
Los hermanos Olegario y Carlos, en la iglesia del poblado. E.E.
O Vao, el poblado gitano que ha erradicado la droga tras 60 años de narcotráfico: "Se hace más caso al patriarca que a la Policía"
Los clanes y las familias, asentados desde los años 60, decidieron "limpiar" la zona para asegurar el futuro de sus hijos y evitar la reurbanización.
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Desde hace años, O Vao eran dos palabras que en Poio (Pontevedra) se pronunciaban en voz baja, como quien cita un problema que no tiene solución. El poblado chabolista gitano, dividido en dos núcleos (Vao de Arriba y de Abajo) a apenas unos minutos del centro de la ciudad, era uno de los supermercados de la droga más activos del sur de Galicia. La imagen que sobrevivía en la memoria colectiva era la de siempre: chabolas vencidas por el óxido, calles de tierra resquebrajada, drogodependientes errantes y guardias civiles entrando en fila india, abriéndose paso a golpe de sirena.
Pero algo ha cambiado y, según sus propios habitantes, no fue una redada ni un gran plan institucional. El giro de guion llegó desde dentro, dicen, cuando los patriarcas dijeron "basta". Desde hace años en O Vao ya no se vende droga.
"Aquí se hace más caso a los patriarcas que a la Policía, y aunque falte el patriarca la palabra dura para siempre. La palabra de un gitano vale 1.000 veces más", indica Olegario, quien se crió en el poblado y hace años volvió para sanearlo. "El otro papel es el de la iglesia [evangélica] que hemos construido, que lleva tres años. La droga mata la mente y el corazón, y no podemos dejar que los jóvenes vivan rodeados de ella".
La decisión fue suya. De los patriarcas que durante años tejieron y destejieron los hilos del negocio, y de las familias que aprendieron a crecer en ese ecosistema, y de las familias a las que se iban expandiendo. Ahora recuerdan cada cinco minutos que la limpia "no es una fanfarronada". "¡Busca! ¡Busca! A ver si encuentras a alguien", retan los vecinos del Vao de Arriba.
La decisión no llegó de la noche a la mañana. Fue el resultado de años de desgaste, presión policial y, sobre todo, de una conciencia cada vez mayor de que el futuro —el de sus hijos y nietos— no podía seguir anclado en el delito. Así, aquellos clanes que en 2018 y 2019 encabezaban titulares con decenas de detenidos y toneladas de droga incautada decidieron dar un paso atrás. No por miedo, sino por supervivencia.

Carlos, en su casa de O Vao. E.E.
"No volver a vender"
El poblado es uno de esos sitios que no querrías visitar en pantalón corto, sobre todo en algunas zonas. Un paseo de menos de 10 minutos significa esquivar ladrillos, trampear peldaños y regatear alambres furtivos, pero también sorprenderse de un curioso caos ordenado, un orden secreto en el cual las casas parecen brotar del propio monte.
La estructura del poblado asentado desde los años 60 tiene su propia geometría: miles de metros cuadrados de calles curvas, paredes asimétricas y muros torcidos, una arquitectura imposible que la administración dejó de intentar domar en 2008. Entonces, la Xunta trató de realojar a las familias, pero se ganó la oposición brutal del resto de vecinos de Poio.
"Te lo digo, antes no éramos buenos y por eso no nos querían. Ahora sí. Ahora conocemos a Cristo y ya no vivimos en la oscuridad", asegura Olegario desde su salón, una especie de estancia a medio alicatar que sirve también de lugar de reuniones para los vecinos y bar improvisado para ver el fútbol. Al fondo, su hermano Carlos le da la razón: "Prometimos no volver a vender droga. A no trapichear nunca más".
Fuentes de la lucha antinarcóticos en Pontevedra tienen sus dudas tanto de que el poblado esté fuera de todo peligro como de que la responsabilidad sea sólo de los gitanos. "Es verdad que está limpio, pero hay gente de allí que sigue vendiendo aunque sea fuera", aseveran. Y reconocen: "Sobre todo donde algunos patriarcas no tienen mando".
El futuro
El nuevo O Vao es todavía un lugar modesto, pero irreconocible para quien lo viera en su peor época. Alrededor de 200 personas viven allí, aunque no hay un censo oficial. Hay casas de obra donde antes había chamizos, la mayoría de familias viven de trabajos temporales o ayudas sociales, los niños están escolarizados y las relaciones con el Concello de Poio y la Policía ya no son de confrontación, sino de trámite.
¿Problemas? Claro. La marginalidad no desaparece de un plumazo ni se barre con una redada. Tiene raíces profundas, más de herencia que de elección, y cortarlas exige más que dignidad: hace falta una oportunidad real para construir otra vida. En O Vao, esa oportunidad aún es una obra a medio hacer, pero por primera vez se edifica sobre suelo firme.
La desconfianza fuera del poblado sigue pesando: los vecinos cuentan que aún hoy les ponen trabas para alquilar un piso más allá del monte, pero al menos ya no se vende heroína dentro de él. Desde hace años ya no hay coches haciendo cola para comprar una papelina, ni la banda sonora la protagonizan las sirenas de madrugada.
Durante años, la droga fue la lengua materna de O Vao. En sus calles desiguales, en sus casas deshilachadas, en los ojos cansados de quienes crecieron al filo de todo, el tráfico era más que un negocio: era una forma de nombrar el mundo. El latido oscuro que les marcaba el paso.
Hoy, en esas mismas calles, suena otra música. Todavía tímida, torpe, pero real. Una música hecha de ladrillos recién puestos, de niños que van y vienen de la escuela, de vecinos que discuten por el precio de una bombona de butano y no por el reparto de un alijo. Por primera vez en mucho tiempo, sus habitantes tienen la oportunidad de cumplir su palabra. A ver si sigue valiendo 1.000 veces más.