más: del unitarismo surgido en las dos regiones españolas más avanzadas enfrentado a “catalanistas y bizcaitarras” infiere que, en general, “es un producto de cabezas catalanas y vizcaínas nativamente incapaces (…) para comprender la historia de España”. Y un postre quizá indigesto para algunos: osa decir que la actitud de centralistas catalanes y vizcaínos, su fijación en solventar el asunto, como he escrito, por las bravas, es “catalanismo y bizcaitarrismo, bien que de signo contrario”.

Ortega cree, recapitulo, que en la falta de un “programa sugestivo de vida en común” (el particularismo) se encuentra el hontanar del secesionismo catalanista y bizkaitarra. Ahora bien, podríamos objetar que esa “vida en común” no fuera solución: cuando una joven es cortejada por un joven a quien no desea, sus requiebros, lejos de agradarla, la incomodan.

Hoy el tema persiste e, incluso, está desde 2017 al pil pil en Cataluña. Los gritos de Barcelona y Bilbao, más audibles al presente los catalanes, ¿son ardid de pedigüeños aprovechados, expresión de llagas ciertas o mera repulsión de dos jóvenes ante un galán latoso? Atrévase con una respuesta clara quien se crea tan sagaz como la urraca de la Pampa.