Ursula von der Leyen y Frans Timmermans durante una rueda de prensa en Bruselas.

Ursula von der Leyen y Frans Timmermans durante una rueda de prensa en Bruselas. Reuters

LA TRIBUNA

¿Es la democracia el poder del gobierno para controlar a los ciudadanos?

¿Sigue siendo la democracia el poder de los ciudadanos para controlar al gobierno o ha empezado a convertirse en el poder del gobierno para controlar a los ciudadanos?

18 agosto, 2022 00:55

Como todo el mundo sabe, la palabra democracia puede significar cosas muy distintas, de forma que no siempre coincide lo que quiere decir el que la usa y lo que entiende el que la escucha. En realidad, el único significado inequívoco del término es el que se asocia al respeto de los resultados electorales.

Fachada del Congreso de los Diputados sin iluminación, a 2 de agosto de 2022, tras apagar la iluminación para cumplir con el plan de ahorro energético.

Fachada del Congreso de los Diputados sin iluminación, a 2 de agosto de 2022, tras apagar la iluminación para cumplir con el plan de ahorro energético.

Es decir, a asumir que el gobierno deba caer en manos de quien tiene mayoría de votos.

Esto es fácil de ver en las elecciones directas, y no tan fácil en las que hay un intermediario, una cámara política, entre el voto popular y la elección del gobernante, como es el caso de España, en el que cabe, aunque sea difícil, que quien gobierne no tenga una mayoría clara de voto popular.

Hay otras dos nociones de democracia cuya diferencia expresa una discrepancia muy honda.

La primera se refiere a la democracia como un sistema que permite la alternancia política, dando por hecho que todo gobierno acaba por fracasar, por cansar al menos, y que la democracia reside en el poder que el pueblo tiene para destituir pacíficamente a cualquier gobierno y para dar paso a otros.

Esta idea implica dos supuestos bastante importantes.

En primer lugar, que el pluralismo es una condición irreprimible de la vida política. Y, en consecuencia, que siempre existe un bien superior al que se obtiene cuando el gobierno es de uno de los nuestros. Es decir, que se cree en algo parecido al bien común, pero también en que la libertad política es un valor irrenunciable.

En suma, se cree en que el partidismo debe ceder el paso al patriotismo.

"En la tradición liberal de la democracia cabe la alternancia entre conservadores/liberales y progresistas/socialistas"

Estas dos primeras acepciones de democracia son propias de la tradición liberal y se encuentran recogidas, de una u otra forma, en las constituciones de todas las democracias consolidadas. Dentro de ese esquema cabe, por tanto, una alternancia entre conservadores/liberales y progresistas/socialistas.

O, dicho de otra manera, entre derechas e izquierdas. Algo que ha venido sucediendo en muchos lugares con cierta regularidad al menos desde inicios del siglo pasado.

Hay otra idea de la democracia que no cabe sin dificultad en las dos anteriores y que ha tenido una gran fuerza, muy en especial, en momentos de crisis.

Frente a definiciones formales, como las dos primeras, hay una manera muy poderosa de entender la democracia que se relaciona con la necesidad de que se impongan y se respeten los valores más esenciales por encima de la mera opinión ciudadana, a la que se suponen serias limitaciones intelectuales y morales. Bien por responder a intereses insolidarios y contrarios al bien común, bien por estar ciegos ante determinadas verdades que se suponen indiscutibles, incluso científicas.

Es lo que hay detrás, por ejemplo, de quienes afirman al perder una elección que los ciudadanos se han equivocado, un juicio que carece de sentido bajo el supuesto común a las dos primeras ideas sobre la democracia.

La encarnación más importante de esta idea de la democracia se ha asentado en el socialismo histórico y, con determinados matices, en la socialdemocracia posterior a la segunda guerra mundial que, de alguna manera, la puso en cuarentena.

Ahora mismo, sin embargo, es una idea que asoma con fuerza bajo dos versiones que tienden a entenderse.

El populismo de izquierdas, lo que en España representa Podemos y sus diversas encarnaduras regionales (que, sin duda, han tenido una importancia mayor de lo que es habitual reconocer en las políticas de Pedro Sánchez).

