Donald Trump se enfrenta a 'The New York Times' mientras que el Gobierno de Sánchez persigue reformar la ley del honor.

Donald Trump se enfrenta a 'The New York Times' mientras que el Gobierno de Sánchez persigue reformar la ley del honor.

Reportajes

Trump fracasa con su "manual para intimidar a la prensa": un juez tilda de "inadmisible" su demanda milmillonaria al 'NYT'

El juez federal, Steven D. Merryday, da a los abogados del presidente de EEUU 28 días para presentar una nueva versión. Los tribunales mantienen el listón muy alto para las demandas de difamación de figuras públicas.

Más información: Un juez rechaza la demanda de 15.000 millones de dólares de Trump contra el 'New York Times' por difamación

Denver (EEUU)
Publicada

Quince mil millones de dólares. Esa es la cantidad con la que Donald Trump ha puesto precio a lo que considera “las mentiras” de The New York Times, uno de los periódicos más influyentes del planeta, y de Penguin Random House, la editorial que publicó un libro crítico sobre su campaña de 2024. No se trata sólo de limpiar su nombre: es un pulso para redefinir los límites de la libertad de prensa en el país que más la ha defendido.

La imagen es poderosa: un presidente llevando a los tribunales al diario que ha marcado la agenda informativa de Estados Unidos durante más de un siglo y a la mayor editorial del mundo. Ahora, sin embargo, ese pulso ha recibido un golpe: un juez federal ha tumbado la demanda por considerarla “inapropiada e inadmisible”, aunque ha dado a Trump la opción de volver a presentarla en formato reducido. Es un pleito de millones y de principios, un intento de convertir la justicia en campo de batalla para disciplinar al cuarto poder.

Y ese pulso no resuena sólo en Washington. En Madrid, el Gobierno de Pedro Sánchez ultima una reforma de la ley que protege el derecho al honor, la intimidad y la propia imagen. Oficialmente busca “reparar a las víctimas de difamaciones injustas”, pero en las redacciones y entre juristas crece el temor de que pueda servir para blindar a familiares y colaboradores de políticos frente a investigaciones incómodas.

El presidente de EEUU, Donald Trump, atiende a la prensa el pasado 14 de septiembre antes de volar a Washington en el Air Force One.

El presidente de EEUU, Donald Trump, atiende a la prensa el pasado 14 de septiembre antes de volar a Washington en el Air Force One. Reuters Reuters

La pregunta que sobrevuela a ambos lados del Atlántico es la misma: ¿puede una democracia proteger la reputación de los poderosos sin poner en riesgo el derecho de los ciudadanos a estar informados?

Trump sacude la primera enmienda

Si estuviésemos hablando de una superproducción de cine, la escena se situaría a las puertas de un tribunal, con una larga escalinata, cientos de cámaras, micrófonos y un presidente bajando de su coche oficial rodeado de asesores. Pero esto no es ficción y la escena es menos hollywoodiense de lo que le suele gustar a Trump. Esta vez ha sido sin flashes ni declaraciones a las puertas de un juzgado.

Ha sido mediante un escrito presentado ante el Tribunal Federal del Distrito Medio de Florida, que se ha centrado en tres artículos de The New York Times y en el libro El perdedor afortunado, escrito por Russ Buettner y Susanne Craig. En ellos, según Trump, se han difundido acusaciones falsas que han dañado su reputación e intentado influir en las elecciones de 2024, pidiendo una compensación económica inédita en la historia de las demandas por difamación.

La ofensiva judicial de Trump, sin embargo, ha recibido un revés contundente. Este viernes, el juez federal Steven D. Merryday, del Tribunal del Distrito Medio de Florida, ha desestimado la demanda de 15.000 millones de dólares, calificando el escrito de 85 páginas como “decididamente inapropiado e inadmisible” según las normas de procedimiento civil. En su auto, el magistrado —nombrado por el presidente George H. W. Bush— critica duramente el tono de la denuncia, plagada de ataques retóricos contra The New York Times y Penguin Random House.

Merryday ha llegado a advertir que un escrito judicial no puede ser un “megáfono para las relaciones públicas ni un podio para una arenga política”. Aunque ha dado a los abogados de Trump 28 días para presentar una nueva versión, limitada a 40 páginas, la resolución ha sido interpretada como un varapalo simbólico que refuerza la posición del Times y confirma que los tribunales mantienen el listón muy alto para las demandas de difamación de figuras públicas.

El mismo periódico ha respondido con contundencia. Su directora ejecutiva, Meredith Kopit Levien, ha calificado la demanda de un “anti-press playbook” —un manual para intimidar a la prensa— y ha advertido de que “carece de respaldo legal”. Penguin Random House también ha defendido a sus autores y ha subrayado que el libro se ha basado en hechos verificados y de interés público. Para el conglomerado editorial, informar sobre un presidente en campaña es un deber democrático, no un delito.

Meredith Kopit Levien, directora ejecutiva de 'The New York Times'.

Meredith Kopit Levien, directora ejecutiva de 'The New York Times'.

