Camila Sosa Villada, escritora argentina. EL ESPAÑOL
Camila Sosa, escritora y actriz 'trans' argentina: "No hay que abandonar ningún vicio, porque si no te convertís en evangelista"
La escritora de novela erótica ha concedido una entrevista a EL ESPAÑOL para hablar de literatura y teatro desde su condición de mujer transgénero.
Más información: Manuel Vilas: “Yo me moriré drogado, disfrutando y haciendo gasto a la Seguridad Social, por los impuestos que he pagado”.
Camila no honra en absoluto su apellido. Honra a su padre, desde luego. Lo hace protagonista de las conversaciones y lo agasaja con palabras de ternura desatada. Pero de sosa –tomando la temperatura etimológica de la palabra– no tiene un pelo. Nada.
Camila Sosa Villalba es un carbón al rojo; caliente, tan capaz de dejarte la mano a lo crème brûlée si lo tocas imprudente, como de prenderse y avivar un fuego que te absorbe e hipnotiza. Es lo más cerca que se puede estar de la divinidad argentina.
Y se adhiere a ese escurridizo adjetivo, tan latoso, tan indigesto, que es 'auténtica'. Camila, ay, Camila, ¿cómo aspirar a un fenómeno como el tuyo? A ese desenvuelto desdén, que no concede medias tintas, ni se persigna ante el cansino templo de la discreción.
En el Círculo de Bellas Artes de Madrid, donde Camila intervendrá el viernes 19 de septiembre, dentro del Festival de las Ideas, Sosa recibe a los juntaletras cotillas con aires de vedette. Carga un vestido violeta chillón, de quinceañera kitsch o madrina de boda arrepentida, pelo recogido y unas gafas de sol anchas que escudan su lujuriosa y achicada mirada, aun estando en el interior.
Hace seis años hizo un estallido literario con su primera novela, Las Malas (Tusquets, 2019), en la que diseccionaba la vida de un grupo de travestis en el parque de Sarmiento, en Córdoba, Argentina.
Y lo de travesti no es un término baladí. Camila también es travesti. Que no transexual. Una expresión preconcebida y que usa, asegura, para no robarle nada a las mujeres, ni restar valor a la mugre sufriente que arrastra la palabra, o ese histrionismo desprejuiciado que tanto ha incitado también al deseo.
Sosa no higieniza. Si acaso embellece. Como ha hecho en sus siguientes obras: Tesis sobre una domesticación (Tusquets, 2019), Soy tonta por quererte (Tusquets, 2022) y su último libro: La traición de mi lengua (Tusquets, 2025). Y, aunque cueste creerlo, no es muy distinto leerla que hablar con ella.
Camila Sosa Villada, actriz argentina, en "Llórame un río".
PREGUNTA.– Han pasado ya varios años desde la publicación de Las Malas, una novela que sigue siendo punto de partida para hablar de su obra ¿Considera usted que ese libro se ha convertido con el tiempo en una carga o en un orgullo? ¿Siente algún tipo de deuda; rencores, encontronazos por lo confesional... por lo que escribió?
RESPUESTA.– Ninguna de esas opciones. Las Malas es mi primera novela. Con todo lo que eso implica. Fue la llave que me permitió entrar por una puerta por la que muy pocos autores pueden entrar al mainstream literario, y también una llave para llegar al corazón de determinados lectores que seguramente no hubieran podido entrar, por ejemplo, con Tesis sobre una domesticación o con El viaje inútil.
En cuanto a las deudas, las únicas que tengo son los 350 dólares (¿o fueron 35?) que cobré por publicarlo… y lo rica que se hizo la editorial a partir de eso. Esa es la única deuda que tengo.
P.– ¿Cómo distingue usted entre la escritura y la actuación? ¿Qué diferencias encuentra entre ambas prácticas?
R.– La literatura es un terreno muy peligroso para la disciplina, para la conducta saludable con el cuerpo. El teatro exige una resistencia física, respiratoria, un tipo de fortaleza inmunológica que la literatura no da. Yo podría escribir en una silla de ruedas dictándoselo a alguien, si quisiera. De la única forma que no podría escribir sería estando muerta o en coma.
El teatro exige algo de mí misma que a veces tengo ganas de darle y que a veces no tengo ganas de darle. Ahora hace mucho tiempo no tengo ganas de sacrificarme porque, además, es una profesión de mártires, mucho más que la literatura.
