Esta semana se ha cumplido el bicentenario de la última vez que un Ejército extranjero invadió España. A lo largo de la primera quincena de abril de 1823 los llamados "cien mil hijos de San Luis", comandados por el duque de Angulema, cruzaron el río Bidasoa, con el propósito de acabar con nuestro régimen constitucional.
España era la Ucrania del primer cuarto del siglo XIX. El campo de batalla, el "palenque" según Larra, en el que dirimían sus pretensiones hegemónicas las grandes potencias. Nuestra "guerra de la Independencia" –la "Peninsular War" para los británicos- había supuesto el principio del fin del contradictorio imperio napoleónico que oprimía a los pueblos en nombre de la razón.
Ocho años después de Waterloo, se trataba de cortar de raíz el germen de un nuevo ciclo revolucionario en Europa. Así es como se veía al régimen constitucional establecido en España tras el pronunciamiento de Riego el 1 de enero de 1820 en Las Cabezas de San Juan y el "marchemos todos y yo el primero…" del ladino Fernando VII.
Nuestro gran problema era que la OTAN de entonces se llamaba Santa Alianza y tenía como misión el mantenimiento del absolutismo coronado en toda Europa. Rusia, Prusia, Austria y Francia formaban parte de esa organización político militar de carácter continental. Sólo Gran Bretaña, con su Monarquía parlamentaria, representaba una esperanza como potencial protector de los regímenes liberales.
Una esperanza cada vez más tenue, en la medida en que el Foreign Office, muy influido por la postura personal de lord Wellington, condicionaba el apoyo a España a la reforma de la Constitución de 1812 para fortalecer el papel de la Corona. La suerte quedó echada cuando en el congreso de Verona la Santa Alianza encargó a Francia intervenir en España, con la aquiescencia pasiva de Londres.
Fue mucho peor, pues, el trato que las potencias dispensaron a España durante el Trienio Liberal que el que adoptarían un siglo y pico después durante la Segunda República. Nuestras instituciones habrían sobrevivido, con tal de que Europa nos hubiera "olvidado" como Sánchez se quejó hace poco de que ocurrió en 1936.
Además, aquel primer régimen constitucional vigente en toda España no sólo no tuvo al frente a un Zelensky o a un Manuel Azaña , sino que encontró a su "mayor enemigo" en el jefe del Estado. Así definió a Fernando VII el último jefe de Gobierno, José María Calatrava. Si se hubiera puesto a disposición del rey un taxi -o más bien un carruaje- lo habría cogido, pero no para huir del invasor sino para salir con los brazos abiertos a su encuentro.
La conducta de Fernando VII había sido, de hecho, paralela a la de su tío abuelo Luis XVI: entendimiento con el enemigo, planes de fuga, intento de golpe de Estado contra el régimen liberal… Precisamente esa pauta de deslealtad y felonía, correspondida por la hostilidad creciente de los sectores radicales, hacía verosímil que Fernando VII pudiera acabar como su ancestro. "Cuando el verdugo cortó la cabeza de Luis XVI no encontró vértebras distintas a las de los demás hombres", advirtió el director de El Zurriago.
Una deriva que la Francia de la Restauración no podía consentir, pues no en vano Angulema, jefe del ejército invasor, estaba casado con la única superviviente de los Borbones encerrados en el Temple y despachados a la guillotina. Las cabezas coronadas de toda Europa creían jugar en España una especie de "partido de vuelta" contra la Revolución.
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La única resistencia que encontró la vanguardia de Angulema al entrar en España fue la de un grupo de bonapartistas franceses, dispersados al primer cañonazo. La población vasca y navarra, seducida por el clero y los precursores del carlismo, les acogió con júbilo y les proporcionó cuantos víveres necesitaban. A ello contribuyó la estrategia de marketing del comerciante Ouvrard que pagaba más al que los traía antes.
Pronto las partidas "realistas" o "apostólicas", lideradas por antiguos guerrilleros y atrabiliarios clérigos intonsos como El Trapense, se sumaron al invasor, configurando así la primera de las cinco salvajes guerras civiles españolas de la edad contemporánea. Muchos campesinos creían que los liberales tenían rabo y suministraban brutales vomitivos a los prisioneros para que expulsaran el demonio de la Constitución.
