Sucedió en uno de los edificios que hoy forman parte del campus de Getafe de la Universidad Carlos III de Madrid. En una conversación entre historiadores salió el tema de las sacas de Paracuellos y un profesor que se declaraba marxista vino a decir que los asesinatos extrajudiciales lo eran un poco menos, casi como que estaban justificados, cuando se trataba de quitar la vida a fascistas. No pude callarme, aunque era organizador del festival en cuyo marco se desarrollaba aquella charla y por tanto anfitrión del orador en cuestión, que poco antes, dicho sea de paso, había honrado la invitación y la hospitalidad afeando la falta de mujeres en la mesa, con desprecio al hecho notorio de que en el programa del festival, que le constaba, había cuarenta mujeres. De hecho, para esa mesa había estado invitada, como primerísima opción, una historiadora que no pudo acudir.

Tanto daba, se trataba de recaudar el aplauso fácil de los estudiantes y quedar por encima, con un alarde sectario al que siguió esa convalidación del tiro al prisionero inerme. Y no pude callarme, digo, porque coincidía que varios de los ejecutados en Paracuellos habían servido en aquellos mismos edificios, cuando albergaban un regimiento de Artillería. Este se sublevó en julio de 1936 y fue reducido por las fuerzas leales al Gobierno.

A los oficiales más comprometidos con el golpe se los juzgó y condenó a muerte por rebelión militar, con arreglo a las leyes entonces vigentes. A los que no se les pudo probar más que aquiescencia, o falta de oposición a la acción sediciosa de sus compañeros, se los condenó a prisión por auxilio, en virtud de esas mismas leyes. Es decir: tenían derecho, según la legalidad republicana, a volver con los suyos tras cumplir sus penas.

Nunca volvieron porque en el camino de la ley se cruzaron unos matarifes que los despenaron de madrugada y sin juicio. Lo sé de primera mano: mi abuelo, que sirvió hasta el final de la guerra a la República como miembro del Cuerpo de Seguridad y Asalto, fue testigo de aquellas sacas y vio desfilar, resignado a su suerte, a alguno de esos hombres, al que conocía de su servicio militar como artillero, años atrás. La amargura y la impotencia con que él evocaba aquella barbarie, semejantes a las que le produjo la venganza de los vencedores, me hizo sentir de forma aguda la injusticia y la crueldad de aquel dizque historiador.

Le dio igual mi recordatorio de cómo aquella masacre fue, antes que nada, un atropello de la legalidad de la República, amén de los derechos humanos. Los sectarios son así, capaces de una insensibilidad selectiva que colinda con la estolidez.

Esa misma estolidez (según el diccionario, “falta de razón y discurso”) ha vuelto a asomar estos días con el veredicto que sumarísimamente han despachado sobre la persona del escritor Andrés Trapiello un par de ediles socialistas del ayuntamiento madrileño, de apellidos Hernández y Espinar, tildándolo nada menos que de revisionista y por tanto poco digno (o menos digno que otros) de recibir la medalla de la ciudad que se le ha otorgado por el indiscutible mérito contraído al escribir un libro extraordinario titulado Madrid, tal vez uno de los más hermosos e inteligentes dedicados a la ciudad a la que representan.

Como pudo verse poco después, el trabajo que acarreaba al plumífero el denigrante epíteto, otro libro excepcional y en más de un sentido necesario, Las armas y las letras, sobre la guerra civil en la literatura y los literatos en la guerra civil, ni uno ni otro lo habían leído o si lo hicieron fueron incapaces de entender una sola palabra, que no se sabe que es peor. Algo bueno han conseguido: impulsar exponencialmente sus ventas. Al autor le han salido dos agentes literarios inesperados y eficacísimos. Con su patinazo, en cambio, el PSOE pierde crédito, fuste y talla.