Calle de Fuencarral, nº 45, 2º derecha (Madrid). Domingo 22 de junio de 1902. La joven criada Cecilia Aznar, todavía con la respiración agitada y la ropa manchada de sangre, bajó a su habitación para comer tranquilamente unas galletas y escribirle a su novio, que vivía en Pasajes. “Anoche me dormí abriendo mi cuerpo para ti y soñando con que te metías entre mis piernas con esa ansia tuya…”.

Mientras masticaba cogió 100 pesetas de la petaca que acababa de robarle al infortunado de su señor. Después se llevó la mano derecha a su sexo abriéndose paso entre la abultada falda sanguinolenta y la ropa interior, se acarició y tiró con fuerza de un pequeño mechón de vello púbico. Cogió un sobre y lo introdujo junto con la carta y el dinero, para sellarlo con destino a su amor del norte de España.

El único incordio de su vida en aquel momento era que su patrón yacía en el piso de arriba con la cabeza abierta tras haberle asestado doce golpes brutales con una plancha. Una especie de ajusticiamiento de una clase social a otra. Un delirio, en cualquier caso.

Hotel La Gare (Irún). Tres meses antes. A sus 22 años, Cecilia, natural de Cervera (Lérida) había abandonado a principios de año a su marido enfermo, con quien se casó en Gandía, para ir a ganarse la vida como sirvienta y, durante su tiempo libre, vendiendo su cuerpo. El día 16 de aquel mismo mes de marzo el esposo falleció, sin que le supusiera pena alguna a Cecilia. Tenían una hija de 14 meses.

La catalana era una muchacha alta, su aspecto robusto, sus manos grandes y fuertes brazos, le conferían un aire varonil que en ocasiones infundía algo más que respeto. Sus pómulos pronunciados, el cabello azabache, los labios finos y apretados como si quisieran evitar que se escapen las mentiras; ojos pequeños bajo unas cejas pobladas y mandíbulas encajadas con un leve prognatismo, componían una físico entre llamativo y temido.

En el hotel se alojaba un madrileño de buena posición económica, Manuel Pastor y Pastor, misántropo y excéntrico soltero de 42 años. Se sintió atraído por Cecilia -moza de escasas luces y supina estupidez, todo hay que decirlo- desde el mismo instante en que la vio acercándose a su mesa con la bandeja del desayuno en el salón comedor del hotel. Y, como más adelante demostraría la ciencia forense, Manuel no regía bien del todo, perdió por Cecilia la poca cabeza que tenía. No tardó en hacerle todo tipo de proposiciones, de trabajo pero también libidinosas, que la muchacha encajaba con un pudor tan falso como lo era su mirada.

Al final convinieron en que sería contratada para “cuidarlo”, en todos los sentidos, aunque lo hicieron pasar por los trabajos de una simple criada. Incluso el hombre requirió los servicios de una cocinera, una tal Rosario, por aquello de camuflar el verdadero cometido de Cecilia. Y así fue cómo los tres, en un reservado de primera clase del tren, pusieron rumbo a Madrid recién estrenado el mes de abril.

Manuel Pastor, víctima del 'crimen de la plancha'.

El lujoso piso de don Manuel llamó la atención de las mujeres por el contraste con la modestia y precariedad de los muebles y los enseres domésticos. Sin embargo, el hombre no reparaba en gastos a la hora de alquilar a diario un ostentoso coche de caballos para dar un paseo hasta Moncloa con Cecilia sentada a su lado. Hacían parada en el restaurante Tournié y, de vuelta a casa, en la confitería Vizcaíno, de la calle Montera.

Pastor era conocido en el barrio por sus excentricidades, como la de ir a comprar en pantalones cortos y embutido en un enorme y ridículo gorro, pero también por su agitada vida sexual. Las malas lenguas se preguntaban cómo podía aguantar semejante ritmo aquel cuerpo tan enclenque. Porque entre las rarezas de Manuel Pastor se contaba la de apenas ingerir alimentos más que un par de onzas de chocolate con un panecillo, al mediodía y un poco de fiambre o dulces, para cenar. Su delgadez era tan extrema que rozaba la desnutrición. De manera que Rosario cocinaba para ella y para Cecilia, y por ello cobraba un buen sueldo.

La muerte como presentimiento

- ¿Sabes, Rosario, que siempre tengo el presentimiento de que mi destino es morir asesinado?

Don Manuel le confiaba sus secretos temores a Rosario, mujer simplona y de muy buen fondo.

- ¡Ande, quite, quite, señor! No diga esas tonterías –la mujer se santiguaba cada vez le escuchaba decir eso. No era la primera vez.

- Yo confío mucho en vosotras. Por ese miedo que tengo jamás contrataría a sirvientas de Madrid, las prefiero de provincias, como Cecilia y tú. Sólo así puede un hombre estar tranquilo.

