La rabia por la guerra de Israel en Gaza lleva meses expresándose en las capitales de Europa y Norteamérica, pero sólo en los últimos días ha dado un salto cualitativo en un escenario sorprendente: los campus universitarios más elitistas del mundo, como Harvard, UCLA o Columbia. Allí, en Estados Unidos, miles de estudiantes han formado barricadas, se han enfrentado a la policía y se han atrincherado para exigir un alto el fuego permanente. Hay más de 2.000 detenidos, según Associated Press.

La carga simbólica es clara. Ningún país ha apoyado la campaña militar de Benjamin Netanyahu como Estados Unidos. La carga política no es menor. La mayor parte de los manifestantes son jóvenes de izquierda a los que apelará Joe Biden en otoño para ser reelegido como presidente.

Desde el inicio de los ataques de Israel, dentro de la guerra declarada contra Hamás tras el pogromo del 7-O, la Administración Biden ha buscado un equilibrio imposible: mantener el flujo armamentístico y el apoyo diplomático a Israel sin que sus votantes más sensibles hacia la causa palestina se volviesen en su contra. La hazaña no se demostró únicamente improbable, sino también imposible. Biden buscó ayer el mismo equilibrio en el caos. "No somos un país autoritario donde silenciamos a la gente o aplastamos la disidencia", dijo ayer en la Casa Blanca. "Pero tampoco somos un país sin ley. El orden debe prevalecer".

Biden tiene razón. Estados Unidos es un ejemplo de acciones cívicas para promover cambios sociales. Dentro de una democracia, la violencia emponzoña cualquier causa, por noble que sea. Es fácil, sin embargo, que manifestantes y simpatizantes malinterpreten sus palabras como poco comprensivas con la razón de sus protestas, incluso frívolas ante lo que muchos de ellos definen como un "genocidio". Al mismo tiempo, su resistencia a recurrir a la Guardia Nacional para restituir el orden tampoco contenta a nadie.

El resultado es una creciente sensación de que la intifada de los campus, derivada doméstica de una guerra a miles de kilómetros, se le ha ido de las manos. Sus titubeos proyectan la imagen de un líder desbordado, paralizado por el miedo a dañar más su reputación entre los compatriotas a los que pronto pedirá el voto.

Lo cierto es que decenas de miles de muertos, cientos de miles de desplazados y ciudades enteras reducidas a escombros en Gaza pesan ahora sobre los hombros de un Biden que se medirá con Donald Trump con peores perspectivas que en 2020. El último sondeo encargado por la cadena CNN indica que el magnate republicano está seis puntos por encima del actual presidente en intención de voto. Y es altamente probable que la posición actual de Biden en una guerra a la que se opone la inmensa mayoría de los demócratas no va a ayudarle en el propósito de remontada.

La decisión de universidades como Columbia de suspender a los participantes sólo contribuye a alimentar la sensación de injusticia entre unos estudiantes que pretenden presionar a su gobierno para que presione, a su vez, al primer ministro de Israel.

El contexto es propicio. Las negociaciones de paz parecen prosperar con Estados Unidos, Egipto y Catar como mediadores. Sin embargo, Netanyahu todavía medita la idoneidad o no de entrar en Rafá, donde se esconden los últimos batallones de Hamás. Las consecuencias de esta maniobra pueden ser devastadoras para la población civil. En Rafá se refugian un millón y medio de palestinos que huyeron de las zonas señaladas por los israelíes como áreas de combate. Si a Biden no le salen los cálculos humanitarios, quizá le salgan los políticos.