El caso se ha convertido en un examen para la Primera Enmienda, que desde 1791 protege la libertad de prensa en Estados Unidos. El precedente jurídico decisivo es un caso que también tuvo como protagonista al mismo diario: The New York Times vs. Sullivan (1964).

Entonces, un comisario de Alabama demandó al periódico por un anuncio de activistas de derechos civiles que contenía errores menores, y el Tribunal Supremo falló a favor del medio. Desde ese momento, un cargo público solo puede ganar una demanda por difamación si se demuestra mala fe, es decir, que el medio sabía que lo que publicaba era falso o lo difundió despreciando la verdad.

Esa exigencia ha permitido que durante seis décadas el periodismo estadounidense haya destapado escándalos de enorme calado sin temor a arruinarse por errores menores. Y precisamente por eso, juristas como Holger Hestermeyer han advertido de que este nuevo caso es “un ataque frontal a la libertad de expresión” y que su redacción “casi parece una parodia”, subrayando que el objetivo parece ser más político que jurídico.

La estrategia de Trump ha buscado desafiar ese listón, obligar al Times a defenderse y enviar un mensaje de advertencia al resto de medios. Aunque la mayoría de expertos considera difícil que prospere, el efecto político ya se ha hecho sentir: ha mantenido a Trump en el centro del debate y ha reabierto una pregunta incómoda para el sistema: ¿cuánto puede resistir la libertad de prensa cuando el poder decide ponerla a prueba?

La justicia como arma política

En Estados Unidos, los tribunales ya no son sólo árbitros de conflictos, sino escenarios de la batalla política. Demandar a un medio se ha convertido en una herramienta de comunicación: desgasta al adversario, ocupa titulares y advierte a todo el ecosistema mediático de las consecuencias de investigar al poder.

Son las llamadas SLAPP (Demandas Estratégicas contra la Participación Pública), conocidas como demandas mordaza. Es decir, litigios que rara vez buscan ganar en el plano jurídico, pero que cumplen otro objetivo: asfixiar a quien investiga y disuadir a quien podría hacerlo mañana.

Otro caso reciente, el del magnate Steve Wynn lo ilustra bien. Demandó a Associated Press por difamación, alegando que un artículo basado en documentos policiales contenía falsedades que dañaban su reputación. El 5 de septiembre de 2024, el Tribunal Supremo de Nevada desestimó la demanda aplicando la ley anti-SLAPP del estado y subrayando que la información era de interés público y que no se había probado “mala fe”.

En marzo de 2025, el Tribunal Supremo de EEUU rechazó revisar el caso, confirmando que ese estándar sigue siendo la piedra angular de la Primera Enmienda.

Pero la presión no siempre pasa por los tribunales. Esta semana, el programa Jimmy Kimmel Live!, producido por ABC —cadena propiedad de Disney—, ha sido suspendido indefinidamente tras un monólogo en el que el humorista criticó al movimiento MAGA por politizar el asesinato de Charlie Kirk.

Donald Trump en el programa de Jimmy Kimmel.

Donald Trump en el programa de Jimmy Kimmel. ABC

No hubo demanda ni sentencia: lo que ocurrió fue que Nexstar Media Group, el mayor operador de televisiones locales de EEUU con casi 200 emisoras, dejó de retransmitir el programa en varias de sus señales. A ello se sumó la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC), que instó públicamente a las cadenas a “buscar soluciones” para atender las quejas recibidas.

En el lenguaje político-mediático estadounidense, esa frase no es neutra: no obliga legalmente a retirar el programa, pero funciona como una señal de advertencia que suele empujar a las cadenas a mover ficha, ya sea revisando contenidos, cambiando horarios o —como en este caso— sacando temporalmente el espacio de la parrilla para calmar la polémica.

Lo relevante no es sólo que se haya retirado un espacio, sino que se haya hecho sin pasar por un juez, sin alegaciones formales de difamación, simplemente por presión política y mediática. Es un recordatorio de que la censura puede operar también de forma extrajudicial: grandes grupos de comunicación eliminando voces incómodas de su parrilla para evitar conflictos y represalias.

Incluso desde las instituciones han saltado las alarmas. Anna Gomez, miembro de la Comisión Federal de Comunicaciones, ha advertido que la suspensión del programa de Kimmel “pone en riesgo el derecho del público a la libre expresión” y ha recordado que ceder a presiones políticas erosiona el principio de independencia editorial.

El efecto político es innegable. Para Trump, litigar —o forzar estas polémicas— es útil en sí mismo: mantiene vivo su relato de “prensa deshonesta”, convierte a The New York Times o a las cadenas críticas en antagonistas de su narrativa y se asegura situarse como víctima. Para sus bases, es la prueba de que “no se deja pisotear”; para los medios, supone meses de desgaste y costes millonarios en abogados o pérdida de reputación y audiencia.

El presidente estadounidense, de hecho, ha llegado a amenazar con quitar permisos de emisión a los canales que le critiquen porque no estar autorizados a ir en su contra. “Leí en alguna parte que los canales estaban en un 97 % en mi contra. Un 97 % negativo. Y, sin embargo, gané fácilmente en los siete estados clave (en las presidenciales). Si están un 97 % en mi contra, solo me dan mala publicidad y tienen una licencia, diría que tal vez deberían quitarles el permiso”, admitía Trump a bordo del avión presidencial Air Force One en su camino de vuelta del Reino Unido.

