Fotomontaje con una imagen de Gay Talese. Imagen: Rubén Vique

Fotomontaje con una imagen de Gay Talese. Imagen: Rubén Vique

ENTRE DOS AGUAS

Los 'donnadie' de Gay Talese también construyeron los grandes hitos científicos

Tras nombres como Darwin, Ramón y Cajal, Galileo o Einstein se esconden figuras que contribuyeron a elaborar sus históricas teorías.

17 mayo, 2024 02:15

Hace tiempo que sigo los escritos del periodista estadounidense Gay Talese, “el hombre del sombrero y el traje de tres piezas”. Lo que más admiro de sus artículos y libros son esos detalles que muchos lectores y autores consideran “menores”, susceptibles de ser ignorados. En su último libro, Bartleby y yo (Alfaguara 2024), explica lo que podríamos denominar “su filosofía”.

En él se puede leer: “las noticias siguen basándose a diario en las declaraciones o actividades de gente notable: políticos, banqueros, líderes empresariales, artistas, miembros del mundo del espectáculo y atletas. A los demás se les ignora, a menos que se hayan visto involucrados en un crimen o en un escándalo, o hayan sido víctimas de un accidente o de una muerte violenta”.

Pero, por el contrario, él prefiere hablar “de gente con la que puedo tratar  regularmente, pero cuyas vidas privadas permanecen como tales. Quizá nos limitemos a saludarnos con un simple gesto de la cabeza, lo que no quita que nuestros caminos se crucen sin descanso mientras ellos desempeñan sus tareas como porteros, cajeros de bancos, recepcionistas, camareros, carteros, mozos de mantenimiento, personal de la limpieza y trabajadores en una ferretería, lavandería, farmacia u otros lugares que empleen a personas que encajen con la definición de un ‘donnadie’ que tendría un editor de obituarios”.

Nunca suelen mencionarse a los que diseñan los algoritmos y los soportes físicos que crean y que mantienen los sistemas informáticos

La tendencia que señala Talese, la de reconstruir el pasado y entender el presente en base a los grandes nombres, fue combatida por la denominada “microhistoria”, que tuvo uno de sus primeros representantes en el historiador italiano Carlo Ginzburg con su libro El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI (1976, publicado en castellano en 1994 por Muchnik).

Los historiadores de la ciencia sabemos lo necesario que es incluir a los protagonistas secundarios, pero son pocos los ejemplos de estudios que se detengan en ellos, especialmente al nivel del humilde pero imprescindible “molinero”.

Ninguna historia de la ciencia que se precie puede dejar de incluir los nombres y contribuciones de luminarias como Euclides, Galileo, Newton, Euler, Lavoisier, Darwin, Gauss, Cajal, Marie Curie, Einstein, Heisenberg, o Watson y Crick, pero ¿podría haber existido la ciencia sólo con personas como estas?

En primer lugar hay que recordar que por mucho que sea la grandiosidad y atractivo de las grandes síntesis teóricas, que ordenan la infinita multiplicidad de los cuerpos y fenómenos que se dan en el universo, esos sistemas no podrían haber llegado a ser sin que se hubiese observado lo que sucede.

Sin observar y sin medir, actividades ambas que requieren de instrumentos. Y si se habla de instrumentos hay que referirse a los materiales con los que están construidos y las personas que los idean, construyen, reparan y mantienen.

En ocasiones, el “científico” coincide con el “técnico”: Galileo construyó los telescopios con los que observó en 1609-1610 la Luna, los satélites de Júpiter y la Vía Láctea, observaciones que socavaban la cosmología geocéntrica, que llevaba vigente más de dos mil años.

Y construirlos quiere decir que seleccionó los cristales (de Murano) más adecuados para las dos lentes que incluían, lentes que él mismo pulió. Pero el avance de la ciencia hace cada vez más difícil el que los científicos puedan construir los aparatos que necesitan para sus investigaciones, aunque los diseñen. La física de altas energías-partículas elementales es un magnífico ejemplo.

En 1911, el físico escocés Charles Wilson construyó un instrumento, la cámara de niebla, que permitía detectar algunas partículas “elementales”, como el electrón o las partículas alfa (núcleos de helio), y también Ernest Lawrence y sus colaboradores construyeron, en la década de 1930, en la Universidad de Berkeley, los primeros aceleradores de partículas, los denominados “ciclotrones”, que median unos pocos centímetros.

Fueron los pioneros de una instrumentación que ha conducido a construcciones gigantescas como el Gran Colisionador de Hadrones del CERN, el acelerador de partículas más grande del mundo, instalado en un túnel revestido de hormigón, en forma de anillo de 27 kilómetros de circunferencia.

Para dirigir las partículas hacía los puntos de colisión se necesitan alrededor de 10.000 imanes superconductores, fabricados con niobio y titanio, revestidos de cobre y mantenidos a una temperatura de 271 grados centígrados bajo cero.

Sin instrumentos como estos no se habría detectado el famoso bosón de Higgs. Sin embargo, los ingenieros, técnicos y empresas responsables de la fabricación de estos instrumentos, y de su mantenimiento, ajuste y reparación no aparecen en las historias que mencionan, merecidamente, los avances que se consiguen así.

Como tampoco suelen mencionarse a los que diseñan los algoritmos y los soportes físicos que crean y que mantienen los sistemas informáticos que reciben, tratan y distribuyen los datos obtenidos en las medidas. Son como los ‘donnadies’ que mencionaba Talese.

Encontramos ‘donnadies’ en prácticamente todos los ámbitos de la vida, pero me limitaré a algunos dominios científicos. En la investigación biomédica han sido y son fundamentales, especialmente en las ubicuas técnicas de imagen (radiografías, resonancia magnética, ecografías, tomografía computerizada…)-

[Newton y los secretos de la Gran Pirámide de Egipto]

Recordemos también el papel que desempeñaron en la astronomía tantas mujeres, encargadas de la engorrosa y aburrida tarea de medir los datos de las placas fotográficas y de las observaciones espectroscópicas que hacían los señores astrofísicos y que luego ellos utilizaban en sus indagaciones y publicaciones.

Pocas han sobrepasado el anonimato (Henrietta Leavitt es uno de los escasos ejemplos). La casuística puede llegar a extremos tan “humildes” como uno asociado a Santiago Ramón y Cajal. ¿Qué sabemos del bichero que le suministraba ejemplares de lagartijas, lagartos, gatos, perros, conejos, ranas, ratones o truchas, para que examinara sus cerebros, exámenes histológicos de los que se conservan sus maravillosos dibujos, algunos de los cuales se reproducen en un bello libro que la editorial La Fabrica acaba de publicar: Cajal. El arte de la ciencia, en edición a cargo de Carlos Martín?

Bichero que con su empeño en proporcionarle esos animales contribuyó a que Cajal pudiera llegar a ese monumento de la ciencia que es la teoría neuronal. Honro la memoria y legado de los Newton, Darwin y Einstein, pero encuentro un cierto sentido de justicia social en el hecho de reconocer el imprescindible papel que esos supuestos ‘donnadies’ han desempeñado y desempeñan en el desarrollo de la ciencia.

La ciencia, el logro más exclusivo del Homo sapiens

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