- Eso sí es verdad, don Manuel –asentía Rosario con la cabeza-. En eso lleva usted toda la razón.

El círculo del destino estaba empezando a cerrarse para todos en aquella casa.

La cocinera hacía la vista gorda respecto de las noches que pasaban el señor y Cecilia encerrados en el cuarto de él, ubicado en la planta de arriba de la amplia vivienda, junto al gabinete el que había un bonito balcón que daba a la calle Fuencarral.

Cecilia se dormía junto a don Manuel asumiendo el tedio de su condición social y su vida anodina. Rosario, en cambio, era lo contrario, Nunca se quejaba, estaba agradecida por lo bien que la trataba don Manuel. Ambos se entendían con cordialidad, por eso sorprendió que en la tarde del sábado 21 de junio él la pusiera de patitas en la calle sin apenas darle explicaciones. Fue tan repentino y abrupto su despido, que la pobre Rosario tuvo que suplicar cobijo a la portera del edificio para pasar la noche. No tenía adónde ir.

Mientras Rosario lloraba a lágrima viva en la portería, en el piso segundo Cecilia le pasaba la mano por la espalda a don Manuel, que intentaba leer el periódico. “Has hecho bien echándola…”, le susurró, tuteándolo por primera vez, al tiempo que le acariciaba la oreja con la lengua, “ahora ya nadie nos molestará”. Tenía un punto canalla que enloquecía a don Manuel.

La tarde caía sobre la débil resistencia del hombre llevándolo de la mano a su dormitorio, empujado suavemente por la criada hasta el lecho, en el que yacieron una noche más. Aunque aquella no sería como las demás noches. Ya nunca lo sería…

De madrugada, la joven se vistió con la misma ropa del día anterior. Se recogió el cabello con esmero y estuvo contemplando el debilucho cuerpo de su amante antes de agacharse a coger una de las dos planchas que había en la casa y que ella había guardado debajo de la cama un par de días de atrás. Cerró los ojos y entonces a su mente sobrevino un oleaje de miedos, avaricia, rabia por su mala suerte, codicia… Y vio la luz; el remedio rápido a su precaria situación en la vida; el salvoconducto inequívoco para conseguir sus aspiraciones.

Descargó su ira sobre el durmiente don Manuel asestándole golpes –hasta doce- a destajo en la cabeza con la plancha. La víctima no pudo defenderse. No hubo gritos que rasgaran la madrugada. Tan sólo sangre, esparcida por la cama, suelo y paredes. Y el espantoso y sanguinolento olor de la culpabilidad flotando en el aire.

La plancha con la que se cometió el homicidio.

La asombrosa tranquilidad de la asesina

Tras el crimen, Cecilia actuó con sorprendente calma. Bajó a cambiarse de ropa y a ponerse un delantal, y volvió a subir con enseres de limpieza y un cubo de zinc con agua para limpiar los restos de la barbarie. Se cansó pronto. Aquello no había quien lo disimulara, así que regresó a su habitación y, tras escribirle a su novio, inició el expolio de las más valiosas pertenencias del finado. También cogió todo el dinero que había en el piso, que no era poco: 11.000 pesetas y 4.000 francos franceses. La renta anual de la víctima ascendía nada menos que a 15.000 pesetas, de manera que se trataba de un buen pellizco.

A las diez de la mañana, Cecilia alquiló una manuela, un coche abierto y tirado por un caballo, que la llevó a Correos para echar la carta de su novio y después, a la estación del Mediodía, donde consultó horarios de trenes. Al volver a casa se encontró en el portal con la portera en actitud inquisidora. Se saludaron fríamente y la joven asesina la esquivó como una gata que huye del peligro.

Retrato de Cecilia Aznar.

A las dos de la tarde bajó la escalera cargada con dos cajas de cartón, una de grandes dimensiones y la segunda, más pequeña. Un coche la esperaba en la calle. La portera fue quien inició el camino de la perdición para Cecilia Aznar al extrañarle sus movimientos y no haber visto en toda la mañana de aquel domingo al señor Pastor. Dio aviso a las autoridades.

La criminal buscó una tienda en la que comprar vestidos nuevos, de calidad, con el dinero sustraído al muerto. Salió de una de ellas convertida en toda una señora. En apariencia, claro.

Aún se tardaría horas en entrar en el domicilio de don Manuel. Mientras tanto Cecilia se dirigió a la fonda de la estación a esperar la salida del tren a Barcelona. Pidió un filete de ternera y una zarzaparrilla. Pero entonces reparó en el detalle de que a diario les entregaban a domicilio agua de seltz, circunstancia que debía evitar para no levantar sospechas. Tiene gracia que después de la chapuza que había resultado ser la ocultación de su crimen le preocupara que el repartidor lo descubriera.