P.– ¿Cree que su identidad travesti se ha convertido en una especie de marca editorial? ¿En un distintivo?
R.– Ay, sí, la marca de Caín, la letra escarlata… ¡mi letra escarlata! Sí, totalmente.
P.– ¿Y le incomoda?
R.– No, en absoluto. Para mí esto es un negocio. Me gusta. Claro, ¿por qué renegaría de eso? Después la gente abre un libro mío y seguro encuentra algo que no tiene que ver con ese morbo. Si eso pasa, yo estoy satisfecha y puedo seguir jugando. Jugar es lo más importante en la vida.
P.– ¿Se considera usted nihilista?
R.– Mucho. Y también pesimista, claro.
P.– Sus libros y su forma de narrar también despiden hedonismo.
R.– No, hedonista no creo que sea. Podría serlo más. Tengo los medios para hacerlo, pero no… También me sacrifico. También trabajo mucho. Pero pesimista, sí.
P.– No son antagónicos. Un gran pesimista debería ser un gran hedonista, consciente como es de la mugre del mundo, ¿no? Debe buscar la vivencia incluso al fondo de un vaso.
R.– Eso. ¡Un infarto no se hace solo! (ríe)
P.– Hablando de pesimismo, sé que uno de los temas que le afectan, o le interesan al menos, son la vejez y el abandono de los ancianos. La gerontofobia que habitamos. ¿Eso es lo que le da miedo?
R.– Lo que me da miedo es que estos catetos que ahora tienen 20 años y que se manejan con apuestas y bitcoins… en algún momento tengan que atender nuestros cánceres, nuestras cirrosis, nuestras enfermedades. Eso sí me da miedo.
Pero ¿ser vieja? Para nada. Estoy esperándolo. Porque supongo que voy a tener una libertad que ahora no estoy teniendo. La de que me dé igual todo.
P.– ¿Y sus padres? Supe de la enfermedad de su padre, y de lo mucho que le afectó.
R.– Ay, no, ¡pero ya está mejor! Aun así, sí, claro, me deshace la idea de ver a mis padres llegar a la vejez con falta de dignidad. Enfermos. Verlos en pañales e incapaces de hacer algo que toda la vida pudieron hacer, sí, me da mucho miedo y me genera muchísima tristeza. Muchísima angustia.
Es lo más aterrador que existe para mí. Y tener que dar una batalla digna a eso… eso es como prepararse para ir, no sé, a las cruzadas. También los nazis en grupo. Un grupo de ingleses borrachos, puede ser (ríe). Pero, sobre todo, ver a mis padres deshechos, eso me da terror absoluto.
P.– Yendo al espectro contrario, a la juventud. Siendo su obra profundamente erótica, ¿no le parece que la falta de sexualidad de las generaciones jóvenes es un problema de primer orden al que no se atiende?
R.– Es la época con menos sexo de la historia del mundo. Pero vivimos como en un engaño constante. Se pone la música –el trap, el reguetón, estas bombas sexuales– ante millones de personas, como si estuviésemos todos cogiendo. Y, en realidad, no hay nadie que esté haciéndolo. O muy pocos.
A mí, si los pibes cogen o no cogen, no me interesa. A mí sí me interesa coger, y me ocupo de eso, y las paso muy bien. Pero lo que hagan los demás, no me importa en lo más mínimo.
P.– Pero, inevitablemente, escribe sobre ello.
R.– Sí, bueno. Mirá, en Tesis sobre una domesticación, por ejemplo, más o menos la mitad de la película son escenas de sexo. Eso provoca una tensión en el público que se respira en la sala. Yo estuve tres veces en proyecciones, porque me tocó presentar, y lo noté.
Me acordaba de lo que me pasaba en el cuerpo cuando veía películas como Las edades de Lulú, siendo muy chica. Ahora, después del Me Too, todo es mucho peor. Hay una figura
que se llama coordinadora de intimidad para que no haya abusos en los rodajes. Eso ya implica que algo del erotismo se perdió.
Recuerdo que en la película había una chica que se encargaba de eso, y era notable cuánto me enfriaba antes de filmar. Yo iba al director y le decía: “¡yo tengo que llegar caliente ahí!”. Me concentraba muchísimo para desear al actor, para que me pareciera guapo, para estar en la escena, para desearlo. Y ella aparecía –así, de repente– como un rayo que todo lo congelaba.
