Alfonso Goizueta, finalista del Premio Planeta 2023.

Alfonso Goizueta, finalista del Premio Planeta 2023.

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Alfonso Goizueta, finalista del Premio Planeta con 23 años: "Mi sueño es escribir. Llega a ser una obsesión, pero lo admito"

El finalista del Premio Planeta habla sobre cómo la historia se reinterpreta y se convierte en un arma política que "se manipula con un propósito". 

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Troya no es solo una ciudad perdida entre mitos y ruinas: es también un espejo de quienes se atreven a buscarla. En El sueño de Troya (Planeta), Alfonso Goizueta, finalista del Premio Planeta 2023 con La sangre del padre, convierte esa búsqueda en una excavación interior. Su novela más autobiográfica indaga en la obsesión, la ambición y la necesidad de dar sentido a la vida a través de la escritura.

Entre historia y ficción, Goizueta retrata a un arqueólogo que, al desenterrar una ciudad que quizá nunca existió, termina enfrentándose a sí mismo y a las capas más profundas de la identidad.

P.— ¿Diría que El sueño de Troya es su novela más autobiográfica? ¿Cuándo se dio cuenta de que, mientras escribía sobre arqueólogos y ciudades míticas, también estaba escribiendo sobre usted mismo?

R.— Al principio no lo pensé, fue un proceso inconsciente. Empecé escribiendo lo que creía que sería una novela sobre un personaje histórico, pero algo no encajaba: el personaje no respondía.

Tenía miedo de la presión tras el Premio Planeta y de otras expectativas, pero la novela no se detenía. Escribí muchas versiones hasta darme cuenta de que hablaba de unos arqueólogos buscando una ciudad que quizá no existía.

En realidad, estaba explorando la obsesión por encontrar lo que no está, los límites entre realidad y ficción y la necesidad de dar sentido a la vida. Fue entonces cuando Troya se convirtió en el eje de la historia.

Conocía el mito y la historia de Schliemann, pero la novela se abrió cuando el personaje vino a buscarme. Esa chispa de inspiración conectó ideas y recuerdos, como aquella Nochebuena de 2023, cuando me desperté a las dos de la mañana para escribir.

P.— Hablando de excavaciones, tanto literales como personales, ¿hay alguna parte de usted que nunca exploraría?

R.— No lo sé… Tal vez haya una parte de mí que nunca llegue a excavar. Pero en cada libro que escribo siempre queda algo mío, consciente o inconscientemente, entre las páginas.

No creo que haya algo que no quiera explorar, porque soy profundamente curioso sobre la naturaleza humana. Otra cosa es que me cueste más o menos descubrirlo, pero siempre querré saberlo todo.

P.— Fue finalista del Premio Planeta con La sangre del padre. ¿Cómo ha cambiado su manera de afrontar la escritura esta experiencia y cómo surgió la introspección que vemos ahora en El sueño de Troya?

R.— Lo ha cambiado todo. El Premio Planeta fue como una tormenta, transformó mi vida de muchas maneras. Cuando me senté a escribir, tenía miedo de que el hecho de saber que la novela iba a publicarse, que habría lectores esperándola, pudiera influir en lo que escribía.

Pero al final acabé solo frente a la página, y ahí es donde estás frente a los dioses: solo, sin nadie que te defienda, sin más abogado que tus propias palabras.

Ese ejercicio íntimo de enfrentarse al papel y preguntarse qué tipo de escritor quieres ser y qué tipo de historia quieres contar no admite ruidos ni presiones externas. Y si intentan entrar, hay que dejarlos fuera.

P.— ¿Y qué tipo de escritor quiere ser?

R.— Creo que lo voy descubriendo en cada libro, pero a lo que aspiro es a ser un escritor que, en cada novela que escribe, revele algo del alma humana.

Alfonso Goizueta.

Alfonso Goizueta.

P.— Schliemann no era arqueólogo, sino un soñador obstinado. ¿Cree que se le admira más como arqueólogo pionero o como narrador de su propia leyenda?

R.— Como narrador de su propia leyenda. Como arqueólogo, cualquier profesional moderno le consideraría un hombre infiel a la disciplina: sus métodos no eran científicos en absoluto y destruyó gran parte del asentamiento que buscaba.

No siento admiración por Schliemann, pero sí me sorprendió mucho. De hecho, escribí un libro sobre él por el interés que me despierta esta oscura personalidad. No se conformaba con la realidad, necesitaba imaginar para poder expresarse.

Ahora, cuando reflexiono sobre Schliemann pienso que pertenece al tipo Quijote o Madame Bovary, personas a quienes la realidad no les satisface y que recurren a la invención para salvarse.

P.— Schliemann logró lo que parecía imposible, pero también recurrió a la manipulación. ¿Piensa que, para alcanzar objetivos extraordinarios, es inevitable que algunas personas crucen límites éticos?

R.— Ciertamente pensaba que tenía que ser así, pero no creo que lo viera como un límite ético. No entró en el juicio moral, y precisamente ese tipo de reflexión le habría impedido lograr muchas de las cosas que hizo.

