Zaragoza

Detrás de unos ojos azulísimos, y una cabellera gris que le enmarca el rostro, el Fernando Simón que comparece, una y otra vez, con mejor o peor atino, para dar parte de cuál es la situación de España en mitad de esta pandemia, debe retrotraerse a esos veranos felices de su infancia, siempre al lado del agua, cuando piensa en cómo diablos hemos llegado hasta aquí. Sesenta días para la historia.

Porque la fotografía del coronavirus en nuestro país sigue siendo terrible. Ahora, con en el carrusel de qué territorios han pasado de fase y cuáles no. Pero para Simón (Zaragoza, 1963), cuando llega a casa y cuelga la bata, la tranquilidad debe parecerse mucho a las vacaciones junto a su padre, psiquiatra, y sus cinco hermanos en Caspe, en el Bajo Aragón.

Ya lo decía Saint-Exupéry en El Principito: "Todas las personas mayores fueron al principio niños (aunque pocas de ellas lo recuerdan)”. Aunque los Simones, como son conocidos el epidemiólogo y sus hermanos, sí que lo hacen. Por eso se obcecan en volver y volver a ese pueblito zaragozano, a orillas del mar de Aragón, desde que comenzaron a hacerlo en sus vacaciones escolares.

El clan de "los Simones"

Cuentan quienes conocen a la familia, en conversación con EL ESPAÑOL, que los seis hermanos, hijos del reconocido psiquiatra zaragozano Antonio Simón y su primera mujer, Mariluz Soria, siempre fueron “muy formalitos, muy buenos. Nunca dieron un ruido”. La imagen es constante, da igual a quién se le pregunte: los Simones eran, y son aún, una piña.

Puede que sea herencia de la educación religiosa recibida en sus centros. Los seis, desde el mayor, Juan Antonio, hasta el menor, Marcos, fueron instruidos en colegios de Zaragoza del Opus Dei. Segregados por sexo, claro. Los chicos, al Montearagón. Ellas, al Sansueña. Fernando, en su caso, pertenece a la promoción de 1981, año en el que se graduó y dio el salto a la universidad.

Inicio del Paseo de Sagasta en Zaragoza, en plena pandemia. EM

Era parte del ritual de una familia acomodada de mitad del siglo pasado en la capital aragonesa. Matrimonio estable, amplia prole. Los ocho miembros de la familia residían en un amplísimo apartamento en una de las zonas más nobles de la ciudad, el Paseo de Sagasta, en uno de esos edificios cuyos pisos eran tan espaciosos como para acoger tanto la vivienda familiar como la consulta médica del cabeza de familia.

En mitad de la pandemia, ningún vecino tiene ganas de rememorar nada. EL ESPAÑOL acude al piso familiar, pero el confinamiento ha pasado factura y tanto en los negocios cercanos como entre el vecindario el miedo, o el cansancio, quién sabe, se hace patente. Las mascarillas y los guantes tampoco ayudan. No tranquiliza nada, ni siquiera saber que el pequeño Fernando, que ahora tiene 56 años y al que han visto crecer, es quien está al frente de todo.

Por no quedar, no queda ni la placa que adornaba el portal, anunciando la consulta del padre. Tan sólo trazas del pegamento que una vez la unió a la columna que da entrada al edificio y que delimita perfectamente el rectángulo de lo que ya no está. En el bloque sigue habiendo una consulta psiquiátrica, sí, aunque en otro piso y de otro doctor.

Pero si hay un nexo de unión que recorre la estirpe de principio a fin, que copa la historia familiar de los Simón de generación en generación, es la vocación sanitaria. Se ha expresado de muchas y múltiples maneras, pero tiene ahora un claro pivote central: el epidemiólogo y director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, que estudió en la universidad pública y se licenció ya cuando terminaba la década de los 80, dos años más tarde de lo que le correspondía, en 1989.

Después de terminar la carrera, Fernando se dedicó a hacer sustituciones en pueblos, especialmente en la provincia de Huesca. En Zaragoza, mientras, cubría urgencias domiciliarias. El gran salto vino después: al año de licenciarse en Medicina, se fue a África, a recorrer el continente ejerciendo, muchas veces como voluntario. En su pasaporte atesoraba sellos de Burundi, Somalia, Mozambique, Tanzania o Togo, entre otros, porque allí discurrió su vida desde 1990 hasta ocho años después.

En mitad, se formó dos años en Inglaterra, pero la vuelta a Europa no le convenció y no consiguió atarle. A finales de los noventa estuvo tres años en América Latina (Guatemala, Ecuador). Con el nuevo milenio, ya sí, volvió al Viejo Continente. Primera parada, París, como epidemiólogo en el Instituto de Vigilancia Sanitaria. Finalmente, Madrid, en 2003, para montar la Unidad de Alertas y Emergencias de la Red Nacional de Vigilancia Epidemiológica.

