El 40º aniversario del golpe de Estado del 23-F llega cuando la idea de un alzamiento exitoso contra la democracia es inimaginable para muchos españoles. Es probable, incluso, que sólo un pequeño porcentaje de los ciudadanos sea hoy consciente, a la vista de la historia de nuestro país, de lo anormal que es esa plena normalidad democrática.
Prueba, precisamente, de la rareza histórica que fue la Transición es que el golpe militar del 23 de febrero de 1981 no triunfó ni provocó una guerra civil, como había ocurrido en España en varias ocasiones anteriores. Al contrario. El fracaso del 23-F consolidó la idea de la democracia como un camino sin retorno para 37 millones de españoles.
Prueba del terreno inestable sobre el que se construyó la democracia española es que sólo durante la Segunda República se ejecutaron cinco golpes de Estado en España: la sanjurjada, la revolución de Asturias, el de Lluis Companys en 1934, el del 18 de julio de 1936 y el del nacionalismo catalán contra la República en plena Guerra Civil.
A esos cinco se suman varias revueltas menores que, a pesar de no encajar en la definición canónica de golpe de Estado, cambiaron el rumbo de nuestro país. Como el rechazo por parte del socialista Largo Caballero de un Gobierno de Indalecio Prieto apoyado por la CEDA en 1936. Algo que quizá podría haber evitado la Guerra Civil.
En España se han alzado contra el orden establecido, fuera este democrático o de cualquier otro signo, los carlistas, los nacionalistas, los socialistas, la derecha, los anarquistas, los militares, los obreros y, en 2017, hasta las autoridades competentes.
El gran éxito de la Transición fue instaurar un sistema en el que ni los golpes militares ni los ejecutados por líderes autonómicos tienen el menor viso de triunfar.
Que sigamos viviendo durante otros 40 años más en una España vacunada contra tentaciones golpistas y totalitarias depende de no dar ese éxito por garantizado, como si fuera un inefable histórico del que no cabe marcha atrás posible.
Como cuenta hoy EL ESPAÑOL, aproximadamente uno de cada tres españoles cree todavía posible un golpe de Estado contra la democracia. Que sean precisamente los votantes de los partidos más extremistas los que más peligro de asonada ven es prueba de que el español suele ver la paja en el ojo ajeno y obviar la viga en el propio.
Cuatro personajes clave
El golpe de Estado del 23-F no llegó siquiera a las 24 horas de vida, pero su apoyo, tanto entre un sector del Ejército como entre una parte de la sociedad civil, no fue tan pequeño como parece a la vista de la pequeña cifra de condenados por los hechos: 30 golpistas, entre los cuales se cuentan doce miembros del Ejército (entre ellos Alfonso Armada y Jaime Milans del Bosch), 17 de la Guardia Civil (entre ellos Antonio Tejero) y un civil, exdirigente de la Organización Sindical Española franquista.
Pero la ambición manipuladora de Armada, el sentido chusquero de la patria de Tejero y el integrismo de Milans del Bosch se toparon con la firmeza de cuatro personajes clave.
El primero, el propio Juan Carlos I, del que hay que recordar lo obvio: su papel fue clave para parar el golpe. Como lo habría sido para que este triunfara, de haberlo deseado, tanto en su versión dura como en su versión blanda.
El segundo, Sabino Fernández Campo, secretario general del rey y militar de profesión, que calmó las agitadas aguas del Ejército con varias llamadas clave a altos mandos castrenses.
El tercero, Guillermo Quintana, capitán general de Madrid, que impidió a la División Acorazada Brunete ocupar la ciudad.
El cuarto, el teniente general Manuel Gutiérrez Mellado, ministro de Defensa y vicepresidente de Alfonso Suárez, que durante el golpe, y con casi 70 años a cuestas, se enfrentó a los golpistas que entraron en el Congreso y les ordenó que depusieran las armas.
Libre de poderes fácticos
Es fácil concluir ahora que el 23-F estuvo tan mal diseñado como pésimamente ejecutado y que sólo el fanatismo feroz de Tejero asaltando el Congreso de los Diputados hizo que el golpe pasara de una intentona chapucera a algo bastante más peligroso. Pero esa noche los españoles se fueron a dormir con la duda de si despertarían en una España democrática o en una dictadura militar.
Hoy, España vive libre de las presiones de un poder fáctico como el del Ejército en 1981. Los problemas institucionales y políticos de la España de 2021 son de índole muy diferente.
El segundo golpe sufrido por la democracia española, el de 2017, fue ejecutado de hecho con las lecciones de 1981 bien aprendidas y de ahí que haya sido calificado de golpe posmoderno por haber sido realizado desde el poder y con todos los recursos de este en las manos de sus ejecutores.
Pero es necesario recordarle a los españoles de hoy, tan ajenos a la idea de un golpe de Estado que muchos de ellos ni siquiera fueron conscientes de encontrarse frente a uno en septiembre y octubre de 2017, que la historia de España, vista con gran angular, es la de una inusual sucesión de golpes de Estado periódicos y triunfantes.
Que sus posibilidades de éxito sean menores que hace un siglo no quiere decir que el peligro haya desaparecido. Populismos y nacionalismos siguen empeñados en la destrucción del sistema del 78. Conviene tenerlo en cuenta antes de considerar el 23-F como algo del pasado.
Porque habrán cambiado las formas, pero la democracia constitucional continúa amenazada por quienes desean acabar con ella.