De hecho, quien tiene el mayor juicio moral es Frank Calvert, el verdadero científico, que dice "esto no puede ser así". Ese tipo de consideraciones no encajan en Schliemann.

Como no encajan, creo que pasa lo mismo con muchos otros personajes históricos que se recuerdan por sus hallazgos: nada se interpuso en su camino.

P.— ¿Qué opina sobre la tensión constante entre ambición y rigor?

R.— Es el eje de la novela, y creo que es algo que nos afecta o nos atormenta incluso hoy. Schliemann tiene prisa por encontrar la ciudad y no quiere que nada, ni siquiera la exigencia del rigor arqueológico, le impida ser el hombre que descubrió Troya.

En eso hay una idea incurable, una monomanía que, como digo, es literaria. Pienso en el Quijote, en Madame Bovary, en Moby Dick, y pienso en Schliemann.

P.— ¿La ambición puede ser lo mismo que un sueño, o los sueños son iguales a la ambición?

R.— Creo que toda ambición nace de un sueño, y todo sueño requiere ambición para hacerse realidad. Al final, uno se debate entre si un sueño puede concretarse o si nunca será más que polvo de ilusión.

Schliemann se enfrenta precisamente eso: confía en que, con pasión y determinación, logrará alcanzar su objetivo. Y, al final, la realidad le ofrece algo que no existe… y eso es lo que lo vuelve loco.

P.— Nicolás Yannikis es un personaje ficticio, pero tiene una voz potente y dolorosa. ¿Diría que hay mucho de usted en él?

R.— Creo que hay todo de mí en él. Yannikis no es solo un narrador, es una proyección. A través de él, veo la historia y me reconozco; sus dudas, su necesidad de comprender, su melancolía son también las mías.

Es mi espejo dentro del libro, y quizá por eso el lector puede acompañarlo con tanta cercanía: porque en su mirada se confunden la mía y la del propio personaje.

P.— ¿Troya es una metáfora de Europa, de Grecia o de todos nosotros?

R.— Troya puede ser muchas cosas a la vez. Representa lo efímero de las civilizaciones y cómo seguimos volviendo al pasado en busca de sentido para nuestro presente.

Pero, más allá del mito y de la Grecia que simboliza, Troya también funciona como metáfora de nuestros propios sueños: de lo que buscamos en nuestro interior, de lo que nos asusta y de lo que desconocemos.

Lo que realmente vamos a encontrar requiere una búsqueda obstinada. La ciudad se convierte así en metáfora de ese esfuerzo constante, del significado que intentamos descubrir.

P.— ¿Cree que la identidad personal y colectiva también se construye por capas?

R.— Sí, definitivamente. No somos lo que mostramos en la superficie; lo verdaderamente humano se encuentra más abajo, en lo que intentamos ocultar.

En la novela, esa idea funciona casi como una excavación: al principio solo se raspa la capa visible, pero cuanto más se cava, más aparecen las pasiones, la locura, la fragilidad. La frontera entre lo real y lo imaginado se vuelve difusa, y los sueños se mezclan con las pesadillas.

Es, en el fondo, una exploración del alma, de esa parte oscura que todos llevamos dentro y que solo se revela cuando nos atrevemos a mirar con profundidad.

Alfonso Goizueta presenta su nuevo libro, 'El sueño de Troya'.

Alfonso Goizueta presenta su nuevo libro, 'El sueño de Troya'.

P.— ¿Escribe para preservar, reinterpretar o reinventar?

R.— Reinventar. Creo que todo escritor, sea cual sea su estilo, debe aspirar a reinventarse; es parte del oficio.

Un escritor que no se arriesga se limita a contar historias ya conocidas. Debe haber un punto de riesgo en la estructura, en los temas y en la literatura misma para mantenerla viva.

Cuando escribo una novela, aspiro sobre todo a conocer: a conocerme a mí mismo, al género humano, y a descubrir historias que revelen aspectos profundos de la psique.

La historia puede ser poderosa; nuestras percepciones del pasado se moldean constantemente, y entenderlo es una manera de resistir lo que nos distorsiona.

P.— Digamos que la historia se ha convertido en un arma política; las noticias falsas, las redes sociales que influyen en nuestra percepción del pasado, hacen mucho daño. ¿Qué responsabilidad literaria asumes?

R.— Como novelista, no quiero asumir responsabilidades que no me corresponden. Esta es una novela, no un ensayo: la ficción me permite contar la historia sin la obligación de ser estrictamente riguroso o verdadero.

Mi responsabilidad se limita a mí mismo y a los lectores: no aburrirlos y ofrecerles algo que realmente importe. Si esto fuera un ensayo presentado como historia confiable, sí tendría una responsabilidad mayor.

Pero siendo ficción, mi deber es literario, no legal ni civil. Por supuesto, como seres humanos vivimos dentro de una sociedad y tenemos cierta responsabilidad como ciudadanos, pero más allá de eso, mi única obligación es la de escribir bien y con honestidad hacia mi obra y quien la lee.

