Eurovisión no es solo música. Es política, es diplomacia, es imagen internacional con lentejuelas. Es el soft power en estado puro: ese poder blando que te convence sin levantar la voz, sin desplegar tanques ni emitir sanciones. A lo sumo, lo más agresivo que vemos es un “zero points”.
Les suena el término, ¿verdad? Como las famosas soft skills que piden en las ofertas de empleo. Nada de hacer macros en Excel, lo importante es saber llevarte bien con la gente. Pues en la política internacional pasa lo mismo: si puedes caer bien, ¿para qué pelear? Joseph Nye ya lo explicó hace décadas. Y cada edición del festival lo confirma.
La música, el arte, el cine o la moda no son entretenimiento inocente. Son herramientas de seducción global. Lo entendió Estados Unidos con Hollywood, lo aplica Corea del Sur con sus ídolos adolescentes de K-pop y lo exprime Israel cada vez que pisa el escenario de Eurovisión. Porque sí, Eurovisión es una tarima geopolítica con focos.
¿Alguien se escandaliza? Que no se haga el sorprendido. Esto viene de lejos. En 2022 ganó Ucrania mientras las bombas caían sobre Kiev. No fue solo una canción, fue un acto de solidaridad continental. Un grito mudo —pero afinado— contra la invasión rusa. Y lo mismo pasa cada año: los países votan a sus vecinos, a sus aliados… o a quienes conviene.
Portugal dándole cero puntos a España después de un apagón eléctrico es, probablemente, una forma elegante de mostrar descontento sin tensionar la cuerda diplomática. Eso también es soft power.
Este año, Israel casi gana por voto popular. España, en cambio... ¿Motivos musicales? Claro, claro. O quizá algo más. RTVE presionada, Melody cabreada y una sensación de veto suave, de esos que no se confirman pero se notan. Todo por defender los derechos humanos, dicen algunos. Y si ese es el precio, pues adelante: perder Eurovisión con dignidad es una forma de liderazgo moral. Sintámonos orgullosos y abanderemos nuestros valores por encima de todo.
Pero aquí es donde la cosa chirría. Porque si somos tan firmes en nuestros principios, ¿qué hace el presidente español en la Liga Árabe rodeado de jeques o de gira con Xi Jinping en Pekín? Si el criterio es ético, entonces habría que aplicar el rasero en todas direcciones. Exijamos valores democráticos y respeto a los derechos humanos en Irak, Líbano, Siria, Arabia Saudí, Sudán, Emiratos… que son algunos de los países que componen la Liga de los Estados Árabes.
China reprime minorías, censura al colectivo LGTBI y encarcela a disidentes, entre una incontable lista de presiones y represiones que denuncia Human Rights Watch en su último Informe Anual. Sin embargo, ahí está Sánchez poniendo “énfasis en construir una agenda positiva España-China”. ¿La excusa? Economía, por supuesto. Porque en el fondo, lo de los derechos humanos es negociable… según quién los viole y cuánto compre.
No se trata de defender a unos y atacar a otros, sino de pedir consistencia. Si vamos a ser adalides de los derechos humanos, lo seamos siempre. No solo cuando nos conviene, cuando nuestro socio de gobierno nos lo exige o cuando no afecta a nuestras exportaciones.
Al final, la diplomacia —como Eurovisión— es una coreografía. Y si uno quiere que le voten, tiene que saber qué pasos seguir. Porque caer bien, en política internacional, vale más que afinar una nota. Y este año, a España se le ha ido el tono… y el guion.