El reputado doctor Simón, padre

Antes que él, el renombre profesional estuvo asociado a su padre. En Zaragoza, dentro de los círculos médicos, la sombra del psiquiatra Antonio Simón Ramiro es alargada. Tanto, que es uno de los nombres imprescindibles cuando se cuenta la historia de la psiquiatría en la comunidad autónoma. Eran muy prestigiosos sus grupos de tratamiento de la depresión, por ejemplo. Pero la carrera no se queda ahí.

Antonio Simón llegó a dirigir el psiquiátrico de la provincia, el hospital Nuestra Señora del Pilar, que fue considerado un centro “de carácter pionero”, en palabras de la Sociedad Aragonesa y Riojana de Psiquiatría. En la institución, por ejemplo, se formaron la mayoría de los psiquiatras y profesionales especializados en salud mental de los años 60 y 70.

La antigua facultad de Medicina de la Universidad de Zaragoza, a escasos minutos del domicilio familiar. En la actualidad funciona como Paraninfo. ME

El padre participó, también, en la creación del Departamento Universitario de Psiquiatría en la capital aragonesa. Así quedó reflejado en el Boletín Oficial del Estado correspondiente, del 18 de octubre de 1972. En su caso, Simón padre era colaborador. También fue ayudante de clases prácticas.

Al contrario que su padre, Fernando nunca fue un estudiante brillante, rememoran desde su entorno para este diario. Pero ambos compartían, cada uno en su tiempo y en su especialidad, una trayectoria inmaculada, siempre bien considerados por sus colegas gracias a sus conocimientos y su capacidad de gestión.

Quizás sea hasta ahora. Porque no dejan de retumbar los errores cometidos por el Gobierno durante la gran crisis que nos asola, y que se convertirá en un hito histórico, una vez se consiga vencer al virus. La sensación, dos meses más tarde, es un tanto agridulce.

Y el principal perjudicado es quien más explicaciones ha tratado de dar al público. Fernando Simón, cómo si no.

Le salpica una polémica tras otra, algunas merecidas y otras, de rebote. La última: también ha trabajado con Yolanda Fuentes, la ex directora general de Salud Pública de la Comunidad de Madrid que dimitió por no querer avalar la petición de la región para pasar de fase.

El cuestionamiento nace, sobre todo, de su discurso lleno de contradicciones, o de la falta de previsión del departamento que asesora y por el que da la cara. La mayor de todas fue pasar del “España no va a tener, como mucho, más allá de algún caso diagnosticado de coronavirus” al “aún no hemos llegado a lo peor”. Tanto es así que él mismo contrajo el covid-19.

El eterno retorno a Caspe

Pero si queda un lugar en España en el que la credibilidad de Fernando Simón continúe intacta, sin que se le haga ningún tipo de cuestionamiento a su actividad en estas ocho semanas de confinamiento, estado de alarma mediante, es en el Poblado de Pescadores de Caspe.

En este pequeño núcleo, una urbanización algo alejada del centro del municipio -de apenas nueve mil habitantes-, se criaron felices, verano tras verano, los Simones. Aunque pronto la tragedia les marcó: cuando todos eran aún unos críos, su madre, Mariluz, falleció de cáncer. Y acudieron los abuelos paternos al rescate.

Fue ahí cuando se unió un nuevo factor sanitario a la ecuación. Su abuelo, también llamado Antonio Simón, era veterinario. Y no era raro escucharle hablar, en tono risueño, con su esposa, de la vejez que les había tocado llevar. “Sin tensión, ni colesterol ni nada, pero con seis nietos a nuestro cargo”, reía el matrimonio.

Como los genes son como son, todo ese conocimiento sanitario se trasladó a las siguientes generaciones. Porque si Fernando heredó la vocación médica de su padre, sus hermanos Juan Antonio y Javier hicieron lo propio con la del abuelo. El menor de todos, Marcos, hizo la tradición suya y estudió Farmacia.

Las dos chicas, María Victoria -Toya, para sus conocidos- y Lourdes -Lules-, se decidieron por otros caminos. La primera es empresaria, con una firma dedicada al diseño de productos de puericultura, y la segunda, profesora de Educación Física. Andan todos desperdigados, porque si Fernando pronto se fue a Londres y a diversos puntos de África, sus hermanos hicieron lo propio, pero a menor escala. Lourdes también vivió unos años en Estados Unidos, y otros hacen su vida en otras comunidades autónomas, como Cataluña, La Rioja o el País Vasco. Alguno queda también en Aragón.

Fernando Simón, impartiendo una charla junto al emblema de su colegio Montearagón.