P.— Esta novela nos lleva a Grecia, a una Europa fragmentada y convulsa. Hoy también experimentamos una polarización política y cultural. ¿Qué lecciones históricas sobre la construcción de la identidad y el poder podemos aprender de aquella época?

R.— En aquel entonces, los estados nacionales se estaban forjando en el siglo XIX; era la época del nacionalismo, y se buscaba reivindicar el pasado como una forma de construir el presente y el futuro.

Hay una razón por la que ingleses, franceses y alemanes competían entre sí por excavar las ruinas de grandes civilizaciones en Grecia, Egipto y Oriente Medio: querían apropiarse de ese pasado como propio.

Los británicos estaban obsesionados con su descendencia de los troyanos y Eneas; los franceses querían reivindicar su glorioso pasado imperial en Egipto; y los alemanes, recién constituidos como Estado, buscaban también su conexión con el pasado griego, con el que sentían una afinidad mucho mayor que con Roma. Esa 'colonización del pasado' sigue presente hoy en día.

En los discursos políticos, la historia se utiliza a menudo de forma distorsionada para legitimar aspiraciones. Pero hay un aspecto más profundo que considero relevante para nuestra agitación política actual: la ciencia del dogma.

Schliemann busca pruebas que confirmen sus propias creencias, no evidencias que desafíen su juicio ni le ofrezca una visión diferente.

Esto también ocurre hoy: tendemos a buscar únicamente aquello que reafirma lo que ya creemos, y rechazamos todo aquello que pueda contradecirnos. Es un reflejo de la polarización contemporánea.

P.— Lo que ocurre es que, en esa búsqueda de confirmación, surgen opiniones e ideas muy dispares.

R.— Sí, claro, y ahí es donde entra la manipulación. Exactamente. Schliemann se encuentra con una realidad que no esperaba y, como no puede aceptarla, no le queda más que mentir para presentarla como lo que él quería.

Esto refleja algo muy humano: cometemos los mismos errores una y otra vez. Es desalentador como especie, pero no es que no aprendamos; más bien hay cierta intención de repetir los mismos errores. No creo que nadie que manipule la historia lo haga por error. Todos lo hacen con un propósito.

P.— En esta dualidad entre la historia de Troya, del arqueólogo que no llegó a ser, y su propia experiencia como escritor, ¿hubo algún momento en que pensó "no voy a seguir excavando en este lugar o en este otro"?

R.— Sí, hubo muchos momentos en los que sentí que la novela podía fracasar y que me estaba llevando al límite.

Mientras trabajaba en la metaliteratura, pensaba: este desarrollo me está yendo demasiado lejos. También me decía: este personaje es demasiado oscuro; no quiero seguir dándole voz.

Tampoco quería que nadie pensara que justificaba a Schliemann. Podría haber sido una historia más sencilla, pero al final el libro terminó siendo muy mío, y eso me dio una gran satisfacción. Incluso consideré narrar desde Calvert, pero habría sido demasiado melancólica.

Recuerdo un pasaje de su diario: su familia está arruinada y se pregunta si tiene sentido perseguir un sueño que quizá nunca se cumpla.

Sentí lo mismo con la novela, pero renunciar no era una opción: abandonar la arqueología o la novela sería abandonar una parte esencial de mí. Escribir se convirtió en un acto de supervivencia y fidelidad a mi identidad.

P.— ¿Y cómo se siente ahora?

R.— Ahora estoy muy contento. Esta novela ha sido muy difícil de escribir; hubo momentos sombríos en los que no sabía si llegaría a tiempo. Tenía miedo por mi relación con Planeta, temía que dijeran que hubo presiones o lo que fuera…

También me preocupaban las críticas, y que a los lectores no les gustara la novela o que no la entendieran.

Sin embargo, esos miedos han ido desapareciendo, o al menos no han tenido más consecuencias que las inevitables. Lo único que realmente me importaba era tener la novela lista, como quería.

P.— ¿Y cuál es el sueño de Alfonso Goizueta?

R.— Mi sueño no es más que escribir, escribir y seguir escribiendo. Ha llegado a ser algo que roza la obsesión, claro; ese es el problema, pero lo admito. Creo que lo importante es reconocer que todo sueño tiene un lado oscuro.

P.— ¿Este sueño lo domina a usted o lo domina usted a él?

R.— No lo sé con certeza, pero lo que sí sé es que mi sueño es poder seguir escribiendo.

P.— Troya ha caído y ha sido reconstruida al menos nueve veces. ¿Cuántas veces ha caído usted?

R.— Caeré muchas más. Pero lo fascinante de Troya no es que haya sido destruida y reconstruida una y otra vez, sino que siempre vuelve a levantarse. Esas son las capas. Y eso también es una lección.

Me gusta pensar en esa ciudad como en nuestras propias cicatrices: estratos que guardan memoria, ruina y resistencia.