Actualidad de Lord Acton

Por Juan Luis Calbarro, @Calbarro

Si en el terreno social el liberalismo quedó perfeccionado gracias a los irrenunciables avances de la socialdemocracia, en el terreno político tengo por cierto que no hemos inventado nada mejor que el liberalismo que se abrió paso tras la Ilustración y las revoluciones de finales del XVIII. Nuestras democracias son fruto de ese pensamiento que coloca en el centro del trabajo político al ciudadano: tan pronto se alejan de una genuina preocupación por la libertad individual pierden grosor democrático.

En el contexto del liberalismo decimonónico, solemos recordar a John Emerich Edward Dalberg-Acton (1834-1902), primer barón Acton, historiador, consejero de Gladstone, liberal y uno de los ingleses más cultos de su época, por un aforismo muy célebre: “El poder tiende a corromper; el poder absoluto corrompe absolutamente”. En esta sola línea se resume la necesidad de que los poderes del Estado encuentren un equilibrio y se controlen los unos a los otros: Montesquieu, al fin y al cabo, tan vigente entonces como hoy. Sin embargo, encuentro mucho más interesante –y de similar o mayor actualidad– la siguiente afirmación de Lord Acton: “La libertad no es el poder de hacer lo que queremos, sino el derecho a ser capaces de hacer lo que debemos”.

En tan breve expresión se extracta todo lo que debe comportar nuestro sistema de libertades, más allá de la mera democracia formal. Efectivamente, la libertad no es manifestar un deseo y procurar su cumplimiento, pretensión que no deja de estar al alcance de un niño de cuatro años independientemente de su valor de justicia y de su oportunidad. Si la voluntad no está determinada por el conocimiento, la madurez y el consenso con nuestros semejantes, la decisión no será fruto de la libertad, sino respectivamente de la ignorancia, del capricho y de la imposición. La libertad está reñida con cualquiera de estas circunstancias: no se es verdaderamente libre cuando se actúa sin conocimiento de causa, ni cuando por imprevisión, precipitación o capricho la voluntad propia prevalece sobre la conveniencia general, ni cuando se impone sobre la de los demás sin atención a la opinión de la mayoría, o despreciando las de las minorías.

Es difícil hacer valer este principio en una atmósfera viciada por el culto a la juventud y a la voluntad sin ataduras. En España, y me temo que en Occidente, sufrimos las consecuencias de haber descuidado durante décadas las tablas de la ley para adorar el dorado becerro de la juventud. Así, todo el proceso político está teñido de vicios propios de la adolescencia: impulsividad, improvisación, atolondramiento, cortoplacismo, falta de rigor intelectual... unos hablan de derecho a decidir y de legitimidad como conceptos contrapuestos al estricto cumplimiento de la ley. Otros desprecian las instituciones por mor de lo que quiere la gente... disparates perfectamente inmaduros: populismo que abochorna la democracia y siembra el campo de frustración y de larvado enfrentamiento.

Recordar a Lord Acton (“libertad es el derecho a ser capaces de hacer lo que debemos”) significa no poner el acento en la expresión ruidosa de la voluntad sino en la necesidad de sentar las bases para una recta toma de decisiones; dicho de otra forma, en nuestro derecho a una educación de calidad, despolitizada y al alcance de todos y a una información libre de ataduras con el poder, así como en nuestra obligación de encarar la política con actitud crítica y generosa. Sin estos requisitos, o no hay democracia de calidad o no la hay en absoluto. Las palabras de Acton, tan escuetas y tan preñadas, encierran toda una llamada a la responsabilidad (quiero acordarme también de Weber, que con tanta precisión distinguió la política del mesianismo) en la que queda claro que no es posible hacer lo que debemos si nuestro derecho a capacitarnos para hacerlo no está cubierto; y también que la libertad sin sujeción a la ley y a unos objetivos compartidos no es tal, sino capricho abocado al fracaso. Estas consideraciones, tan presentes de una u otra forma en nuestra Transición, fallan hoy, por pura negligencia de nuestros grandes partidos, en el régimen político que padecemos y en algunas de sus alternativas más vistosas.

Reformar las instituciones españolas es, más que necesario, urgente. Pero recurrir a los atajos, maniobrar los resortes más simples de un electorado decepcionado o asumir (explícitamente en algunos casos) la validez de la propaganda y la manipulación de la imagen frente a la pedagogía democrática son, sin más vuelta de hoja, atentados contra la democracia y, por tanto, contra la misma libertad. Toda reforma que no siga los cauces de la participación institucional y del respeto a la Constitución y a las leyes estará sembrando las causas de su propia ruina. Yo me quedo con Lord Acton, con la responsabilidad y con el estado de derecho.