Cementerio de La Unión (Murcia). Julio de 2008. Nadie echa un puñado de tierra -de esta tierra que la vio nacer y se la traga ahora con ganas de enterrarla en lo más profundo-. Nadie arroja una flor, ni un recuerdo, ni nada, sobre el féretro de Isabel Padilla mientras es sepultada y el eco de su ignominiosa presencia en el mundo se borra, por fin, para siempre. No habrá eternidad para ella, como tampoco hay apenas compañía en su último adiós, más que la de un calor sofocante y el intenso deseo, que flota en el aire, de que jamás hubiera existido la pesadilla que ella causó.

Por la localidad murciana de La Unión se extiende ese día un silencio que acompaña el anhelo común de todos sus habitantes. Ojalá no fueran ciertas las tres muertes (a las que hay que sumar otros dos intentos) provocadas por la mente perversa de Isabel, una mujer capaz de querer acabar con toda su familia 26 años atrás. Lo consiguió a medias.

Calle del Arco. Agosto de 1982. En la radio suena el último éxito musical del momento, “Amor de hombre”, del grupo Mocedades. “Ay, amor de hombre, que estás haciéndome llorar una vez más, sombra lunar que me hiela la piel al pasar”, escucha Isabel y se emociona. Se acerca a Pedro, su marido, que descansa en el sofá medio adormilado, le acaricia el cabello y le sella la frente con un beso de dudosa intención. Es el beso más traicionero desde el origen de los tiempos pero eso nadie lo sabe más que Isabel.

Pedro lleva meses renqueando de salud. En las últimas semanas, su esposa no ha hecho otra cosa que acompañarlo al hospital para que le hagan pruebas pero no dan con la dolencia.

Llaman a la puerta. Es Ramona, la vecina de al lado, “toma, Isa, te traigo un caldito para tu marido, es que lo he hecho esta mañana y está buenísimo, ¿puedo pasar a verlo…?”. Aunque Isabel iba a negarle el paso con una excusa, la mujer se ha colado como un torbellino, “¿te has enterado de lo de Suárez? Ha formado un partido nuevo, el CDS, que eso es el Centro Democrático y… ay, espérate que no me acuerdo, ¡ah, sí!, y Social”.

Isabel Padilla, en una imagen detenida por haber matado a tres miembros de su familia con dosis de insulina.

Consigue aturdir a Pilar con tanta verborrea mientras que Pedro ni se entera

-Pues no lo veo tan mal -dice Ramona por animar-.

-El que está peor últimamente es Pedrito, mi hijo -le explica Isabel-. Ya no sé qué hacer con él, mi niño, el pobre. Y mira que visitamos a médicos, a muchos, y que les insisto en que el crío algo tiene, pero nada. Que no atinan con lo que es. Puede que sea algo hereditario. No sé. Pobre…

Isabel, abnegada y ejemplar ama de casa de 34 años, humilde y sin estudios, reprime unas lágrimas que parece destilar para humedecer su conciencia. Se lleva una mano al pecho en actitud doliente. La otra la deja en el regazo en el que acunó a sus cuatro hijos.

-Pobrecita tú –la consuela su vecina-, dedicada en cuerpo y alma a tu familia. No imagino lo que debes de estar pasando con tanta enfermedad. ¡Qué impotencia! Si es que te pasas la vida en urgencias.

-¿Y qué voy a hacer? Al menor síntoma los llevo al médico, no sea que se trate de algo malo. Mis hijos me dicen que soy una pesada. Qué sabrán ellos.

-¡Desde luego! Los hijos suelen ser muy desagradecidos. Ya sabes, cría cuervos… Cuenta conmigo para lo que necesites.

Cruzándose con tal ofrecimiento, Isabel ha atravesado el salón hasta la cocina para hacer una gran infusión de tila que reparte en dos tazones. Le echa unas gotas a cada uno y se lo lleva a sus dos pedros del alma. “Ay, amor de hombre, que se enreda en mis dedos, me abrasa en su brisa, me llena de miedo”, expira la canción.

