Narbona, Sánchez y Montero, este lunes en Madrid.

Narbona, Sánchez y Montero, este lunes en Madrid. EP Madrid

El poder por encima de todo

Jesús Peinado
Publicada

Sánchez se atrinchera, desprecia la crítica, niega responsabilidades y convierte al Gobierno en escudo de sus intereses personales, enfrenta el momento más delicado de su mandato, y su respuesta no ha sido la de un presidente consciente de su responsabilidad institucional, sino la de quien rehúye cualquier asunción de culpa.

Lejos de aportar explicaciones convincentes, ha optado por atrincherarse en un discurso agresivo, repleto de evasivas y ataques personales.

El informe de la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil sobre el llamado caso Koldo ha encendido todas las alarmas. Pero en lugar de afrontar con transparencia las implicaciones de un escándalo que afecta directamente a su entorno más cercano, el presidente ha reaccionado con una estrategia previsible: desviar la atención, culpar a la oposición y minimizar la gravedad de los hechos.

Su línea de defensa es endeble. Sostiene que los hechos sólo conciernen a Ábalos y Cerdán, ignorando de forma deliberada a Koldo, su antiguo colaborador de confianza, a quien encomendó la custodia de sus avales durante las primarias del PSOE.

Sánchez insiste en que no hay condenas judiciales, como si la política debiera esperar la sentencia firme antes de tomar decisiones. Él mismo, en otro tiempo, exigía dimisiones preventivas en nombre de la ejemplaridad.

Pero hoy no solo ha cambiado el criterio; ha invertido los papeles. Lo que entonces era exigencia ética, hoy es “acoso mediático”. Lo que antes era intolerable, hoy es “bulo”. En su última comparecencia, el presidente reconoció la gravedad del caso Koldo —como no podía ser de otro modo—, pero descalificó sin rubor los informes que implican a su esposa, su hermano y al fiscal general del Estado, todos elaborados por la misma unidad de la Guardia Civil. Al parecer, para Sánchez, la credibilidad de un informe depende del grado de cercanía con los investigados.

Ni una sola palabra dedicó al caso de corrupción institucional protagonizado por Miguel Ángel Gallardo, secretario general del PSOE de Extremadura, que, en fraude de ley, maniobró para obtener el aforamiento y así eludir la acción de la justicia. Silencio total ante un escándalo que afecta directamente a su partido y que habría provocado dimisiones inmediatas en cualquier democracia madura.

Más preocupante aún es el intento del presidente por disociar su Gobierno del partido que lo sostiene, como si pudiera proteger al primero sacrificando al segundo. Pero el esfuerzo es en vano. Las adjudicaciones bajo sospecha provienen de ministerios, especialmente de Fomento, y las empresas beneficiadas, como Acciona, están vinculadas a los intereses que pugnan por controlar el grupo Prisa, medio afín a los postulados de Moncloa.

La conexión entre poder político, intereses económicos y control mediático resulta cada vez más evidente.

Sánchez no sólo desprecia las críticas: las transforma en conspiraciones. Convierte la crítica en ataque, la disidencia en conspiración, y se niega a asumir una sola responsabilidad política. Se presenta como víctima de una campaña de descrédito, pero responde con agresividad, desdén y superioridad moral. Se expresa ex catedra, como si su verdad fuera incuestionable.

Todo lo que no encaje con su relato es calificado de mentira, manipulación o ultraderecha. Su actitud chulesca cuando está sólo en el atril ante una parva de periodistas afines (la mayoría), a los que comunica que es el capitán, dista mucho de la cagalera que le entró cuando salió corriendo en Paiporta.

Apela ahora a “los cuarenta y ocho millones de españoles” para justificar su permanencia en el cargo, pese a haber levantado un muro al inicio de la legislatura y despreciado sistemáticamente a la mitad del país. Afirma que no puede entregar España a “la peor oposición de la democracia”, como si la nación le perteneciera, como si unas elecciones fueran un acto de usurpación y no una legítima expresión de la voluntad popular.

Sánchez no contempla someterse a una cuestión de confianza, pese a que él mismo ha invocado la Constitución para desafiar a la oposición con una moción de censura. El doble rasero es constante. Hoy defiende la estabilidad institucional, pero ha cedido una parte del Estado a socios que no ocultan su intención de debilitarlo para imponer su agenda. Y lo hace sin rubor, convencido de que puede resistir a todo precio.

El poder es, para Sánchez, un fin en sí mismo. Ha convertido al Gobierno en un escudo para su ambición personal, y a sus adversarios en excusa para evitar cualquier rendición de cuentas. En su discurso ya no hay autocrítica ni responsabilidad, sólo una retórica cada vez más ensimismada que busca sobrevivir al escándalo a base de confrontación.

En política, como defendió en el pasado, la ejemplaridad debe preceder a la sentencia judicial. La ética pública no es un recurso estratégico; es una obligación. Si Sánchez ha olvidado esa máxima, será la sociedad quien se la recuerde