Pintada de "fascistas" en la persiana de la heladería Dellaostia Barcelona
La ley del embudo
Hace unos días, en Cataluña, un grupúsculo (dice la prensa) ha atacado un negocio por hablar en castellano. No es un hecho aislado: de hecho, las leyes lingüísticas pueden ser un buen caldo de cultivo del odio al diferente.
Nada nuevo: la historia está plagada de ejemplos en los que cualquier excusa ha servido al ser humano degradado para buscar diferencias excluyentes aunque sean inventadas y empezar la caza de brujas al que no es de la secta de turno.
Casualmente, lo que sería un delito de odio, tipificado en nuestras leyes, se suaviza convenientemente y se contemporiza con el mismo. El resultado, como siempre, más odio. Esa doble vara de medir, no sólo en España.
Quizás sea un ejemplo similar a la persecución judía, cuyo máximo culmen fue el Holocausto, oculto en su momento por mecanismos psicosociales similares a los que ahora actúan. Pero claro, "eso, a nosotros, no nos pasará"… dad tiempo.
Los procesos de exclusión empiezan de forma casi banal: con una burla, una señalización, un silencio cómplice… — el bullying escolar, por ejemplo, otra faceta de lo mismo— y terminan, si no se detienen, en persecuciones abiertas. La persecución no empieza de golpe, se incuba a veces durante décadas en un clima de desprecio cotidiano, validado por leyes y normalizado por la sociedad. La deshumanización del otro, la obediencia a la norma, el miedo al disenso, sigue siendo un arma de unos pocos vociferantes contra una mayoría silenciosa… y culpable como grupo, por consentirlo.
¿Les suena el asesinato del CEO de United Healthcare en Nueva York? Es un caso de "violencia dirigida".
Ruanda en 1994: las radios locales animaban a la población a exterminar a los tutsis llamándolos "cucarachas". La propaganda deshumanizó al diferente, y en apenas cien días fueron asesinadas ochocientas mil personas. Nadie vio —o nadie quiso ver— que el odio estaba germinando mucho antes de la matanza.
Discursos de grupos terroristas como Hamás, que justifican el asesinato de civiles bajo la bandera de la resistencia o la liberación. El odio se viste de causa justa, y así consigue sembrar simpatías en sectores que prefieren cerrar los ojos a la masacre.
En Europa, partidos y movimientos diversos de extrema derecha y de extrema izquierda llevan años construyendo relatos que legitiman la exclusión del otro, inmigrantes, minorías étnicas, disidentes ideológicos… El lenguaje se va endureciendo poco a poco, y cuando se quiere reaccionar, el veneno ya está normalizado.
Un ejemplo contemporáneo lo vemos en ciertos discursos de la izquierda sobre la inmigración. El acogimiento sin filtros no se plantea como una política debatible —con pros, contras, costes y límites—, sino como un test moral: quien lo cuestiona queda automáticamente señalado como xenófobo o racista. Así, el drama humano de los inmigrantes se convierte en excusa política para estigmatizar al contrario. No importa tanto resolver el problema como ganar la superioridad moral en el debate. O el feminismo, el ecologismo… cualquier "ismo" sirve de excusa.
Porque sí: el ser humano es el mismo, generación a generación, desde hace ya muchas, y tropieza —y cae si no se evita— siempre en las mismas piedras. Por eso, cada tropiezo hay que denunciarlo, sin paños calientes o manga ancha, a no ser que alguien vaya buscando exactamente eso, excitar al populacho y alimentar el fuego.
Ni que fuera nuevo, tampoco. Ya lo dice la tradición, "culpa nuestra, culpa nuestra", desde hace mucho, mucho tiempo: mea culpa, mea culpa.
Aclaremos las cosas, volviendo al principio del artículo:
El acoso lingüístico deliberado, como los ataques a personas o negocios por el idioma que utilizan, puede encuadrarse dentro del concepto de delito de odio según el Código Penal español. El artículo 510 establece que "se castigará a quien promueva, fomente o incite al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo o individuo por motivos raciales, étnicos, religiosos, de género, orientación sexual, identidad de género, enfermedad o discapacidad".
Aunque la lengua no se menciona expresamente, la identidad lingüística constituye un elemento relevante de un grupo social, y agredir a alguien por su idioma supone un ataque a su identidad cultural, encajando en la lógica de exclusión propia de los delitos de odio.
El elemento subjetivo del delito se cumple cuando el acoso lingüístico busca humillar, excluir o intimidar a un grupo determinado, demostrando la intención de hostigar o discriminar. Además, este tipo de acoso genera un ambiente de miedo y exclusión, fomenta la polarización y legitima futuras agresiones, lo que justifica su consideración penal.
Salvo, por supuesto, que el ordenamiento jurídico siga aplicando criterios distintos según quién sea la víctima, en cuyo caso se corre el riesgo de relativizar la gravedad del acoso lingüístico y perpetuar la discriminación.
Y esa doble vara de medir, proverbialmente llamada "ley del embudo", es otra historia.