-¿Qué tiene mejor que hacer una madre, que cuidar de los suyos? Ellos me necesitan, ya lo ves –dice girándose lentamente hacia Ramona, en quien clava la mirada.

Cuidados mortales

La comunidad de vecinos está acostumbrada al trasiego médico de la familia de Isabel. Les preocupa que sus miembros tengan algún virus extraño que les pueda contagiar, por eso de vez en cuando aparecen por casa interesándose por la evolución de los enfermos. Y siempre salen con la compasión enquistada en el alma: “Esto no es vida, lo que aguanta esta pobre mujer…”.

Hasta que su hijo Pedrito empeora gravemente. Isabel no se mueve de su lado, incorporándolo a cada tanto con almohadas apoyadas sobre el cabecero de la cama y pendiente en todo momento de aliviarle las molestias. Parece consumirse con las horas. “Toma esta manzanilla, cariño, ya verás como te sientes mejor”.

Sabe raro, mamá.

-Eso es porque tienes el estómago revuelto. Anda, bébetelo.

-El chico ingresó de urgencia en el hospital con síntomas de hipoglucemia. Le extirparon el páncreas, a pesar de lo cual falleció a los pocos días. Su muerte conmocionó al vecindario y convirtió a Isabel en una sombra que deambulaba enlutada por las calles de La Unión. A su paso, la gente veneraba con respeto su resignación ante los pesares de la vida.

-Los siguientes seis años los pasó de ingreso en ingreso en el hospital con su marido. Mientras España revivía con unas elecciones generales, en octubre de aquel mismo año, en las que se produjo el triunfo histórico del PSOE, o vibraba con un referéndum sobre la permanencia en la OTAN, en marzo de 1986, la vida de Pedro Pérez se fue apagando. En su hogar no cabían las buenas noticias, ni los cambios sociales, ni las pequeñas revoluciones, sino tan sólo enfermedad.

A Pedro, curiosamente, también le extirparon el páncreas, como al hijo, y aún así seguía presentando un exceso de insulina en sangre. Recién estrenado el verano de 1990 dejó de respirar.

Dos muertes son demasiadas para una madre y esposa. Es entonces cuando la más pequeña de los cuatro hijos, Susana, enferma de fiebres altas difíciles de combatir, vómitos, debilidad… De nuevo la operación de páncreas y la esperanza en una pronta recuperación que no acaba de producirse nunca. Pierde el apetito pero su madre, que no encuentra mejor ocupación que la de dedicarse al cuidado de sus hijos, la obliga a comer.

Dos hijos se salvaron

Isabel Padilla III

La pequeña Susana se está quedando ciega. Le desespera ese pozo oscuro en el que se ha convertido la realidad para ella. Un pozo en el que se ahoga hasta morir tras no haber podido superar un coma que la ha mantenido en la UVI durante semanas. Es mayo de 1991. La primavera no debería arrebatar la vida de ningún niño. La pequeña Susana ha muerto pesándole los recuerdos de lo que no ha vivido.

A las pocas horas es Isabel quien ingresa en ese mismo hospital. Al parecer ha ingerido antidiabéticos. ¿Tal vez un intento de suicidio? Al enfermero que la atiende la situación le resulta tan extraña que alerta a la doctora que atendió a su Susana, sin sospechar que queda un nuevo capítulo por escribir.

No ha transcurrido un mes cuando Francisca, la otra hija, que anda ya por los 21, comienza a manifestar síntomas que coinciden extrañamente con los de sus hermanos e incluso los de su padre. Isabel se desvive. Ahora ya está clara su misión en la vida. Y quiere vivir, más que nunca, para seguir cuidando a los dos hijos que le quedan vivos. Ahuyenta los fantasmas pasajeros de su mente.

