Laura, María y Javier, estudiantes de ADE.

Laura, María y Javier, estudiantes de ADE. Cedidas

Reportajes

Las diferentes vidas de tres graduados en ADE: cuánto ganan en Madrid, Santander o un pueblo

Las rutinas de Laura, María y Javier evidencian las diferencias entre pasar los primeros años laborales en la capital, una ciudad pequeña y un pueblo.

20 octubre, 2021 06:04

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Cambiar la tranquilidad de Santander por el trajín madrileño no es el plan más apetecible para Laura Sainz. “Aquí vive mucha gente mayor, no es nada estresante. Hace poco estuve de viaje en Madrid y notaba una diferencia abismal: dependen del metro, tardan más en llegar, la gente va por la calle en masa…”. Y pese a todo, se plantea irse de casa para avanzar en su carrera profesional.

Lo mismo le ocurre a María Collado y fue lo que convenció a Javier Durán a pagar altos alquileres, invertir horas en el transporte y alejarse de sus seres queridos. Los tres jóvenes de entre 24 y 26 años estudiaron ADE (Javier y María también Derecho) y lo ejercen, pero su gran diferencia es que uno vive en la capital, otro en una pequeña ciudad, Santander, otra en una pedanía, Pueblo Nuevo de Guadiaro, que pertenece al municipio de San Roque, en Cádiz.

Javier Durán dio el paso y dejó atrás la costa malagueña. Se mudó para estudiar durante seis años las dos carreras en la Universidad Autónoma de Madrid y ahora trabaja como auditor en una Big Four –las cuatro mayores redes de servicios profesionales del mundo–. “Ya es mi tercer año, audito construcción y servicios”, comenta el joven de 26 años en una llamada con EL ESPAÑOL.

Entró como becario unos meses y luego le llamaron para incorporarse: el primer año le contrataron y le pagaron un máster que compagina con su jornada laboral. “El segundo y el tercero vamos a clases viernes por la tarde (de cuatro a nueve) y sábados por la mañana (de nueve a cuatro). Es bastante paliza”, reconoce.

Todos los días la alarma de Javier suena a las siete y media de la mañana, se ducha, se prepara y coge el metro en Ponzano hacia las cuatro torres del Paseo de la Castellana. Se baja un poco antes, en Plaza de Castilla, para darse un paseo antes de la larga jornada. Su horario es de 9 a 19. “En teoría, porque está visto como algo feo no quedarse una hora, hora y media más”, comenta. A lo largo del año, hay unos 14 días de cierre en los que termina mucho después. “Nunca he estado más tarde de las doce, pero tengo compañeros que sí”, explica.

Durante su jornada solo para unos 40 minutos para comer, y un par de veces para tomarse un café y fumarse un cigarro, cuando puede. Al acabar vuelve a coger el transporte público durante media hora para ir piso al que se acaba de mudar. Antes eran 50 tediosos minutos. “Salía del metro amargado porque era de noche, nadie estaba viniendo de currar y pensaba: ‘Joder, estoy perdiendo tiempo de hacer cosas”, se lamenta. A él le gusta ver series, jugar al pádel o tomarse algo con sus amigos. “No soy demasiado viajero, me gusta estar con mi gente por aquí”, define.

Este nuevo curso gana 29.300 al año, pero los años anteriores recibía 24.500. Mensualmente ahorra unos 200-300 euros, porque invierte 450 en su piso compartido. A eso se le suma los gastos de agua, luz, y los de comer en bares a diario: “Estoy poco por casa y la comida se me echa a perder. Además, no tengo tiempo ni ganas de cocinarme”.

Trabajar en Santander

A Laura Sainz esto es lo que le abruma de la vida en la capital, perder la calidad de vida. Ella reside en su ciudad natal, Santander, y trabaja en una empresa de ascensores desde su tercer curso de carrera en la Universidad de Cantabria. Lleva dos años y medio en la empresa familiar que en su ciudad cuenta con más de 200 empleados.