P.– El sexo derivado en paranoia...
R.– Hay algo de los estatutos que vienen de la época romana, de la caída del Imperio Romano. Si eras noble, podías hacer determinadas cosas en la cama; si eras esclavo, otras; si eras comerciante, otras. Algo de esos estatutos volvió después de tanto abuso, de tanta violación, y se empezó a regular la sexualidad. Y la están volviendo melancólica, como lo fue durante siglos.
En Argentina no pasa tanto eso. Hay algo de la represión, de la dictadura, que provoca esa cosa aceitosa, oscura del sexo. Acá, con el destape, conocieron algo que nosotros no conocimos, y me llama la atención que se vuelvan tan mojigatos ahora.
P.– Todo se está escurriendo hacia la sobriedad y la ortorexia, parece. ¿Usted ha abandonado algún vicio?
R.– No hay que abandonar ningún vicio, porque si no te convertís en evangelista. La gente recuperada… ay, no. En Argentina está Moria Kazán, una vedette, la mejor filósofa que tenemos. Es una vieja gloriosa, altísima, con unas tetas así, fue un sex symbol, lo sigue siendo.
Una vez apadrinó a una bebetona que después la traicionó, dejó la cocaína y se volvió evangelista. Y Moria lo decía en un programa: “Se hacen las llanas, las que se llanaron y ahora son buenas. Me comieron la heladera, se comieron hasta los maridos de mis amigas, y ahora son buenas.”
Ese discurso de la salud es espantoso, de una avaricia total. Porque, además, nacés perdiendo. El estado de salud es un estado de mentira, no existe, ¿quiénes son sanos? Yo no quiero dejar los vicios. Espero que me sigan controlando, eso todavía lo espero.
P.– En La traición de mi lengua escribe: “La única vida que puedo gestar es la de mi erotismo. Un animal radiante, violento y solo.” ¿Por qué solo?
R.– Ay, es muy bonito, no, no tiene sentido. Hay cosas que es mejor escribir y que no tengan ningún sentido. Y, además, ya saldría yo a ser garante de eso que escribí bajo determinada sustancia, en determinado momento...
P.– Cambio de clima, ¿qué opinión le merece Javier Milei? Podría ser un personaje de novela, ¿no?
R.– No, no sería un tipo de personaje que yo escribiría ni de cerca; su rollo no me parece literario para nada, es de otro orden. Tiene que ver con una decadencia que ni siquiera es dulce o vulgar; es una decadencia donde no puede florecer nada, una mezcla de mierda económica con lo místico, pero con lo peor de lo religioso y lo peor de lo fascista.
Milei es como si hubieran tomado un poquito de todo lo peor y hubieran hecho eso que es Argentina ahora. Y aunque algunos digan “los argentinos no somos esto”, yo creo que sí lo somos: racistas, malos, capaces de pegarle a los viejos, desinteresados por ellos. Esa imagen sobredimensionada de nuestra bondad no es real.
Para entender qué tipo de personas somos hay que ir más allá de Buenos Aires, al norte, a lo que queda de los pueblos indígenas, porque el genocidio contra ellos fue peor que el de la dictadura.
Esa figura política no tiene nada de literario, o si lo tiene, parece escrita por una ñaña de las peores, como si la hubiera generado un ChatGPT de los malos, no de los de Westworld, ni un replicante de Blade Runner. Y así estamos: viviendo entre ignorantes que exhiben su ignorancia como un valor.
P.– Hablando de Blade Runner, me acaba de recordar la gran frase: “He visto cosas que no creeríais”. ¿Qué ha visto usted que no creeríamos?
R.– Travestis trepando por árboles, así como panteras. Eso fue lo más… Tenía, no sé, 17 años creo, y cuando venía la policía, tenían una técnica: trepaban como panteras y se quedaban en la copa de un árbol hasta que pasaba la policía. Eso fue de lo más impresionante.
Y también, en Argentina, ver cómo le pegan a los viejos. Nunca pensé que eso se podía hacer, que eso se podía llegar a ver. Y ahora, Gaza.
P.– Por último, ¿se ha autocensurado alguna vez o cree que lo hará?
R.– Nunca. Ni pienso hacerlo. Además, ya me censuran mucho otros, ¿por qué iba a robarles el trabajo?