Mi padre nunca me dijo ‘cásate’.
Mi padre nunca me dijo ‘ten hijos’.
Mi padre nunca me dijo ‘no vas a poder’.
Tampoco me dijo que no sería capaz, que no lo intentara o que no estaba preparada. De hecho, hizo exactamente lo contrario y siempre secundado por mi madre.
Cuando empecé a practicar judo en el colegio, muy pequeña, no se me daba demasiado bien. Pero seguí, persuadida, convencida, apoyada por unos padres que decían que siguiera intentándolo. Me eliminaban en la primera ronda de cualquier campeonato local, pero volvía cada año. Solo lo dejé cuando no pude compaginarlo más con los estudios, muchos años después, siendo cinturón azul-marrón. La última vez que doblé el kimono y enrollé el cinturón para guardarlo en una bolsa del Trofeo Miguelito, sentí pena porque sabía que no lo volvería a usar.
Cuando entré en el equipo de baloncesto no era la mejor, no era de las mejores, ni siquiera era buena. Era alta, hacía tapones y podía encestar más fácilmente por eso de estar más cerca de la canasta. Mi entrenadora me mantenía en el banquillo hasta que, contra todo pronóstico, me sacaba hacia el final del tercer o cuarto tiempo. Ahora sé que lo hacía porque su obligación era que todas jugáramos un rato, aunque en ese momento yo quería pensar que podía ser la salvación para mi equipo, ya de por sí bastante solvente, y trataba de darlo todo cuando salía a la pista. Jugué (mal) hasta mi último año de colegio. Pero jugué.
Desde pequeña hice solfeo sin gran dificultad y mi madre se animó a meterme a clases de piano, siguiendo sus pasos, ya que ella tenía la carrera y me apuntó con su profesora de toda la vida. Una anciana encantadora, muy virtuosa, casi una eminencia, con dedos huesudos y robustos, artríticos, que usaba para aporrear los míos con tanta fuerza cuando me equivocaba, que acabé cogiendo manía al piano y admiración a su fuerza sobrehumana. Hice varios años de piano. Lo dejé poco antes de irme a la universidad por tener mucho que estudiar, sabiendo que estaba decepcionando a mi madre. Pero tengo varios cursos y un repertorio de Liszt, Mozart y Vivaldi envidiable para amenizar fiestas en casas donde hay piano. Afortunadamente, son poquísimas.
En ese momento, yo lo único que pensaba es que mis padres eran unos pesados que no me permitían dejar ninguna actividad, ni se cansaban de mis quejas, obligándome a seguir.
Pero me enseñaron algo mucho más importante que en la adolescencia no entendí y que iba mucho más allá del deporte o de la música.
A no dejar lo que empiezas, a continuar, a esforzarte, a crecer y a avanzar.
Me enseñaron el valor de la constancia.
En el caso de mi padre, seguro que, de pequeño, también se lo enseñaron a él. No en vano, continuó con el negocio que había fundado mi abuelo en 1940, nada menos que una agencia de publicidad en plena postguerra, cuando los pequeños comercios de barrio necesitaban un empujón para darse a conocer… y a la que consiguió convertir, tras su incorporación en 1978, en un referente de la comunicación gallega, gracias a su constancia.
Sigo sus pasos en eso.
Porque no soy la mejor creativa del mundo, ni la mejor publicista del mundo, ni tampoco la mejor copywriter del mundo. Pero llevo escribiendo de manera constante desde que terminé la carrera de Publicidad y salí del máster de creatividad de The School Agency, hace 20 años. 20 años pensando creativamente, teniendo ideas, leyendo sobre ideas, aprendiendo sobre pensamiento creativo, usando la creatividad, enseñando creatividad, aplicando la creatividad en las marcas con las que trabajo, creando o escribiendo.
Eso no me hace ser la mejor, de ninguna manera, pero es mi trabajo, sé hacerlo, sé cómo conseguir que un equipo lo haga y ha sido gracias a practicarlo durante 20 años. A ser constante. A la constancia.
No seré yo la que te diga que no puedes cambiar de idea, de vida o de profesión… pero tengo la sensación que tiramos la toalla demasiado pronto.
Buscamos un retorno inmediato, una validación instantánea, que las cosas funcionen ipso facto, la reciprocidad absoluta, la viralidad en segundos, el triunfo nada más empezar, la meta en el estreno, llegar antes que el que lleva toda la vida, lo queremos todo y lo queremos ya. Ahora. Si no, nos aburrimos.
Y la culpa nunca es nuestra. Siempre es del gobierno, del vecino, de tu equipo de fútbol que esta jornada ha perdido, de esa influencer a la que no le gusta leer, de tu amiga que gana más que tú trabajando menos, del dueño del bar de abajo que conduce un Porsche o de esa persona súper tóxica que tienes tan cerca y nunca eres tú.
Sin esfuerzo, sin sacrificio, sin evolución... esa idea de vida que te has montado en tu cabeza no se va a materializar. Y el esfuerzo, el sacrificio y la evolución pasan por no hacer lo de siempre, eso que te hace sentirte tan cómoda, esa facilidad, ese hacer lo mínimo, ese anteponerte siempre a todo lo demás amparándote en salud mental o conciliación, esa falta de implicación que solo te lleva a quejarte. Esa falta de constancia.
Y está bien que quieras hacer lo mínimo, pero luego no puedes exigir lo máximo. Sencillamente porque no te lo mereces, estaríamos creando un mundo de conformismo sin el valor del esfuerzo. Todo para todos porque sí, porque no se lo quieren currar, pero se lo debemos solo por existir. Quédate a vivir en tu conformismo, pero permite a los demás que se lo curren y que les pasen cosas buenas, cosas mejores, cosas que sí se merecen.
Mi padre nunca me dijo ‘cásate’.
Lo que sí me dijo muchas veces y he cumplido con toda la constancia del mundo fue ‘diviértete’, aprende’, ‘lee’, ‘fórmate’, ‘sé independiente’, ‘esfuérzate’, ‘pásalo bien’, ‘viaja’, ‘inténtalo’, ‘atrévete’ y ‘vive tu vida’.
Qué difícil es hacer el ejercicio de apoyar incondicionalmente a una persona porque crees en ella, pero qué bonito es, al mismo tiempo, sentir eso por un hijo o una hija.
Y su mejor regalo fue siempre apoyarme en todo. Incluso cuando la cagaba.
Sobre todo, cuando la cagaba.
Mi padre murió un mes de julio hace 17 años y hay muchas cosas que no me pudo decir. Afortunadamente, sé exactamente lo que me diría si estuviera aquí, y es exactamente lo que necesito para seguir.