La historia de las ciudades es como la piel de los dragones: cicatrices, mudas, quemaduras y tatuajes. En este rincón atlántico hay un barrio que lo explica todo, el verdadero corazón: la Pescadería. El nombre no engaña. Lo eligió el mar, lo dictaron los pescadores, lo grabó en piedra el olor a salitre y el grito de las lonjas.

El origen se remonta al siglo XIV, cuando las murallas de la Ciudad Alta se quedaron pequeñas. La población crecía, los comerciantes necesitaban espacio y los marineros, sobre todo ellos, pedían mar. Así surgió la Pescadería, barrio de extramuros que pronto superó en habitantes a la noble colina medieval. La plebe siempre acaba ganando la partida: carne de pescadores, trapos de mercaderes, cháchara de tabernas. Mientras los canónigos rezaban tras los muros, la vida real corría por San Andrés, San Nicolás y la Calle Real.

Desde el principio, la Pescadería tuvo dos almas enfrentadas. Una, la de San Nicolás, con callejas estrechas, manzanas diminutas, vida popular, gritos y olor a pescado. La otra, San Andrés, más burguesa, con huertos interiores y manzanas amplias. El barrio fue siempre síntesis de ciudad: un pie en la tierra llana y otro en el agua salada.

Pronto se fortificó. En el siglo XVI, la Corona levantó murallas nuevas para proteger el istmo, ese cordón umbilical que unía la península con tierra firme. En 1504, incluso recibió una provisión real en un pulso con la Ciudad Vieja. San Jorge y San Nicolás alzaban sus torres como banderas del nuevo poder urbano.

El barrio conoció también la pólvora. En 1589, Francis Drake intentó arrasarlo todo. No pudo. La Pescadería resistió con la testarudez de los pueblos marineros. Los muertos fueron muchos, pero el barrio volvió a levantarse, testarudo como un pescador que sale a faenar aunque el cielo anuncie tormenta.

El siglo XVIII trajo la expansión: muelles nuevos, explanadas ganadas al mar, comercios que multiplicaban su bullicio. A Coruña dejaba de ser villa para rozar categoría de ciudad, y la Pescadería era su centro neurálgico.

En el siglo XIX llegaron los grandes cambios. Las murallas cayeron —la de Fronte de Terra en 1869— y el barrio se abrió, unido a la Ciudad Vieja. El Primer Ensanche nació en sus entrañas, con nuevas calles y el Campo do Carballo como punto de fuga. El puerto siguió creciendo y los rellenos dieron vida a los Jardines de Méndez Núñez, espacio burgués de paseo y tertulia.

Aquella centuria dejó también la seña de identidad más bella del barrio: las galerías acristaladas de La Marina y Riego de Agua. Nacieron para proteger las casas del viento y de la lluvia, pero se convirtieron en poesía urbana. Fachadas que parecen espejos de luz, balcones que se multiplican como ojos de cristal, una orquesta de madera y vidrio tocando para el Atlántico.

El siglo XX añadió fábricas en el Orzán, cafés de bohemia provinciana, modernismo de hierro y vidrio. Pero la Pescadería nunca dejó de ser lo que fue: el barrio del pueblo y el escaparate de la ciudad. Aquí estaban los comercios de siempre, los bares de parroquianos, las riñas de esquina y los juegos de niños. Aquí se veía el espectáculo humano de San Andrés, el zoco popular donde todo se vendía y todo se compraba.

Caminar hoy por la Pescadería es leer un libro abierto. Sus piedras guardan los ecos de Drake y de los gremios medievales, los reflejos de las galerías y el humo de las primeras fábricas. Es el barrio que llevó a la ciudad más allá de las murallas, el que la lanzó al mundo. Un lugar donde la historia no se estudia: se respira.

El nombre lo dice todo. Se llamó Pescadería porque fue bautizado por el mar y por quienes vivían de él. Nada más exacto. Nada más verdadero.