Había humo.
Del que flota despacio, espeso, con sabor a nicotina y madrugada.
Un humo que se pega a la ropa, a la piel, al alma.
Allí abajo, en el sótano de la Rúa Cega, el aire era tan denso que se podía cortar con una navaja. El suelo olía a madera mojada, a whisky derramado y a sueños que se negaban a morir.
Era 1980, y mientras arriba el país se maquillaba con neones y promesas, un grupo de tipos en A Coruña decidía bajarse al subsuelo para inventar algo distinto.
Arriba sonaban guitarras de plástico.
Abajo, los latidos del jazz.
Cuatro hombres, Antonio Ferreiro, Fito Ares, Alberto Mella y Luis “Colchones Bonifacio”, se metieron en aquel sótano con más fe que recursos, construyendo lo que acabaría siendo El Filloa.
No había dinero ni grandes planes.
Había whisky y determinación.
Unos clavaban sacos de arpillera para apagar el eco, otros pintaban a brochazos torcidos, y alguien —Luis— se las ingeniaba para acolchar una bancada en forma de L con la que el local empezaba a parecer un club.
Alberto, con la paciencia del aparejador que era, ponía equilibrio a la locura.
Y Antonio y Fito, los dos de viento madera, traían el alma.
Su música tenía olor a bourbon, a madrugada y a pecado.
Si cerrabas los ojos, podías escuchar Bourbon Street, sentir los ecos del Cotton Club, imaginar el vapor de Nueva Orleans y las luces de Harlem reflejadas en copas vacías.
El Filloa nació así: con el sonido de los clavos en las paredes y los saxos en el aire.
Una cueva gallega que olía al delta del Mississippi, un refugio donde cada nota era un trago, cada silencio una confesión, y cada noche una misa negra del jazz.
Antonio Ferreiro, al que todos llamaban “El Pirata”, tenía el alma de los músicos que nunca se rinden.
Seco en el gesto, duro en la palabra, pero con un fondo noble y cálido, como el buen bourbon: áspero al principio, imposible de olvidar después.
Fito Ares, su cómplice, respiraba melodía.
De esa amistad nacieron temas con nombres imposibles: “LORCHOS”, de Fito, y “RODABALLO”, de Antonio.
Improvisaban como si el mundo se fuera a acabar esa noche.
Quizá, para ellos, acababa un poco con cada acorde.
El Filloa fue pequeño, sí, pero gigante en alma.
Un sótano con 50 metros cuadrados donde la vida se tocaba con las manos.
Por allí pasaron Gary Bartz, Steve Lacy, Al Foster… nombres que habían cruzado escenarios del mundo y que encontraron, en aquel rincón del Orzán, el mismo fuego que en los clubes de Nueva York.
Y todos coincidían: el Filloa no era un local, era una atmósfera.
Un lugar donde el jazz no se tocaba, se sangraba.
El nombre venía de Filloa Express, la banda de Antonio, un guiño gallego a los clubes londinenses como el Pizza Express Jazz Club.
Una broma que se convirtió en bandera.
Años después, cuando muchos templos del jazz cerraron, el Filloa siguió respirando.
Cuarenta años de música, humo y fe.
El pub de jazz más antiguo de A Coruña con programación estable, un milagro con vaso en mano y corazón de madera.
Antonio ya no está, pero sigue.
Porque hay lugares donde la gente no muere: se mezcla con el aire, se convierte en sonido.
Baja al Filloa y lo notarás.
Está allí, en la barra, apoyado en el mármol, con una copa de bourbon medio vacía, escuchando el contrabajo y esperando a que alguien diga:
—Otra, por favor.
A Coruña tuvo su propio sótano del alma.
Su pedazo de Nueva Orleans, su esquina de Harlem, su refugio de humo y swing.
Y mientras el Filloa siga vivo, Antonio Ferreiro no se ha ido.
Solo ha bajado un poco más al sótano.
Jesús Suárez
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P.D. Gracias a Pepe Dorè, por sus recuerdos, por rescatar con palabras la madera, el humo y la música de aquel sótano, y por inspirarme a escribir este homenaje.
Sin él, este texto no olería a jazz.