David Garrote, psicólogo organizacional y divulgador sobre cultura empresarial y salud mental, explica sin anestesia cómo el Efecto Lucifer —un concepto de la psicología social que describe cómo los entornos tóxicos convierten a gente normal en “demonios de oficina”— opera hoy en las empresas y qué palancas científicas existen para no ser el próximo esbirro del infierno corporativo.

Seguro que te suena: el becario sonriente del primer día que, unos años después, reparte gritos y castigos. O aquella compañera y amiga que, al ascender, empezó a comportarse como una inquisidora. No es que les poseyera ningún demonio: es el sistema quien les entrega el tridente. Y eso tiene nombre en psicología social: el Efecto Lucifer.

Del sótano de Stanford al open space corporativo

En 1971, el psicólogo social Philip Zimbardo montó en el sótano de Stanford una prisión ficticia. Estudiantes normales hicieron de guardias y de presos; en menos de una semana, los “guardias” ya humillaban y castigaban a sus compañeros. El experimento se cancela al sexto día. Zimbardo bautiza aquello como Efecto Lucifer: cuando el contexto, las normas y el poder transforman a personas comunes en agentes del mal. No nacemos villanos; ciertas situaciones pueden sacar lo peor de nosotros.

Bienvenido al “spa del infierno”

En las compañías, el onboarding —la supuesta bienvenida idílica al incorporarte a un nuevo puesto— suele ser un “spa del infierno”: te hablan de valores, propósito y flexibilidad mientras te ocultan las calderas.

El compañero que te sonreía en tu primera semana puede, unos meses después, achicharrarte con objetivos imposibles y métricas de rendimiento (los famosos KPIs, “Key Performance Indicators”, indicadores clave de desempeño) de malas maneras y con injusticia, como un demonio que blande su tridente.

Cómo se fabrican demonios de oficina

Las microjerarquías son túneles subterráneos; los incentivos perversos, llamas que empujan hacia abajo; la deshumanización te convierte en un número; y la presión grupal es ese calor constante que normaliza lo inaceptable. Así, sin darse cuenta, personas bienintencionadas acaban transformándose en demonios improvisados del open space. Y tú, que entraste por la recepción del spa, terminas en el séptimo círculo sin saber cómo llegaste allí.

Por qué seguimos encendiendo las calderas

Nos encanta culpar a las “manzanas podridas”. Es cómodo, casi terapéutico. Pero, como diría Zimbardo, el problema suele estar en el barril: el sistema que pudre manzanas normales. En lenguaje corporativo: no es solo talento, es cultura.

La ciencia explica qué apaga el fuego, pero muchos mandos medios y directivos siguen echando carbón. Amy Edmondson, profesora de la Harvard Business School, llama seguridad psicológica a un clima donde puedes discrepar o admitir errores sin miedo al ridículo ni a represalias; los equipos que lo practican innovan más, retienen mejor el talento y sufren menos conductas abusivas. ¿Qué ocurre de verdad? Que se penaliza al que falla, se silencia al que discrepa y se envían mensajes contradictorios: “di lo que piensas… pero que no moleste”. Mantener las brasas parece más cómodo que ventilar el infierno.

En Silicon Valley, Kim Scott —exdirectiva de Google y Apple— observó durante años por qué algunos equipos funcionaban y otros se envenenaban. De esa experiencia y de cientos de entrevistas con mandos intermedios nació Radical Candor, traducida como franqueza radical. Su libro homónimo y los datos que recoge muestran que dar feedback directo y respetuoso desactiva conflictos y mejora el rendimiento: justo lo contrario de esa “empatía” mal entendida que, en tantas empresas, alimenta el averno corporativo. ¿La práctica habitual? Maquillar problemas, endulzar mensajes o esconderlos bajo la alfombra. Así los problemas crecen en silencio y, cuando estallan, las llamas arrasan a todos.

Qué está realmente en tu mano

Aquí no hay magia ni happy-flower (“buen rollismo” de cartón piedra). Pero sí hay palancas que funcionan y están en tu radio de acción: dar y pedir feedback con datos para reducir el conflicto destructivo; decir “no” con respeto y dejar rastro para blindarte frente a abusos; diseñar microespacios de seguridad psicológica —reuniones donde se permite discrepar, mentoría entre pares, canales de denuncia que se usan de verdad— para crear islas de frescor en mitad del calor; y hacer visibles los valores con comportamientos, porque el refuerzo social cambia normas más rápido que cualquier manual. No prometen el paraíso, pero elevan mucho la probabilidad de que tu equipo no acabe blandiendo el tridente.

La pregunta incómoda

¿Es posible prosperar en el mundo laboral sin caer en las garras de Lucifer? La ciencia no promete milagros, pero sí deja claro que es posible aumentar mucho la probabilidad. Eso exige consciencia, valentía y diseño deliberado —no slogans ni pósters de valores en la pared.

El hater-sensato

No, tu jefe no es Sauron. No, tú tampoco eres Frodo. Pero el corporate Mordor existe y a veces lleva logo de unicornio. Reconocerlo es el primer paso para no convertirte en ese demonio del sótano corporativo que un día pensó: “yo solo hacía mi trabajo”.

Cómo reconocer el círculo del infierno corporativo

No mires los slogans de valores. Mira a quién han convertido en demonio. Mira si aún puedes discrepar sin miedo. Mira si la cultura se diseña… o se sufre.

Al final, el Efecto Lucifer no va de demonios metafísicos: va de sistemas mal diseñados… y de personas —tú y yo— que, a veces sin querer, los alimentamos. Ese es el recordatorio incómodo: incluso en las organizaciones más grandes hay un margen —pequeño pero real y respaldado por la evidencia— para no ser cómplices del infierno.

“La línea entre el bien y el mal es movible y permeable.”

— Philip Zimbardo