Tras una breve respuesta unitaria, los moderados doceañistas, liderados por Argüelles, y los veinteañistas exaltados, con Alcalá Galiano como figura principal, andaban a la gresca. Pronto estos dos sectores de la masonería quedaron desbordados por los comuneros o "hijos de Padilla" que con rituales del siglo XVI anticipaban el extremismo violento del XX. "La guerra civil es un don del cielo", pontificó su ideólogo Romero Alpuente.
Entre tanto, algunos de los generales que debían defender Madrid se pasaban al enemigo o dejaban las armas. Al Gobierno sólo le quedaba escapar hacia al sur, trasladando la capital a Sevilla: lo mismo que ocurriría con la huida a Valencia en noviembre del 36.
Fernando VII puso todo tipo de pegas, pero el asalto al Palacio Real le terminó de convencer. En Sevilla los prohombres ligados a las dos principales sociedades secretas se pusieron de acuerdo para formar un gobierno de consenso. Para presidirlo trajeron, poco menos que a lazo, al magistrado extremeño José María Calatrava, orador destacado en las Cortes de Cádiz, presidente del Tribunal Supremo y promotor de una especie de tercera vía conocida como la Sociedad del Anillo.
Según un documento titulado "Notas Reservadas" que yo encontré, junto a sus Memorias, en su archivo personal, olvidado en una librería de viejo, Calatrava recibió el encargo de Fernando VII en el Alcázar de Sevilla con "la mayor pesadumbre" y como "el mayor disgusto que haya consternado jamás a mi familia". Pero se sintió obligado a aceptar para no ser tildado de "cobarde" o "egoísta".
A duras penas formó un gobierno con quienes él mismo presentó al Rey como "cinco hombres insignificantes". Uno de ellos Yandiola, encargado de Hacienda, había sido torturado bajo supervisión directa de Fernando VII durante el Sexenio Absolutista, por su presunta participación en la conspiración del Triángulo.
[Pedro J. Ramírez: "El Trienio fracasó porque Fernando VII aprovechó el hundimiento del centro"]
Cuando los franceses tomaron Madrid y cruzaron Despeñaperros no quedaba más opción que la de refugiarse en Cádiz para tratar de reeditar la gesta de 1812. De nuevo Fernando VII se negó a secundar al Gobierno –"No salgo de aquí si no me llevan atado"- y Calatrava tuvo que poner de acuerdo a Argüelles y Alcalá Galiano para que las Cortes, reunidas en el Convento de San Hermenegildo de Sevilla, le inhabilitaran achacándole un "delirio temporal" y lo condujeran como rehén durante tres días de penosa marcha entre marismas y humedales.
Por primera vez en la Historia de España un Rey era depuesto por los representantes del pueblo, siquiera fuera de forma temporal, y sustituido por una Regencia formada por tres militares. Tal fue el impacto que la medida causó entre los propios liberales que el ministro de la Guerra, el general Sánchez Salvador, se suicidó al llegar a Cádiz, cortándose la yugular con su navaja de afeitar. Calatrava lo sustituyó por el también extremeño Fernández Golfín que un día se convertiría en el anciano fusilado con los ojos vendados junto a Torrijos en el cuadro de Gisbert.
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Al tercer día Fernando VII resucitó como Monarca. Fue repuesto en sus funciones y se dedicó a conspirar e incluso a enviar mensajes a los barcos franceses desde la zona alta del edificio de la Aduana gaditana, mientras Calatrava organizaba desde la planta baja la titánica resistencia de la plaza.
El hondo drama de aquel jefe del Gobierno -debía defender la Constitución frente al monarca a quien servía- quedó reflejado en esas "Notas Reservadas": "No dudábamos de que el Rey seguía en constante comunicación con el enemigo… y el Gobierno se hallaba en la mísera situación de no poder encubrir sino lo poco que podía ocultar al Rey. El Palacio era la principal oficina desde donde se sembraba la corrupción y el desaliento en el Ejército… ¿Qué remedio cabía de parte de los ministros contra ese cáncer interior?".
Tras algo más de cien días de cerco terrestre y bloqueo marítimo, durante los que el Gobierno buscó en vano la mediación británica y se fue quedando sin fondos ni recursos militares, los franceses tomaron la península del Trocadero, rebasando una noche por sorpresa la Cortadura hendida en el mar que los defensores creían inexpugnable. En París se celebró la victoria decisiva renombrando una de sus plazas más céntricas.
La pérdida del fuerte del islote de Sancti Petri, tomado por los franceses desde el mar, fue la puntilla. La última baza de Calatrava en pos de una capitulación que preservara el régimen liberal y la vida de sus defensores era la persona del Rey.
