Cuando estés leyendo estas líneas, el verano habrá abierto sus puertas de par en par. Esta estación es sinónimo de calor, de necesarias vacaciones y de viajes pendientes. El verano se abre a las posibilidades y extiende sus brazos a nuestros sueños, anhelos y deseos ocultos. El verano es frágil y, ante todo, es ligero.

Es un periodo en el que todo parece imposible, pero, al mismo tiempo, todo está a nuestro alcance. Es furtivo, sorprendente, divertido e incluso algo superficial. Parece que flota sobre el suelo a una pequeña altura y se evapora rápidamente entre nuestras manos.

La ligereza puede ser una cualidad, pero también conlleva problemas, confusiones y desencantos. Siempre que llega el verano, recuerdo las maravillosas dudas de Milan Kundera en su obra cumbre, La insoportable levedad del ser.

En ella, se preguntaba: “¿Pero es de verdad terrible el peso y maravillosa la levedad? La carga más pesada nos destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. Pero en la poesía amatoria de todas las épocas la mujer desea cargar con el peso del cuerpo del hombre. La carga más pesada es, por lo tanto, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será. Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real solo a medias y sus movimientos sean tan libres como insignificantes. Entonces, ¿qué hemos de elegir? ¿El peso o la levedad?”.

Estas cuestiones gravitan en nuestro periplo veraniego y son clave en la mayor parte de las películas que tienen como protagonista consciente o inconsciente a este periodo del año. El cine se ha interesado por el verano porque en él reconoce su banalidad, su capacidad de retratar lo etéreo, lo cambiante, pero, a la vez, descubre la esencia en la sencillez, lo puro en lo cotidiano. Pesa, aunque, a la vez, flote.

Las películas “veraniegas” son sencillas. Los personajes deambulan persiguiendo sus sueños, se encuentran perdidos, descubren el amor, se abren a nuevas experiencias, viajan (mucho), y, sobre todo, son conscientes de que todo tiene un final cercano, que viven en un pequeño sueño, un paréntesis en sus intranscendentes vidas.

El cine y el verano son como los primeros besos: sorpresivos, valientes, torpes y, a veces, equivocados. Son puramente humanos. Y, en consecuencia, consiguen que sus protagonistas busquen y que los espectadores encuentren.

En la maravillosa El rayo verde (1986), de Éric Rohmer (probablemente el director que mejor ha retratado el verano en el cine), su protagonista, Delphine, es incapaz de saber lo que quiere en la vida. Está sola y no tiene ningún plan para la estación estival. Se siente rara: busca, pero no encuentra. Y, lo más importante, no acaba de reconocerse.

Solo al final de su travesía adquiere la enseñanza básica del verano: tiene que vivir despreocupadamente y solo es en ese momento, en esa ligereza, cuando (se) encuentra. Cierra los ojos y espera, tan solo por unos instantes, sentir la plenitud de la vida. Dura poco pero el recuerdo es para siempre. Y así, de la misma forma, sentimos las películas.