El chalé familiar que todos ellos comparten en la localidad, a algo más de una hora en coche de Zaragoza, era y continúa siendo su centro de operaciones. Durante el curso vivían en la capital, pero en cuanto el Opus daba descanso, corrían a este pueblito, casi en la frontera con Lérida y Tarragona.

“Son una familia muy maja”, indican en Caspe. Antonio Simón Ramiro -el padre de Fernando- se jubiló hace un par de cursos y lleva una vida tranquila: en invierno en su plácido apartamento del centro de Zaragoza; en verano, a orillas del Mar de Aragón.

Tras perder a la madre de sus hijos, lo cierto es que Antonio se volvió a casar y volvió a vivir una tragedia: su segunda esposa también falleció pronto, al poco de contraer matrimonio. Finalmente, pasó por el altar una tercera vez y fue la vencida: junto a su actual señora, una profesora de instituto ya jubilada, con la que lleva tres décadas, es habitual verle en conciertos matinales los fines de semana, disfrutando de las comodidades que ofrece la capital aragonesa. A ella es a quien se refieren los Simón Soria cuando hablan, en presente, de “nuestros padres”.

Pero la temporada estival es sagrada, y más ahora con nietos revoloteando a su alrededor. Y así sigue el veraneo para los Simones.

“Se entienden todos muy bien, se organizan muy bien”, comentan sus vecinos a este periódico. La familia sigue compartiendo la vivienda que construyó el padre allí, a inicios de los años 70, cuando atendía a los pacientes del centro psiquiátrico que la Diputación Provincial estableció en Caspe para aprovechar parte de las viejas ruinas de la capilla de un viejo hospital de la zona.

Experto navegante

En la piscina es habitual ver a Fernando, un amante de los deportes acuáticos, cuando no es practicando windsurf en el club náutico, a apenas un par de minutos caminando de su hogar. También a sus hermanos, con los que se establecen turnos para que toda la familia pueda seguir acudiendo a su cita anual con Caspe.

Pero hay un día sagrado al año, el momento álgido del verano: el cumpleaños del doctor Simón, padre, que ya supera los ochenta años. Congrega a todo el clan de los Simones y se reúnen “treinta y tantos. Es una gran comida para toda la familia. Se juntan tres o cuatro generaciones para celebrar”, comenta el dueño del bar que suele acogerles.

“Fernando es muy buena gente, muy buena persona. Me molesta cuando leo cosas, que se meten con él. Quien se meta con él es porque no lo conoce”, bufa un vecino de la urbanización, a preguntas de este periódico. “Es un tipo especial, es muy inteligente, muy constante, muy trabajador, para todo”. Ya casado -con María Romay-Barja, científica especializada en enfermedades tropicales y hoy community manager de la Red de Investigación Cooperativa en Enfermedades Tropicales (RICET) en el Instituto de Salud Carlos III- y con hijos, es habitual verle jugando con ellos al baloncesto.

Y es que un amigo de la infancia, que continúa manteniendo estrecha relación con el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, que aunque resida en Alameda de Osuna (Madrid), se escapa cada vez que puede, asegura que el más deportista de la trupe es Fernando. Tanto, que sigue acudiendo a su trabajo diariamente en el centro de la capital de España en moto. Aunque todos los Simones tienen experiencia en deportes acuáticos, especialmente navegando.

Pero ni este ni otros conocidos quieren hacer referencia a otros asuntos. En mente de los españoles, especialmente esta misma semana, está el 8 de marzo, Día de la Mujer. El antes y el después de todo, para el Gobierno y los ciudadanos.

Porque horas antes de la multitudinaria manifestación reivindicativa, Simón aseguró que, si su hijo le preguntaba si podía acudir a la marcha, le diría, “que hiciera lo que quiera”. Fue esa misma noche cuando, en palabras de la vicepresidenta cuarta del Gobierno, Teresa Ribera, todo se descontroló. "Reaccionamos tarde; no fuimos conscientes de lo que teníamos delante hasta la noche del 8 al 9 de marzo", adujo la también titular de Transición Ecológica en una entrevista en La Sexta.

El reto que le queda al aventurero Simón por delante es enorme. Sobre todo porque el desgaste se hace patente y la eficacia se comienza a cuestionar. El lenguaje se vuelve político y se aleja de la ciencia. Desde la explicación del exceso de mortalidad y los accidentes de tráfico, pasando por la opacidad que no se le ha de permitir a las voces públicas a la hora de dar a conocer los nombres de los expertos que decidirán el futuro de las autonomías y sus fases.

Quizás ahora el epidemiólogo tiene por delante la travesía más complicada de todas: gestionar correctamente la crisis del coronavirus… y volver al mar en calma. Parecido al que surcaba en sus veranos de la infancia.

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