Donald Trump atendiendo a los periodistas en el Air Force One durante el regreso a Washington desde Londres.

Donald Trump atendiendo a los periodistas en el Air Force One durante el regreso a Washington desde Londres. Kevin Lamarque Reuters

Como recuerda Jane Kirtley, profesora de Derecho en la Universidad de Minnesota, “la mera amenaza de un pleito multimillonario puede ser suficiente para que un editor se lo piense dos veces antes de autorizar una historia”. Ese efecto de enfriamiento es la gran preocupación de asociaciones como el Comité de Reporteros para la Libertad de Prensa: que el miedo a la ruina —o al señalamiento público— termine estrechando el margen del periodismo de investigación.

España ante el espejo de Trump

Lo que está ocurriendo en Estados Unidos no es un espectáculo lejano. El eco de Trump contra The New York Times resuena también en España, donde el Gobierno ha puesto sobre la mesa una reforma de la Ley Orgánica 1/1982 de Protección Civil del Derecho al Honor, a la Intimidad Personal y Familiar y a la Propia Imagen.

Esta norma —a la que muchos se refieren como “la ley del derecho al honor”— es la que regula cómo se protege la reputación de las personas frente a ataques injustos, y el Ejecutivo de Pedro Sánchez quiere modificarla para, en palabras del ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, “garantizar una reparación a las víctimas de difamaciones injustas” y frenar lo que denomina “pseudomedios”.

Es una forma, por tanto, de desincentivar que la prensa investigue casos de corrupción en los que presuntamente ha participado la familia del presidente. Es una manera de evitar que medios como esta casa, EL ESPAÑOL, sigan publicando exclusivas sobre el caso Koldo o los negocios relativos a la familia de Begoña Gómez.

El ministro de la Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes, Félix Bolaños, interviene durante una rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros.

El ministro de la Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes, Félix Bolaños, interviene durante una rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros. Matias Chiofalo Europa Press

La propuesta forma parte del Plan de Acción por la Democracia anunciado por Sánchez en 2024 y prevé también cambios en la ley de rectificación y en la transparencia de las subvenciones públicas a medios. Sobre el papel, el objetivo es reforzar la calidad informativa. Pero asociaciones de prensa y juristas temen que la reforma pueda convertirse en un escudo para blindar a políticos y, especialmente, a sus familiares y colaboradores frente a investigaciones periodísticas que revelen hechos incómodos.

No se trata de un riesgo teórico. Hace unos meses, cuatro periodistas de El País, El Mundo y 20 Minutos fueron llamados a declarar como imputados por publicar un informe de la UCO sobre la fiscal jefa provincial de Las Palmas. La escena encendió las alarmas en redacciones de todo el país: si informar sobre documentos policiales podía acabar en los tribunales, ¿qué quedaba del derecho a la información?

El 14 de julio, la jueza dio marcha atrás y desimputó a los reporteros, que pasaron a ser testigos en la causa. La decisión alivió la presión, pero no disipó el miedo: la APM y la FAPE advirtieron que actuaciones como esta ponen en riesgo el secreto profesional y crean un clima de intimidación.

La APM ha insistido en que no es necesaria una reforma de la ley del honor, recordando que los tribunales ya aplican una amplia jurisprudencia que equilibra la libertad de información con el derecho al honor, y ha pedido mayor transparencia en la financiación de medios como verdadera medida regeneradora.

La FAPE, por su parte, ha denunciado “comportamientos que erosionan el derecho a la información”, en referencia a señalamientos y ataques a periodistas desde la arena política, y ha reclamado garantías para que los reporteros puedan trabajar sin presiones.

2El presidente de EEUU, Donald Trump, este jueves.

2El presidente de EEUU, Donald Trump, este jueves.

El paralelismo con el caso Trump es evidente. En EEUU, el estándar de “mala fe” obliga a los políticos a demostrar que un medio mintió a sabiendas o actuó con desprecio temerario por la verdad, un listón tan alto que hace que muchas demandas se caigan antes de llegar a juicio.

En España, en cambio, la reforma de la ley podría facilitar querellas incluso cuando la información es cierta, siempre que alguien alegue daño a su honor. La oposición también ha reaccionado con dureza. El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, acusó a Sánchez de acudir al Congreso “solo para intentar castigar por ley a los medios que denuncian sus casos de corrupción”, lo que ha avivado la percepción de que la norma busca disciplinar a la prensa crítica.

Paradójicamente, mientras la Unión Europea ha aprobado la Directiva Anti-SLAPP —que exige a los Estados miembros transponer leyes para desestimar demandas abusivas de forma temprana y proteger la participación pública— España tiene margen normativo, pero también obligaciones legales. Si la reforma del derecho al honor no incorpora las salvaguardas que exige la Directiva —criterios de veracidad, protección explícita del interés general, procedimientos para rechazar demandas manifiestamente infundadas— podría estar violando esos estándares mínimos y generando inseguridad jurídica.