Cada día se despierta a las siete y media para comenzar con calma; no entra hasta una hora después. “Me pilla muy cerca, tardo unos cinco minutos en coche”. Llega a su puesto y empieza a recibir llamadas y a revisar los partes de trabajo del día anterior. “Soy quien confirma que el técnico ha hecho su labor diaria, hacemos seguimiento de cada aviso o revisión de ascensor”, comenta. Su horario es de 8.30 a 13.00, y de 14.30 a 18, y nunca se retrasa más de 15 minutos en salir. A diario queda con sus amigos, hace visitas a sus tíos, a sus amigos y va al gimnasio. Los fines de semana explora la zona: “En Cantabria hay mucho por conocer y últimamente aprovecho más. Por ejemplo, hace poco pasé el día en Comilas con mis amigas”.

A sus 24 años gana 1.300 euros al mes, en 15 pagas (unos 19.500 al año). Es totalmente autosuficiente, ayuda a sus padres con los gastos, se está pagando un coche y, aun así, ahorra unos 600 euros mensuales. “Cada vez me ronda más independizarme, no sé si seguiré en esta empresa o cambiaré. Como no he conocido nada más me queda la incertidumbre de cómo es vivir en otra ciudad”.

La carga de trabajo

María Collado comparte ese mismo deseo: salir de su hogar. Y le gustaría trabajar en una de las Big Four, aunque le han hablado muy mal de la carga de trabajo e incluso le han dicho que no se cobran las horas extra. “Sé que aprendería muchísimo, pero me echa para atrás por mi vida y mi ocio”.

De momento vive en una pedanía de unos 1.300 habitantes, Pueblo Nuevo de Guadiaro, el lugar donde nació hace 25 años. Trabaja en el negocio de sus padres, una empresa de distribución de vinos que es una PYME de unos 20 trabajadores. “Estuve un año haciendo contabilidad y ahora me dedico a todas las compras de mercaderías y a la venta a otros mayoristas”, explica. Ella tiene el mismo salario mensual que Laura por 40 horas semanales (trabaja de 8.30 a 5.30, con un descanso de 45 minutos para comer y cobra 19.500 euros brutos anuales). A veces sale más tarde, pero ese tiempo lo cobra.

María, que estudió el doble grado en Sevilla, sentía pavor por volver al pueblo, quería pasar un verano en EE UU y conocer el mundo, pero la pandemia hizo que sus planes se torcieran. “Mi idea era pasar aquí una temporada y luego irme. Me fui quedando por la Covid y ya llevo un año y medio”, comenta la joven que está asentada con sus padres y ahorra unos 500 euros al mes.

Su apacible rutina la anima: tarda tres minutos en llegar al trabajo, puede pasear, ir al gimnasio o salir a cenar con sus amigas, que casi todas están ahí. Todo en un mismo día. “Al tenerlo todo cerca es muy fácil, yo creo que incluso viviendo aquí entre semana tengo más vida social que en una ciudad, tardo menos en desplazarme”, reflexiona.

Ese miedo a volver a casa se ha disipado, porque vive muy bien. “Al ser una empresa pequeña se tocan muchos palos. He aprendido mucho, pero me gustaría experiencia trabajar en un sitio más grande, en una ciudad. No quiero perderme otras experiencias”, reconoce, aunque en un futuro lejano se ve otra vez en Pueblo Nuevo de Guadiaro.

Tres casos, tres mundos

Javier piensa lo mismo. Le gusta mucho la empresa, pero le gustaría volver a Málaga para criar a sus hijos, si los tiene. “Tengo asumido que se tendrían que alinear los astros y pasar muchos años”. De momento, está a gusto en la empresa, pero no lo ve como algo definitivo. “La gente no aguanta mucho, es un puente para otro trabajo. Supongo que estaré uno dos años más y buscaré un trabajo de calidad o con mejor sueldo”.

A Laura no dejan de asaltarle dudas sobre si irse o no. Teme adentrarse en una dinámica de estrés. Javier se lo toma con calma, es parte de su carácter: “Hay momentos en los que te agobias, yo soy muy de llevarlo por dentro, de irme a la cama y mirar al techo. Pero yo no sufro ansiedad y no es lo habitual, por lo que me dicen mis compañeros. Depende de los jefes y los clientes”.

Él sabía lo que quería encontrar y va a trabajar sin quitarse de la mente que no pueden pedirle más de lo que físicamente puede. “Acabo la semana destrozado”. Los findes se les pasa volando, ya que solo puede aprovechar el sábado por la tarde y el domingo. Y muchas veces no alcanza: ya le ha pasado el estar con sus amigos y tener que irse a descansar. Dormir también quita horas de diversión.