A cambio de permitir su marcha, el Gobierno logró que Fernando VII asumiera un Manifiesto en el que figuraba un claro compromiso: "No adoptaré nunca el Gobierno absoluto". Pero en el momento de ir a firmarlo, el monarca tachó esas palabras y las sustituyó, de su puño y letra, por una expresión cínicamente ambigua: "Adoptaré un Gobierno que haga la felicidad completa de la Nación".
"Todas las sensibilidades democráticas actuales tienen su anclaje común en aquellos desventurados liberales del Trienio"
Mantuvo, sin embargo, inalterado un inequívoco segundo punto: "Prometo libre y espontáneamente y he decidido llevar y hacer llevar a efecto un olvido general, completo y absoluto de todo lo pasado, sin excepción alguna, para que de este modo se restablezcan entre todos los españoles la tranquilidad, la unión y la confianza, tan necesarias para el bien común, y que tanto anhela mi paternal corazón".
Con esta presunta garantía en el bolsillo, Calatrava permitió que el Rey fuera conducido en una falúa al Puerto de Santa María donde le aguardaba el duque de Angulema. Fiel a su estereotipo mendaz, Fernando VII derogó a los pocos días su Manifiesto e inició la sanguinaria persecución de los liberales.
Riego fue ahorcado entre insultos y befas en la Plaza de la Cebada de Madrid, mientras Calatrava, Argüelles, Galiano y demás prohombres del régimen caído se instalaban en el exilio londinense entre graves estrecheces. Comenzaba así la bien llamada Década Ominosa.
El expresidente del Gobierno y del Supremo trabajó como zapatero remendón en el barrio de Sommers Town, junto a la estación de Paddington, y contempló impotente la gestación de la expedición suicida que llevaría al joven brigadier Torrijos y sus compañeros a la trampa y ejecución sumaria de la playa malagueña de San Andrés.
Cuando, muerto ya Fernando VII, Calatrava reanudó su carrera política en España -volvería a presidir el Gobierno en 1836- el Manifiesto con las tachaduras y la firma del Rey volvió con él, como prueba de cargo inapelable de la felonía del monarca. Era parte del archivo que, después de muchos tumbos y peripecias polvorientas, terminó en mis manos y sirvió de base a mi libro La Desventura de la Libertad.
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Los dos momentos en los que la moral de los defensores de Cádiz alcanzó cotas más altas fueron la llegada a la plaza de las cenizas de los héroes del 2 de mayo, azarosamente trasladadas desde Madrid por un grupo de milicianos, y la representación en el Teatro Principal del "Pelayo" de Quintana, en presencia de su autor.
En un caso la memoria histórica se podía tocar con los dedos del tiempo cercano; en el otro se remontaba mil años atrás. Pero en ambos tenía un carácter transversal y unitario, pues todos los sectores del régimen constitucional podían identificarse con la resistencia al invasor de Daoiz y Velarde o don Pelayo.
Eso mismo podríamos decir desde la España de hoy respecto al Trienio Liberal. No es una memoria divisiva, como la que a veces se impulsa respecto a la última guerra civil, sino cohesiva. Con la excepción de los sectores más fanáticos de la extrema derecha, homologables al absolutismo, todas las sensibilidades democráticas actuales tienen su anclaje común en aquellos desventurados liberales que, pagando tan duro precio, abrieron el camino del racionalismo, el parlamentarismo y el Estado de derecho.
¿Sería mucho pedir que, en este bicentenario, sumergido en una doble contienda electoral, Sánchez y Feijóo abrieran una tregua de veinticuatro horas para que, en un acto conjunto, promovido por el Gobierno de España y la Junta de Andalucía, rindieran homenaje a aquellos héroes de 1823 en alguno de los "lugares de la memoria" -el convento de San Hermenegildo de Sevilla, la Aduana de Cádiz, la plaza de la Cebada…-, en los que queda la huella de su patriotismo?
En cualquier otro país los fastos conmemorativos serían mucho mayores. Aquí bastaría con que el actual jefe del Gobierno y el actual líder de la oposición miraran por una vez unidos al pasado, haciendo suyos los dos versos más emblemáticos de la obra de Quintana: "Que la alta gloria y libertad de España/ con vuestro ejemplo eternas sean". No me hago muchas ilusiones, pero el no ya lo tenemos.