"Puede que en Europa sean todavía minoritarias las tendencias a sustituir la democracia por alguna forma de epistocracia de los ecologistas woke que dicen saber cómo protegernos y, sobre todo, cómo salvar al planeta"

Y la que se acoge bajo el manto del ecologismo radical. Una propuesta que, por ejemplo, se encuentra en un artículo (Democracy Is the Planet's Biggest Enemy, en la revista Foreign Policy) de David Runciman, un politólogo de Cambridge que cuestiona algunos de los fundamentos tradicionales de la democracia al considerar que la crisis climática requiere un pensamiento de largo plazo mientras que las políticas electorales se mueven por reclamos mucho más inmediatos.

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De nuevo, pues, una forma de autoritarismo aristocrático que quiere obligarnos a hacer lo que no nos gustaría en función de argumentos que se suponen incontestables por derivar de la ciencia.

En realidad, ideas como estas últimas van más allá de la democracia. La consideran, tal vez, como un paso necesario hacia la democracia verdadera, pero no como un depósito político moral que haya que respetar.

De la misma manera que algunos dictadores han llegado al poder a través de las urnas y han conseguido luego, desde el gobierno, modificar las reglas de juego para seguir año tras año sin límite alguno en el machito (como Chávez en Venezuela y Ortega en Nicaragua), los que se consideran en la obligación de llevar a la humanidad hacia su mejor destino, por mucho que ese propósito vaya en contra de la voluntad ciudadana y de las libertades individuales, siempre procuran dificultar la alternancia.

No sólo porque les resulte incómoda o insoportable su derrota, sino también porque podrían creer con sinceridad que un paso adelante para la democracia podría ser un paso atrás para la humanidad.

Puede que en Europa sean todavía minoritarias las tendencias a sustituir la democracia por alguna forma de epistocracia, de gobierno efectivo y sin límites de los ecologistas woke que dicen saber cómo protegernos y, sobre todo, cómo salvar al planeta.

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Pero estamos asistiendo a la proliferación de medidas intervencionistas muy difíciles de justificar si no es bajo el amparo de ideas que nada tienen que ver con la democracia. Ideas tales como el saber de los expertos en el caso de la epidemia (¿?) o ante la crisis energética. Una serie de medidas que se presentan como una mezcla de sabio y desinteresado dictamen y de recomendación ética en función de supuestos valores superiores a los de la libertad política y la democracia electoral.

"Tenemos derecho a preguntarnos si detrás de los decretos que ordenan apagar los escaparates puede haber algo más que una discreta solidaridad con los problemas energéticos de Europa"

Una cierta corriente de admiración ante las supuestas eficacias de la ilimitada dictadura china, que lo mismo cierra a cal y canto megaciudades con la intención de acabar con el virus que pone en pie un temible ejército para amenazar a Taiwán, aunque tal vez sólo se trate de amarrar la irregular permanencia en el poder del actual líder del PCCh, está también detrás del auge de las formas de autoritarismo que quieren superar a las democracias por su pregonada ineficacia para resolver los grandes problemas.

Así que tenemos cierto derecho a preguntarnos si detrás de los decretos que ordenan apagar los escaparates puede haber algo más que una discreta solidaridad con los problemas energéticos de Europa. Solidaridad que ha de ser, sin duda, bienvenida si no nos encontramos ante una manifestación un tanto disimulada de un nuevo despotismo que, con amparo democrático, pretende dar un paso adelante hacia formas mejores de democracia.

Aquellas en que la conformidad con el poder y la entrega a sus designios hagan impensable que nos riamos de las recomendaciones sobre la corbata o de las incesantes soflamas ecologistas, pero también que perdamos la capacidad de asombro y de rechazo ante medidas tan sorprendentes e injustificables como el giro sanchista en el Sáhara.

Lo que está en juego es, en fin, si la democracia sigue siendo el poder de los ciudadanos para controlar al gobierno o acabará por ser el poder del gobierno para controlar a los ciudadanos, que no es lo mismo.

*** José Luis González Quirós es filósofo y analista político. Su último libro es La virtud de la política.

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