Le pidió a un camarero que le hiciera el favor de vigilarle las cajas durante el tiempo en el que se desplazó hasta la fábrica de gaseosas y sifones, en el número 56 de la calle de Preciados, para anular la orden.

Por fin embarcó hacia Barcelona, en un vagón de primera en el que también viajaban dos damas y un caballero, que bajaron en Zaragoza. Para entonces ya había sido hallado el cadáver de Manuel Pastor en medio de una escena salida del infierno de Dante. El arma homicida permanecía intacta debajo de la cama, con el mango doblado de la virulencia de los golpes y una mezcla pegajosa de restos de piel y cabellos ensangrentados adherida a la superficie de hierro.

Cuando la joven llegó a la Ciudad Condal, los periódicos ya daban cuenta de su fechoría. Cargando con las cajas –fuerza tenía- la abordaron dos hombres, Francisco Garreta y Jaime Iglesias. Eran lo que se conocía como “ganchos de fonda”, se llevaban una comisión por conseguir clientes que se hospedaran en determinados establecimientos. Tras instalarse en la Fonda Europa, la acompañaron a una joyería del Paseo de Gracia, en la que se gastó 5.000 pesetas en alhajas.

Completaron el día con una carrera desenfrenada de lujo y diversión. Bebieron champán francés, bailaron y empezó entre ellos un peligroso juego de atracción.

El sexo fue la guinda que creyeron perfecta para una huida que se estaba haciendo famosa. Cecilia participó en un trío en la cama con dos tipos que conocían perfectamente su identidad. Dicen que la avaricia rompe el saco. A ella, Garreta e Iglesias le rompieron su débil plan, si es que alguna vez lo tuvo, robándole parte del botín de don Manuel sin que se diera cuenta.

- Lo mejor es que vayas a la frontera, a Puigcerdá, y allí cojas un barco a América –le sugirió Garreta en el desayuno.

- ¿Puigcerdá tiene puerto? –preguntó la joven con absurda inocencia y tremendo desconocimiento.

- ¡Pues claro! Uno de los más importantes de España.

No, Puigcerdá no tiene puerto ni da al mar pero ni falta que hacía porque no iba a llegar muy lejos. El trayecto fue para Cecilia ilusamente purificador. Soñaba con cruzar el océano, borrado ya, así de fácil, así de pronto, el paso de Manuel Pastor por su vida.

Puigcerdá (Gerona). 8 de julio de 1902. Encontró una fonda, La Pascuala, para hospedarse el tiempo que le llevara organizar su viaje a América. Sin embargo, después del primer golpe de saber que allí no había puerto, ni nada que se le pareciera, recibió el segundo al abrir las cajas: estaban prácticamente vacías y rellenadas con harapos. Por primera vez perdió la calma. Le costaba respirar, tuvo que sentarse en la cama. Entonces, sin tregua, llamaron a la puerta de su habitación. Era el comandante de puesto de la Guardia Civil en Puigcerdá, acompañado de varios agentes.

Empezó negando el crimen del que la acusaban, hasta que se derrumbó. De debajo del colchón sacaron las migajas del robo que le había costado la vida salvajemente al infeliz de don Manuel. Eso sí, las joyas adquiridas en Barcelona las llevaba puestas, como si con ello pudiera parecer menos asesina de lo que era.

Cecilia Aznar, a la derecha tapándose la cara, tras su detención.

El nuevo viaje que tuvo que hacer en tren, esa vez acompañada de agentes de la autoridad, fue frustrante para ella. En sus escasas entendederas seguía sin acabar de comprender cómo era posible que la hubieran descubierto tan pronto. Es difícil, en los altibajos de su perturbada mente, explicar por qué Cecilia Aznar se sintió revivir al ser recibida, a las puertas de la cárcel madrileña de la calle Quiñones, por una multitud que le gritaba. ¿Tal vez porque esa es la estrecha frontera que separa al héroe del asesino? Así de extraña es la condición humana.

Los datos

1. Cecilia Aznar asestó en 1902 doce golpes brutales en la cabeza con una plancha a Manuel Pastor y Pastor, acaudalado soltero de 42 años, mientras dormía. El hecho se conoce como 'El crimen de la plancha'.

2. La asesina trabajaba para la víctima como criada y podría haber sido también su amante.

3. Los comisionistas Iglesias y Garreta fueron detenidos como cómplices en El Havre, al norte de Francia, cuando estaban a punto de embarcar hacia Nueva York con el botín. 

4. El 9 de febrero de 1903 fue condenada a muerte por garrote vil. Posteriormente se le concedió el indulto. Fue uno de los primeros casos más mediáticos de la crónica negra española.

5. Estuvo encarcelada en el penal de Alcalá de Henares hasta que, en 1937, se abrieron las puertas de las prisiones ubicadas en zona republicana. Desde entonces su rastro se perdió para siempre.

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