Todo se repite. Francisca es ingresada de urgencia para someterse a una operación. La analítica previa revela importantes restos de insulina en la sangre. Sin embargo nadie del equipo médico que la atiende se la ha inyectado. Isabel se preocupa porque intuye que algo no marcha bien. Le prohíben la entrada a la UVI para que no esté cerca de su hija. Desconoce que ya está en marcha una orden judicial para conseguir los historiales médicos de su marido y sus dos hijos fallecidos.

“Hay que ir preparando la Navidad, pronto se nos echará encima y me preocupa que Francisca no mejore, tendré que animarla como sea”, comenta con dos vecinas en el descansillo de su casa.

Pero aquella Navidad nunca llegó en el hogar de los Pérez Padilla ya que Isabel fue detenida el 11 de diciembre de 1991.

Acababa de regresar del mercado. Todavía no le había dado tiempo de colocar la compra cuando llamaron al timbre, era la policía, “queda detenida por el asesinato de su marido y sus dos hijos…”, y no sabe qué más dijeron aquellos dos agentes cuyos rostros se diluyeron en una nebulosa. Los otros dos hijos -se les notaba muy enfermos-, imploraban a gritos que no se llevaran a su madre, “¡no ha hecho nada!”. A la chica, aún convaleciente, le fallaron las fuerzas y cayó al suelo desmayada.

“¡Son diabéticos!”, dijo Isabel con firmeza y los labios apretados, como si fuera una acusación al viento. Desde luego si lo eran jamás habían sido diagnosticados, cosa extraña ya que no es una enfermedad difícil de detectar.

En comisaría, los agentes que le tomaron declaración no daban crédito a los conocimientos médicos que tenía Isabel, una persona casi analfabeta, sobre la diabetes y la insulina. 

Francisca y su hermano Salvador tardaron largos meses en restablecerse en hospitales de Madrid y Valencia, en los que ingresaron en estado grave. Se libraron de la muerte gracias a que su madre, quien más debía protegerlos de cualquier mal, dejó de cuidarlos.

Síndrome de Münchhausen

Isabel Padilla fue acusada de asesinar a su marido y dos hijos con sobredosis de insulina, una sustancia que reduce drásticamente los niveles de glucosa y que, inyectada en dosis elevadas a personas sanas de manera prolongada, puede resultar mortal. La administraba en bebidas y alimentos en el momento de servirlos.

En el juicio se puso de manifiesto que sufría el Síndrome de Münchhausen.

-Yo no entiendo de esas cosas tan raras –se defendió la acusada con un gesto de dolor en su rostro.

-Las mujeres que lo padecen –explicó el médico forense que le practicó las pruebas periciales para elaborar un dictamen psiquiátrico solicitado por la fiscalía- provocan enfermedades en sus seres más queridos para representar el papel de abnegadas madres y esposas que se desviven por atenderlos. Pero la realidad es que los están matando.

-¡Yo no he representado ningún papel!

Isabel intentaba mantener la calma aparente de quien se cree inocente.

-A mi marido y a mis dos hijos los mataron los médicos -le dijo al juez.

-Si está tan convencida –replicó el magistrado-, ¿por qué nunca denunció tales errores médicos?

-Hombre… porque cualquiera puede equivocarse.

Claro, hasta la propia vida puede equivocarse, como tal vez se equivocó con ella. 

Los datos 

1. Mató a: su hijo Pedro (en 1982), su esposo, Pedro Pérez (en junio de 1990) y la más pequeña de sus cuatro hijos, Susana (en mayo de 1991).

2. Intentó matar también a: su hija Francisca y su hijo Salvador.

3. En 1995 fue condenada por la Audiencia Provincial de Murcia a 89 años de cárcel por cinco delitos de parricidio: tres envenenamientos mortales y dos intentos frustrados.

4. El Tribunal Supremo le rebajó la pena a 48 años de prisión mayor al considerarla una enferma mental. Fue internada en un centro psiquiátrico. Ella siempre se declaró inocente.

5. Isabel Padilla murió en 2008 a consecuencia de un tumor cerebral.