Aquí, en Galicia, tenemos la fea costumbre de mirar hacia otro lado mientras el monte arde, el río se empequeñece y el viento arrastra olor a resina muerta. Y cuando alguien señala al culpable, siempre aparece un listo diciendo que el eucalipto “también es bosque”. Bosque, dicen. Como si una plantación de gasolina en pie, toda igual, toda fría, toda colonial, mereciera ese nombre.
El eucalipto es la peor mentira vendida como modernidad. Una plaga bendecida por catálogos de papel barato y políticas de tierra quemada. Llegó de Australia —no por casualidad, sino por codicia—, y aquí arraigó mejor que nosotros mismos. Crece rápido, más rápido que la memoria. Y mientras sube, baja todo lo demás: baja la biodiversidad, baja la humedad del suelo, baja la vida del terreno. Eso que llaman “oro verde” no es oro ni es verde. Es una hipoteca ecológica que pagarán los que vengan detrás.
Porque el eucalipto no comparte, no dialoga, no convive. Llega, se expande y coloniza. Es un conquistador con bandera azul y nombre latino, que seca el terreno, acapara agua y expulsa todo lo que se parezca a vida. Donde pone la raíz, no vuelve a crecer nada más. Los pájaros se marchan, los pequeños mamíferos se esconden o mueren, los insectos desaparecen como si alguien apagase el interruptor de la primavera.
Y cuando llega agosto, cuando todo es una cabellera seca esperando la chispa, el “bosque” de eucaliptos se convierte en una bomba vertical. Arde rápido, arde fuerte, arde alto. Un incendio en un robledal es una tragedia. En un eucaliptal, es un lanzallamas. Y aun así seguimos plantando, como si fuera un acto patriótico, como si llenarnos de pirómanos vegetales nos hiciera más europeos, más modernos, más ricos.
Ricos, sí. ¿Pero de qué? De papeles que duran dos días, de pasta que alimenta industrias que ni siquiera dejan aquí sus beneficios. A cambio, perdemos ríos, suelos fértiles, fragas que contaban historias antes de que nosotros apareciéramos. Perdemos lo que era nuestro: el monte que se camina, no el que se explota; la sombra que se agradece, no la que te cae encima como una sentencia.
Y todo esto ocurre con la misma naturalidad con la que vemos caer la lluvia. La gente acepta el eucalipto porque da dinero, como si los billetes no ardieran tan bien como las hojas azules de ese árbol maldito.
¿Qué queremos para Galicia? ¿Un país cubierto de plantaciones australianas que prenden como gasolina? ¿O un territorio vivo, con árboles que saben hablar con el viento y con el río? ¿Un monte que se pueda heredar sin vergüenza?
El eucalipto es una plaga porque le hemos permitido ser una plaga. Porque renunciamos a lo que somos en nombre de una rentabilidad miserable. Porque confundimos crecer con medrar.
Galicia no necesita más eucaliptos. Galicia necesita acordarse de sí misma antes de quedar convertida en un fósil carbonizado con forma de país.