A veces pienso que la vida es una mala broma servida en un vaso sucio. El continente es ese vaso. El contenido, lo que te atreves —o no— a beber. Y la mayoría de la gente pasa la existencia entera limpiando el vaso, puliéndolo, enseñándolo en Instagram, presumiendo del cristal mientras por dentro solo hay agua estancada, miedo diluido y algún que otro sueño muerto flotando como un insecto patas arriba.

La verdad es que no somos mejores que eso. Nos hemos convertido en expertos del envoltorio: cuerpos esculpidos para ocultar almas blandas, discursos perfectos para encubrir miedos antiguos, sonrisas de escaparate para tapar vidas que crujen por dentro. Maestros del envase, interiores arruinados.

Si lo piensas, casi nadie quiere enfrentarse a lo que lleva dentro. Abrir ese frasco da miedo. Huele a viejo, a infancia rota, a decisiones mal tomadas, a noches en las que te hubiese venido bien alguien que no estaba, o en las que estabas tú e igualmente no serviste para nada. Por eso la gente pule, maquilla, decora el continente. Porque mirar el contenido es una forma de suicidio simbólico.

He conocido muchos continentes perfectos. Altos, guapos, exitosos, sonrientes. Objetos de museo. Pero vacíos. Sonaban a hueco al hablar, como latas golpeadas por dentro por la soledad. El contenido era aire. Aire caro, aire que viste bien, aire que huele a perfume. Pero aire, al fin y al cabo.

También he visto lo contrario: continentes hechos polvo. Cascos rotos, cuerpos marcados por la derrota, miradas que parecían haber pasado una guerra civil interna. Y, sin embargo, qué contenido. Qué material humano. Había ahí fuego, supervivencia, verdad. Esa mierda que arde en el estómago y hace que uno siga caminando aunque sea arrastrándose.

Pero vivimos en un mundo que recompensa más el continente. Puedes ir vacío, completamente jodido por dentro, siempre que lleves la copa brillante. Te aplauden por el cristal, no por el líquido. El contenido es un lujo que muy pocos se atreven a tener. Tener contenido significa haber perdido, haber caído, haberte preguntado cosas que duelen. Significa haberte peleado con tus propios fantasmas hasta que alguno te dejó una cicatriz que no encaja en las fotos bonitas.

Lo tengo claro: prefiero ser un vaso roto con whisky dentro que una copa perfecta llena de aire. Prefiero que el mundo vea mis grietas, mis noches malas, mis demonios. Prefiero que el contenido rebose, aunque manche, aunque queme, aunque me deje solo.

Porque al final, cuando se apagan las luces y te quedas contigo mismo, el continente no sirve para nada. El continente es decoración, protocolo, máscara. El que tiene que sostenerte es el contenido. Lo que eres cuando no hay público.

Y si al abrirte no hay nada más que aire, entonces no importa lo bien que brilles: estás vacío. Y la vida no perdona a los vacíos. Los rellena de cualquier cosa: mentiras, excusas, ruido, gente que te usa o te rompe. El vacío siempre encuentra forma de hacerse notar.

Así que quédate con esto: jode al continente. Que reviente, que se agriete, que pierda brillo. No es más que un recipiente barato. Cuida del contenido. Ese es el que te salvará cuando todo lo demás se vaya a la mierda.