No quiero confundir la colcha destrenzada de las palabras con la moqueta del silencio que arrastra las noches de verano. Quiero hablar, escribir más bien, de la fórmula aviesa que sigue iterando, sin respetar el estío, con la que se propone salvar España con la condición de quedarse con ella. Es un plan sustancioso, nutricio, un expurgo calmado de la poca capacidad crítica que nos queda. Avisar de que vienen los fachas ya lo hacía Alfonso Guerra en los noventa, cuando todavía era un maniquí útil para el partido, con imitación en el mítico “Al ataque” de Alfonso Arús incluida. Nos reíamos, los que nacimos vacunados de paranoia y excedentes de cupo del comunismo, porque habíamos escapado de la turbiedad de un destino repetido y repetitivo.
Pido una lluvia inesperada, levemente catastrófica, que asusta a mi hijo con su maquillaje de tormenta, y me refresca en este momento primero en el que la columna me domina, me atrapa. La electricidad del cielo es la gran ausente en la regularización de la red ferroviaria. Me asombra contemplar la idiocia, la polarización, entre ministros, ministrables, consultados y consultores. La sequedad en estos labios que ya no besarán España porque España es un lugar donde se condecora mientras Europa condena.
La revisión del currículo entre los altos mandatarios del PSOE nos demuestra su afinidad por la corruptela y el desdén hacia todo lo que se encajona entre el nuevo “fascio”. En Aragón, tierra de vagones oxidados, de autobuses que se deslizan sobre el alquitrán desmenuzado, agradadores del pancatalanismo, hipnotizados por la desidia monoteísta de la izquierda, son capaces de preocuparse más de que la presidenta de Madrid verbalice evidencias como que usar la lengua propia de España (con perdón) para comunicarse en un encuentro entre presidentes no es una tautología.
Los mismos palmeros que lixivian el progresismo con su Lleida y su Xixón y callan al ver escrito Carrer Saragossa a dos cuadras del antiguo paso del tren en Salou. Del mismo modo en el que el joven necesita en su épica generacional del juego de las banderas, Pamplona aka Iruña, mantiene el recuerdo de la serpiente, en esa esquizoide relación con los toros. A mí, al menos, me apena. Cómo extraño ese misterio de playa y ferias en el momento que se apaga la luz en la frontera. De trenes y nucleares, lo que se inicia como ausencia termina como repetición y, si algún día vuelve el fundido a negro, acabaremos en la oscuridad, celebrando lo lúcida y limpio que resulta el cielo de las ciudades.
Ojalá esta noche sea la revancha del día y el amanecer me sorprenda con un susurro de mar, penitencia pagada tras meses de clases, teclas y disidencia. No sea esta columna un libro de instrucciones ni un manual de comportamiento correcto. Sin esperanza en el Tour de Francia, Luis Ocaña se sienta junto a mí y me ofrece un armagnac con soda (cero calorías), encasquillada la máquina del tiempo, como el día que Perico Delgado salió tarde en Luxemburgo, como el enésimo socialista navarro, como las manos ardientes (con perdón, mejor ardidas, si puede usarse este adjetivo) de Pilar Alegría. En la delgadez zurcida de nuestro presidente Javier Lambán hay más dignidad que en los kilos de maquillaje de Pedro Sánchez. Y ese revanchismo de los que aplaudieron sus pactos es una indecencia que no seré yo quien aplauda.