Opinión

Mi agradecimiento a Antonio Escohotado

Antonio Escohotado.

Antonio Escohotado.

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El pasado domingo 21 de noviembre, a la hora del desayuno, me ha sobresaltó la triste noticia de que Antonio Escohotado se nos había ido. Aún conmovido y con un pedazo de hielo en las entrañas, cedo a la vana tentación de dedicarle unas palabras. Su muerte no debería ser una sorpresa. Seamos realistas. Un hombre de 80 años, permanentemente unido a un cigarrillo y un whisky on the rocks había llegado demasiado lejos. Pero en Escohotado todo era desmesurado: su inteligencia, su entusiasmo por el conocimiento, su sentido del humor, su humanidad, su generosidad. ¿Por qué no había de serlo también su salud?

Escohotado tenía “arreglado” desde hace años el tema de su muerte. Afirmaba que todos deberíamos tener un revolver en la mesilla (o un botiquín) para evitar las miserias del vejez. Así que no hay sorpresa en su desaparición, solo estupor. Y una miaja de tristeza que amortigua la certeza de que no le faltó compañía, conversación ni respeto sincero desde que dejó a su familia en Galapagar para ir a morir a Ibiza, hace ya más de un año. Quienes lo amábamos y lo seguíamos, esperábamos ese día la misma serenidad que él. Somos legión, afortunadamente, los que, a duras penas, peleamos cada palmo de libertad amarrados a su verbo. No sabemos decirlo como él… 

Han salido cientos de reseñas y artículos sobre el último de los sabios que ha dado este país llamado España. No soy especialistas en su obra. Tampoco estoy dotado de un pensamiento tan ágil y certero como alguno de quienes glosaran su perfil. Únicamente siento la necesidad de brindar mi humilde homenaje a una de las personas que más me ha inspirado. Como tantos otros, me siento deudor de quien antepuso juicio a prejuicio toda su vida. Y en ese punto, especialmente en ese punto, Antonio Escohotado es un faro que, por fortuna, no precisa de su presencia física para mantenerse encendido.

“No encuentro en él ningún defectillo”, decía Antonio Escohotado de Sócrates, el hombre al que el filósofo madrileño veneró como un compañero de viaje ejemplar. Uno se supone que Don Antonio tendría sus taras. Pero, a quienes lo contemplábamos desde lejos, lo cierto es que nos cuesta verlas. Su estela no deja sobras mancilladas por la impostura. Como un buen vino, el paso del tiempo depuró su figura quijotesca tanto como su pensamiento. Al final, solo queda un hombre desnudo prendido de lucidez, tolerancia, pasión por la verdad, coraje y honestidad intelectual. Ahí es nada.

Gracias, maestro.